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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (86 page)

Nunca había conocido de verdad a su padre. Seguramente, nadie lo había conocido. Su timidez y su formalidad y sus tiránicos arranques de cólera le sirvieron para proteger su intimidad de un modo tan feroz, que, queriéndolo como Denise lo quería, uno se daba cuenta de que el mayor bien que podía hacérsele era respetar su intimidad.

Alfred hizo lo mismo, dio pruebas de tener fe en ella, aceptándola tal como ella misma se presentaba, sin tratar de averiguar nunca lo que se escondía tras la fachada. Cuando más a gusto se encontró Denise con él fue reivindicando en público la fe que su padre tenía en ella: cuando sacaba sobresalientes, cuando sus restaurantes tenían éxito, cuando los críticos gastronómicos la adoraban.

Entendía, mejor de lo que le habría gustado entenderlo, el desastre que para su padre tenía que haber significado el hecho de orinarse delante de ella. Estar tumbado sobre una mancha de orina que se iba enfriando rápidamente no debía de ser el modo en que Alfred deseaba encontrarse con su hija delante. Sólo tenían una buena forma de estar juntos, y no les iba a valer durante mucho tiempo más.

La extraña verdad, en lo que a Alfred respectaba, era que el amor, para él, no consistía en acercarse, sino en mantenerse alejado. Denise lo entendía mejor que Gary y que Chip y, por consiguiente, se sentía en una especial obligación de dar la cara por su padre.

Chip, desgraciadamente, creía que Alfred sólo se interesaba por sus hijos en la medida en que tuvieran éxito. Chip estaba tan ocupado sintiéndose incomprendido, que jamás había llegado a darse cuenta de lo mal que comprendía él a su padre. Para Chip, la incapacidad de Alfred ante la ternura era prueba de que su padre no sabía, ni le importaba un bledo, quién era él. Chip no veía lo que sí veían todas las personas de su entorno: que si había alguien en el mundo a quien Alfred amaba puramente por sí mismo, ése era Chip. Denise era consciente de que ella no deleitaba a Alfred del mismo modo, quizá porque no tenía gran cosa en común con su padre, más allá de los formalismos y de los éxitos. Chip era a quien Alfred llamaba en mitad de la noche, aun sabiendo muy bien que no estaba en casa.

Te lo he puesto tan claro como me ha sido posible,
le decía al idiota de su hermano, en la cabeza, mientras atravesaba el campo nevado.
No puedo ponértelo más claro.

Regresó a una casa llena de luz. Gary o Enid habían barrido la nieve de la entrada. Estaba Denise limpiándose los zapatos en la alfombrilla de cáñamo cuando se abrió la puerta.

—Ah, eres tú —dijo Enid—. Pensé que a lo mejor era Chip.

—No. Sólo yo.

Entró y se sacudió las botas. Gary había encendido la chimenea y ocupaba un sillón muy cerca del fuego, con un montón de fotos antiguas a los pies.

—Hazme caso —le dijo a Enid— y olvídate de Chip.

—Tiene que estar en algún apuro —dijo Enid—. Si no, habría llamado.

—Es un sociópata, madre. A ver si se te mete en la cabeza.

—Tú no tienes ni idea de cómo es Chip —le dijo Denise a Gary.

—Pero me doy perfecta cuenta cuando alguien se niega a hacerse cargo de sus responsabilidades.

—¡Lo único que yo quiero es que estemos todos juntos! —dijo Enid.

Enid lanzó un gruñido de tiernos sentimientos.

—Ay, Denise —dijo—. Ay, ay. Ven a ver este bebé.

—En algún otro momento, si no te importa.

Pero Gary atravesó el salón con el álbum de fotos y se lo plantó a Denise ante los ojos, señalándole la imagen, que venía incluida en una tarjeta navideña de la familia. Aquella niñita regordeta, con su buena mata de pelo, vagamente semítica en el aspecto, era Denise, más o menos a los dieciocho meses de su edad. No había una sola partícula de desazón en su sonrisa, ni tampoco en las de Gary y Chip. Denise estaba entre los dos, sentados todos en el sofá del salón, en su momentaneidad previa a que lo retapizaran. Ambos hermanos la tenían asida por el hombro, y sus cabezas, de piel clara en el rostro, como corresponde a chicos de la edad que ellos tenían, casi llegaban a juntarse por encima de Denise.

—Qué niña tan monísima. ¿A que sí? —dijo Gary.

—Ay, sí, qué preciosidad —dijo Enid, incorporándose.

De las páginas centrales del álbum cayó al suelo un sobre con una etiqueta adhesiva de «Correo certificado». Enid lo recogió y se lo llevó a la chimenea y lo arrojó directamente a las llamas.

—¿Qué era eso? —quiso saber Gary.

—Lo de Axon, recibiendo el trato que merece.

—¿Llegó papá a remitirle la mitad del dinero a la Orfic Midland?

—Me dijo que me encargara yo, pero no lo he hecho. Estoy agobiada con los impresos del seguro.

Gary echó a andar escaleras arriba, riéndose.

—Que no se os vaya a agujerear el bolsillo por dos mil quinientos dólares.

Denise se sonó la nariz y se encerró en la cocina a pelar patatas.

—Por si acaso —dijo Enid, que la siguió—, que haya también para Chip. Dijo que llegaría esta tarde, a más tardar.

—Me parece que según la hora oficial ya no es por la tarde —dijo Denise.

—Vale, pero que haya
muchas
patatas.

Los cuchillos de su madre estaban todos más romos que un cuchillo de untar mantequilla. Denise recurrió al pelazanahorias.

—¿Te contó papá alguna vez por qué no fue a Little Rock con la Orfic Midland?

—No —dijo Enid, rotundamente—. ¿Por qué?

—No, por nada: se me acaba de ocurrir la pregunta.

—Les dijo que sí, que iba. Y, la verdad, Denise, para nosotros habría supuesto una enorme diferencia, desde el punto de vista financiero. Sólo esos dos años más, y su pensión de retiro habría subido al doble. Me dijo que lo iba a hacer, estaba de acuerdo en que era lo mejor, y tres noches más tarde llegó a casa diciendo que había cambiado de opinión y que se marchaba.

Denise miró los ojos semirreflejados en la ventana de encima del fregadero.

—Y nunca te explicó por qué.

—Bueno, no sé, no aguantaba a los Wroth esos. Me figuré que había una especie de incompatibilidad de caracteres. Pero nunca me habló del asunto. Nunca me ha contado nada, en realidad, sabes. Él toma las decisiones. Aunque suponga un desastre financiero, es decisión suya, y la mantiene.

Y ahí se abrieron todas las esclusas. Denise dejó caer las patatas y el cortador en el fregadero. Pensó en las drogas que había escondido en el calendario de Adviento, pensó que podrían detener sus lágrimas por lo menos durante el tiempo suficiente para salir de la ciudad, pero se encontraba demasiado lejos del escondite. La habían pillado indefensa en la cocina.

—Cariño mío, ¿qué te pasa? —dijo Enid.

Por un momento no hubo Denise en la cocina: sólo blandenguería y humedad y remordimiento. Se encontró de hinojos en la alfombrilla, junto al fregadero, rodeada de gurruños de
Kleenex
empapados. No quería mirar a su madre, pero Enid se había sentado en una silla, a su lado, y le pasaba tisúes secos.

—Hay muchas cosas que uno considera muy importantes —dijo Enid, con una sobriedad como recién adquirida—, y que luego no importan nada.

—Hay cosas que sí siguen importando —dijo Denise.

Enid miraba, con la desolación en los ojos, las patatas del fregadero.

—No va a mejorar, verdad.

Denise se alegró de que su madre achacara las lágrimas a la mala salud de Alfred.

—No creo —dijo.

—No es por las medicinas, seguramente.

—No, seguramente no.

—Y tampoco tiene sentido ir a Filadelfia, seguramente —dijo Enid—, si no es capaz de cumplir las instrucciones.

—Seguramente no.

—¿Qué vamos a hacer, Denise?

—No sé.

—Sabía que algo había ido mal esta mañana —dijo Enid—. Si hubieras encontrado ese sobre hace tres meses, se habría puesto como una fiera conmigo. Pero ya viste, hoy. No reaccionó.

—Lamento haberte puesto en una situación difícil.

—Dio igual. Ni siquiera se enteró.

—De todos modos, lo siento.

La tapa de la cazuela donde hervían las judías empezó a castañetear. Enid se incorporó para bajar el fuego. Denise, aún de rodillas, dijo:

—Me parece que en el calendario de Adviento hay algo para ti.

—No, Gary ya prendió el último adorno.

—En el bolsillo número veinticuatro. Hay algo para ti.

—Pero ¿qué?

—No sé, pero tú ve a ver.

Oyó que su madre iba a la puerta y en seguida regresaba. Aunque el dibujo de la esterilla era bastante complicado, Denise pensó que iba a aprendérselo de memoria, de tanto mirarlo.

—¿De dónde ha salido esto? —dijo Enid.

—No sé.

—¿Lo pusiste tú?

—Es un misterio.

—Tienes que haberlo puesto tú.

—No.

Enid dejó las tabletas en la repisa, se alejó dos pasos de ellas y las miró con el ceño severamente fruncido.

—Estoy segura de que quienquiera que las haya puesto ahí, lo ha hecho con la mejor intención del mundo —dijo—. Pero no las quiero en esta casa.

—Eso es buena idea, seguramente.

—Quiero las auténticas, o no quiero nada.

Con la mano derecha, Enid depositó las tabletas en el cuenco de su mano izquierda. Las arrojó al triturador de basura, abrió el grifo, y las pulverizó.

—¿Cuáles son las auténticas? —preguntó Denise, cuando el ruido se apagó.

—Quiero que pasemos todos juntos las últimas Navidades.

Gary, duchado y afeitado y vestido a su aristocrática manera, entró en la cocina a tiempo de oír esta última declaración.

—Más vale que te conformes con cuatro de cinco —dijo, abriendo el armarito de las bebidas alcohólicas—. ¿Qué le pasa a Denise?

—Está muy preocupada por papá.

—Pues ya iba siendo hora —dijo Gary—. Anda, que no hay de qué estar preocupado.

Denise recogió los gurruños de
Kleenex
.

—Ponme una buena cantidad de lo que sea que te estés bebiendo —dijo.

—Yo pensaba guardar el champán de Bea para esta noche.

—No —dijo Denise.

—No —dijo Gary.

—Vamos a guardarlo por si viene Chip —dijo Enid—. Y, por cierto, ¿qué es lo que está haciendo vuestro padre ahí arriba, que no baja?

—No está arriba —dijo Gary.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

—¡Al! —gritó Enid—. ¿Al?

Restallaban gases en la chimenea del salón, cuyo fuego nadie atendía. Las habichuelas hervían a fuego lento; los acondicionadores exhalaban aire caliente. Fuera, en la calle, a alguien le resbalaban las ruedas en la nieve.

—Ve a ver si está en el sótano, Denise.

Denise no preguntó «y ¿por qué yo?», pero le vinieron ganas de hacerlo. Se acercó al hueco de la escalera del sótano y llamó a su padre. Las luces del sótano estaban encendidas, y se oían unos crípticos crujidos, bastante ligeros, procedentes del taller.

Volvió a llamar:

—¿Papá?

No hubo respuesta.

Su miedo, bajando las escaleras, era como un miedo procedente de aquel desdichado año de su niñez en que había implorado que le reglasen un animalito y recibió una jaula con dos hámsteres dentro. Un perro o un gato podrían haber hecho destrozos en los diversos textiles de Enid, pero aquellos dos jóvenes hámsteres, hermanos y procedentes de una limpia en la residencia de los Driblett, podían tolerarse en la casa. Denise bajaba al sótano todas las mañanas, para echarles comida y cambiarles el agua, y siempre iba con el miedo de descubrir qué nueva maldad habrían maquinado aquella noche, para su exclusivo deleite: quizá un nido de crías ciegas, inquietas, amoratadas de puro incestuosas, quizá un desesperado e inútil reacondicionamiento total de virutas de roble en un único montón de buen tamaño, junto al cual permanecían ambos padres, temblando sobre el metal desnudo del suelo de la jaula, abotargados y disimulando, tras haberse zampado a sus hijos, algo que ni siquiera a un hámster le puede dejar buen sabor de boca.

La puerta del taller de Alfred estaba cerrada. Denise picó en ella:

—¿Papá?

La respuesta de Alfred le llegó inmediatamente, en forma de ladrido estrangulado y tenso:

—¡No entres!

Al otro lado de la puerta, algo duro arañaba el cemento.

—¿Qué estás haciendo, papá?

—¡He dicho que no entres!

Bueno: Denise había visto antes la escopeta, y ahora estaba pensando que por supuesto, que tenía que haberle tocado a ella, y que no tenía ni idea de qué podía hacer.

—Tengo que entrar, papá.

—Denise…

—Voy a entrar —dijo ella.

Tras la puerta, la iluminación era muy brillante. Al primer vistazo captó la vieja colcha manchada de pintura, en el suelo, y, echado sobre ella, al anciano, con las caderas levantadas y las rodillas temblorosas, con los ojos muy abiertos, fijos en la parte de abajo del banco, y luchando con una lavativa de plástico, muy grande, que se había insertado en el recto.

—¡Huy, perdón! —dijo Denise, dándose la vuelta, con las manos levantadas.

Alfred respiró como en estertor y no dijo nada.

Denise tiró de la puerta hasta volver a cerrarla y se llenó los pulmones de aire. Arriba sonaba el timbre de la puerta. A través de paredes y techos oía un ruido de pasos acercándose a la casa.

—¡Es él, es él! —gritó Enid.

Pero estalló una canción —
«It's Beginning to Look a Lot Like Christmas»
— y le pinchó la esperanza.

Denise se unió a su madre y su hermano, que ya estaban en la puerta. Se había juntado un buen grupo de caras familiares en la nevada escalinata frontal: Dale Driblett, Honey Driblett, Steve y Ashley Driblett, Kirby Root, más varias hijas y cuñados con el pelo al uno, y el clan Person al completo. Enid abarcó con los brazos a Denise y Gary y se los acercó, brincando sobre las puntas de los pies de pura compenetración con el momento.

—Corre a avisar a papá —dijo—. Le encantan las canciones de Navidad.

—Papá está ocupado —dijo Denise.

Teniendo en cuenta que aquel hombre se había alzado en protector de la intimidad de Denise y que lo único que había pedido a cambio era que le respetasen también la suya, ¿acaso no era lo más justo y bondadoso permitirle sufrir a sus solas, sin agravarle el sufrimiento con la vergüenza de tener un testigo? ¿No se había él ganado, con cada pregunta que nunca le hizo a Denise, el derecho a que lo aliviase de cualquier pregunta incómoda que ella deseara hacerle ahora? ¿Por ejemplo?
¿A qué viene la lavativa, papá?

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