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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (84 page)

—Lo haré, lo haré.

—¡Al! —gritó Enid, asomándose por detrás de su hija—. ¡Denise va a ayudarte a hacer los ejercicios, después de comer! Alfred negó con la cabeza, como disgustado.

—Lo que tú digas.

Amontonadas sobre una vieja colcha de las que durante mucho tiempo hicieron las veces de fundas para muebles, había sillas de mimbre y mesas en estadios iniciales de raspado y pintura. Había una concentración de latas de café, tapadas, encima de un periódico abierto. Apoyada en el banco de trabajo se veía una escopeta, dentro de su funda.

—¿Qué estás haciendo con la escopeta, papá? —dijo Denise.

—Lleva años pensando en venderla —dijo Enid—. ¿CUÁNDO VAS A VENDER LA ESCOPETA DE UNA VEZ, AL?

Alfred dio la impresión de pasarse varias veces la pregunta por la cabeza, a ver si le extraía el significado exacto. Muy lentamente, asintió.

—Sí —dijo—, voy a venderla.

—Odio tenerla en la casa —dijo Enid, dando media vuelta para marcharse—. Nunca la ha usado. Ni una vez. Está sin estrenar.

Alfred se aproximó a Denise, sonriendo y forzándola a recular hacia la puerta.

—Dejadme terminar aquí —dijo.

Arriba era Nochebuena. Se acumulaban los paquetes al pie del árbol. En el jardín delantero, las ramas casi desnudas del roble blanco de los pantanos se mecían al viento, que viraba hacia direcciones más indicativas de posible nevada. La hierba muerta agarraba hojas muertas.

Enid volvía a mirar por las cortinas transparentes.

—No sé si empezar a preocuparme por Chip —dijo.

—Si lo que puede preocuparte es que no venga, estoy de acuerdo contigo —dijo Denise—. Pero no pienses que le pase nada malo.

—El periódico dice que hay facciones rivales luchando por el control del centro de Vilnius.

—Ya se andará Chip con cuidado.

—Ah, mira —dijo Enid, llevando a Denise hacia la puerta principal—. Quiero que cuelgues el último adorno del calendario de Adviento.

—Mamá, ¿por qué no lo cuelgas tú?

—No, no, quiero verte hacerlo.

El último adorno era el Niño Jesús en su soporte de nogal. Prenderlo del árbol era tarea para un niño, para alguien que poseyera credulidad y esperanza, y Denise, ahora, percibió con toda claridad que su programa incluía un blindaje total contra todos los sentimientos de aquella casa, contra la saturación de recuerdos y significados infantiles. No podía ser
ella
el niño para esa tarea.

—Es tu calendario —dijo—, así que hazlo tú.

En el rostro de Enid, la desilusión rebasó todas las proporciones. Era una desilusión, muy antigua, ante el modo en que el mundo en general y sus hijos en particular se negaban a participar en sus encantamientos favoritos.

—Bueno, pues le pediré a Gary que lo haga él —dijo, con el ceño fruncido.

—Lo siento —dijo Denise.

—Recuerdo muy bien que de pequeña te
encantaba
colgar los adornos. Te
encantaba.
Pero si no quieres hacerlo, pues no quieres hacerlo.

—Mamá —a Denise le vacilaba la voz—, no me obligues.

—Si hubiera sabido que te lo ibas a tomar así —dijo Enid—, ni se me habría pasado por la cabeza pedírtelo.

—Déjame ver cómo lo haces tú —rogó Denise.

Enid dijo que no con la cabeza y se alejó.

—Se lo pediré a Gary, cuando vuelva de sus compras.

—Lo siento mucho.

Salió de la casa y se sentó en la escalinata frontal a fumar un cigarrillo. El aire traía un alterado olor a nieve sureña. Calle abajo, Kirby Root adornaba con espumillón navideño el poste de su farola. La saludó con la mano, y ella le devolvió el saludo.

—¿Desde cuándo fumas? —le preguntó Enid, nada más entrar de nuevo en la casa.

—Desde hace unos quince años.

—No te lo tomes a mal —dijo Enid—, pero es un hábito muy perjudicial para tu salud. Muy malo para la piel. Y, la verdad, no es un olor muy agradable para los demás.

Denise, con un suspiro, se lavó las manos y se puso a dorar la harina para la salsa del chucrut.

—Si vais a vivir conmigo —dijo—, habrá que poner en claro unas cuantas cosas.

—Te he dicho que no te lo tomaras a mal.

—Lo primero que hay que dejar claro es que estoy pasando por un mal momento. Por ejemplo: no he dejado El Generador; me han despedido.

—¿Despedido?

—Sí. Desgraciadamente. ¿Quieres saber por qué?

—¡No!

—¿Seguro?

—¡Seguro!

Denise, sonriendo, removió más grasa de beicon en el fondo de la olla holandesa.

—Te lo prometo, Denise —dijo su madre—, nunca nos meteremos en lo que haces. Lo único que tienes que hacer es enseñarme dónde está el supermercado, y cómo funciona la lavadora, y luego puedes entrar y salir como te parezca. Ya sé que tienes tu vida. No quiero obligarte a cambiar nada. Si viera algún otro modo de que papá entrase en el programa ese, lo haría encantada, créeme. Pero Gary no nos lo ha ofrecido, y no creo que Caroline nos quiera en su casa.

La grasa de beicon y las costillas doradas y las coles hirviendo olían bien. El plato, preparado en esta cocina, guardaba muy escasa relación con la versión de alta escuela que Denise había servido a miles de personas extrañas. Tenían más puntos en común las costillas de El Generador y el rape americano de El Generador que las costillas de El Generador y estas costillas hechas en casa. Cree uno saber lo que es la comida, cree uno que es una cosa elemental. Se olvida uno de cuánto restaurante hay en la comida de restaurante y de cuánta casa hay en la comida casera.

Le dijo a su madre:

—¿Cómo es que no me cuentas lo de Norma Greene?

—Pues porque la última vez te enfadaste muchísimo conmigo —dijo Enid.

—Era más bien con Gary con quien estaba enfadada.

—Lo único que me preocupa es que no sufras tanto como Norma Greene tuvo que sufrir. Quiero verte asentada y feliz.

—Nunca volveré a casarme, mamá.

—Eso no lo sabes.

—Sí, sí que lo sé.

—La vida está llena de sorpresas. Todavía eres muy joven, y estás guapísima.

Denise añadió grasa de beicon a la olla. No había razón alguna, ahora, para dar marcha atrás. Dijo:

—Óyeme bien: nunca volveré a casarme.

Pero había sonado la puerta de un coche, en la calle, y Enid se precipitó a separar las cortinas.

—Es Gary —dijo, desilusionada—. No es más que Gary.

Gary entró tan campante en la cocina, con los objetos ferroviarios que acababa de comprar en el Museo del Transporte. Obviamente remozado por aquella mañana a sus solas, con mucho gusto accedió a la petición de Enid y prendió el Niño Jesús al calendario de Adviento; lo cual hizo que la simpatía de Enid abandonase de inmediato a la hija para volver con el hijo. Se deshizo en elogios del trabajo tan estupendo que Gary había efectuado en la ducha de la planta baja, con especial mención de la
enorme
mejora que el asiento representaba. Denise, sintiéndose fatal, terminó de preparar la cena, apañó algo ligero para comer y fregó una montaña de platos sucios mientras el cielo, en la ventana, viraba enteramente al gris.

Después de comer, se metió en su habitación —que Enid, finalmente, había redecorado, convirtiéndola en un dormitorio casi perfectamente anónimo— y se puso a envolver los regalos. (Ropa para todos: conocía muy bien lo que a cada uno le gustaba llevar puesto). Abrió el borujo de
Kleenex
donde había guardado las treinta tabletas doradas de Mexican A y le pasó por la cabeza la idea de envolverlas para regalo y entregárselas a Enid, pero tenía que respetar los límites de lo prometido a Gary. Hizo un gurruño con el
Kleenex
y las tabletas, salió a hurtadillas de la habitación, bajó las escaleras y encajó la droga en el vigésimo cuarto bolsillito del calendario de Adviento, el que acababa de quedarse vacío. Todos los demás estaban en el sótano. Pudo escabullirse escaleras arriba y volver a encerrarse en su cuarto, como si no lo hubiera abandonado ni por un instante.

En sus años jóvenes, cuando era la madre de Enid quien se ocupaba de dorar las costillas en la cocina, y Gary y Chip traían a casa unas novias increíblemente guapas, y todo el mundo parecía pensar que el mejor modo de pasárselo bien era regalarle un montón de cosas a Denise, esta tarde siempre acababa siendo la más larga del año. Por algún precepto natural de origen desconocido, no se toleraba la celebración de plenos familiares antes del anochecer: cada cual esperaba en su cuarto. A veces, durante su adolescencia, Chip llegaba a apiadarse de la última criatura de la casa, y jugaba con ella al ajedrez o al Monopoly. Luego, cuando Denise ya fue un poco mayor, se la llevaba al centro comercial con la novia de turno. No había bendición mayor en esta vida, para la Denise de diez o doce años, que aquel privilegio de acompañamiento: que Chip la aleccionara sobre los males del tardocapitalismo, que la novieta le pasara datos sobre el mejor modo de vestir, estudiarse el largo del flequillo y la altura de los tacones que llevaba la chica, que la dejasen sola durante toda una hora en la librería, y luego volver la vista, desde lo alto de la colina que dominaba el centro comercial, y mirar la lenta coreografía silenciosa del tráfico en la luz que ya titubeaba.

También ahora la tarde se alargaba más que ninguna otra. Empezaban a caer en gran cantidad copos un punto más oscuros que el cielo del color de la nieve. Su frío alcanzaba a colarse por las ventanas aislantes y, esquivando los flujos y las masas del aire recalentado, como de horno, procedente de los registros del acondicionador, llegaba directamente al cuello. Denise, por miedo a coger algo malo, se tendió en la cama y se tapó con la manta.

Durmió profundamente, sin sueños, y despertó —¿dónde? ¿qué hora era? ¿qué día?— al ruido de voces airadas. La nieve se había amontonado en el alféizar de las ventanas y cubría de escarcha el roble blanco. Quedaba luz en el cielo, pero no duraría mucho.

Mira, Al, Gary se ha tomado muchísimas molestias…

¡Sin que yo se lo pidiera!

Pero ¿por qué no pruebas, aunque sólo sea una vez? Con la paliza que se pegó ayer…

Tengo todo el derecho del mundo a darme un baño cada vez que me parezca bien.

Es sólo cuestión de tiempo, papá. Tarde o temprano vas a caerte por las escaleras y te vas a romper la crisma.

No estoy pidiéndole ayuda a nadie.

¡Y desde luego que nadie va a ayudarte! Le he prohibido a mamá que se acerque a la bañera. Terminantemente prohibido…

Al, por favor, prueba la ducha.

Olvídalo, mamá; que se rompa el cuello. Será lo mejor para todos.

Gary…

Las voces se iban acercando según la riña ascendía por la escalera. Denise oyó el pesado andar de su padre al pasar por delante de su cuarto. Se puso las gafas y abrió la puerta, justo cuando Enid, más lenta, por culpa de la cadera, alcanzaba el pasillo.

—¿Qué haces, Denise?

—Me he quedado dormida un rato.

—Habla con tu padre. Explícale lo importante que es que pruebe la ducha, con el trabajo que le ha costado a Gary instalarla. A ti siempre te escucha.

Lo profundo de su sueño y el modo de despertarse habían colocado a Denise en situación de desfase con la realidad exterior: el panorama del pasillo y el panorama de las ventanas del pasillo arrojaban leves sombras de antimateria; los ruidos eran, al mismo tiempo, demasiado altos y apenas audibles.

—¿A qué viene —dijo, a qué viene pelearos por una cosa así precisamente hoy?

—Es que Gary se marcha mañana y quiero que compruebe si a papá le va a servir o no le va a servir la ducha.

—Ya, pero vuelve a explicármelo: ¿por qué no puede bañarse?

—Pues porque se queda atascado. Y las escaleras se le dan fatal.

Denise cerró los ojos, pero con ello no hizo sino contribuir al empeoramiento de su desincronización de fase. Los volvió a abrir.

—Ah, Denise —dijo Enid—, y además no has cumplido tu promesa de trabajar los ejercicios con él.

—Vale. Ya lo haremos.

—Mejor ahora mismo, antes de que se arregle. Espera, que te voy a dar el papel con las instrucciones del doctor Hedgpeth.

Enid volvió a bajar las escaleras, cojeando. Denise levantó la voz:

—¿Papá? Sin respuesta.

Enid subió hasta la mitad de las escaleras y pasó por los travesaños de la barandilla un pliego de papel violeta («la movilidad es oro») donde los siete ejercicios de estiramiento venían ilustrados por medio de figurillas muy esquemáticas.

—Tienes que enseñarle —dijo—. Conmigo en seguida pierde la paciencia, pero a ti sí que te hará caso. El doctor Hedgpeth siempre me está preguntando si papá hace los ejercicios. Es muy importante que se los aprenda bien. Ni se me había pasado por la cabeza que estuvieras durmiendo tanto rato.

Denise cogió el pliego de instrucciones y se dirigió al dormitorio principal y allí estaba Alfred, desnudo de cintura para abajo.

—Ay, perdona, papá —dijo, retirándose.

—¿Qué pasa?

—Tenemos que trabajar en tus ejercicios.

—Ya me he desnudado.

—Ponte el pijama. Es mejor hacerlos con ropa suelta.

Le costó cinco minutos calmarlo y hacer que se estirara sobre el colchón, con la camiseta de lana y los pantalones del pijama puestos; y fue en este momento cuando, por fin, la verdad se abrió camino.

El primer ejercicio requería que Alfred se agarrase la rodilla derecha con ambas manos y que tirara de ella hacia el pecho, para a continuación hacer lo mismo con la rodilla izquierda. Denise le guió las extraviadas manos hasta la rodilla derecha, desanimándose mucho al comprobar lo rígido que se estaba poniendo, pero Alfred, con su ayuda, logró forzar la cadera unos noventa grados.

—Ahora la izquierda —dijo Denise.

Alfred volvió a colocar las manos en la rodilla derecha y tiró de ella hacia el pecho.

—Estupendo, muy bien —dijo Denise—; pero ahora vamos a intentarlo con la izquierda.

Él se quedó quieto, con la respiración alterada. Tenía la expresión de un hombre que acaba de recordar un tremendo desastre.

—Papá… Inténtalo con la rodilla izquierda.

Le tocó la rodilla izquierda, sin resultado. En sus ojos vio un ansia desesperada de aclaraciones e instrucciones. Denise le trasladó las manos de la rodilla derecha a la izquierda, y de inmediato se le cayeron. ¿Sería más acusada la rigidez en el lado izquierdo? Le volvió a colocar las manos en la rodilla y lo ayudo a levantar ésta.

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