Las correcciones (83 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

—Vale. Lo que sea.

—¿Hasta cuándo vas a seguir diciendo «lo que sea»? ¿Vas a dejarlo alguna vez? ¿O es de por vida?

—Denise, las niñas te adoran —chillaba Robin—. Te echan de menos. Y a ti te gustaba estar con ellas.

—Bueno, pues ahora no tengo ganas de niñas. Y, francamente, no sé si alguna vez volveré a tenerlas. Así que deja de pedírmelo.

A estas alturas, casi todo el mundo habría acusado recibo del mensaje; casi todo el mundo se habría largado para no volver. Pero resultó que a Robin le gustaba que la tratasen con crueldad. Solía decir, y Denise la creía, que nunca se habría separado de Brian, si él no la hubiese abandonado. Le encantaba que la lamiesen y frotasen hasta una miera del orgasmo y que luego la abandonaran, y verse obligada a implorar. Y a Denise le encantaba hacerle eso. A Denise le encantaba levantarse de la cama y vestirse e irse a la planta baja mientras Robin esperaba su alivio sexual, porque además sabía que era incapaz de hacer trampas, que no se tocaría. Denise se sentaba en la cocina y se ponía a leer un libro y a fumar hasta que Robin, trémula y humillada, bajaba a implorarle. El desprecio de Denise era entonces tan puro y tan fuerte, que casi lo prefería al sexo.

Y así sucesivamente. Cuanto más aceptaba Robin los malos tratos, más disfrutaba Denise maltratándola. Ignoró los mensajes de Nick Razza. Se quedaba en la cama hasta las dos de la tarde. Su hábito de fumar pasó de meramente social a necesidad ansiosa. Se concedió la pereza acumulada de quince años: vivía de sus ahorros. Todos los días repasaba mentalmente el esfuerzo que iba a tener que hacer para acondicionar la casa antes de que vinieran sus padres —poner una barra en la ducha y alfombra en las escaleras, comprar muebles para el salón, buscar una mesa de cocina algo mejor, bajar su cama del tercer piso e instalarla en el cuarto de huéspedes—, y todos los días llegaba a la conclusión de que le faltaban las fuerzas. Su vida consistía en esperar que cayera el hacha. Sus padres iban a pasar seis meses en su casa, de modo que no tenía el menor sentido empezar con algo nuevo. No le quedaba más remedio que gastar ahora toda su capacidad de gandulería.

Qué pensaba su padre, exactamente, de Corecktall, era algo difícil de averiguar. Le preguntó una vez por teléfono, directamente, y no le contestó.

—¿Al? —terció Enid—. Denise te pregunta que QUÉ TE PARECE LO DE CORECKTALL.

Alfred habló con amargura:

—Ya podían haberle puesto otro nombrecito.

—Pero no se escribe igual que el laxante —dijo Enid—. Denise quiere saber si tienes MUCHAS GANAS DE EMPEZAR CON EL TRATAMIENTO.

Silencio.

—Al, cuéntale las ganas que tienes.

—Soy consciente de que mi enfermedad va un poco peor cada semana que pasa. No creo que otra medicina más vaya a servir de mucho.

—No es otra medicina, Al. Es una terapia radicalmente nueva, que utiliza tu patente, además.

—He aprendido a soportar cierta dosis de optimismo. De modo que nos atendremos a lo planeado.

—Denise —dijo Enid—, yo puedo ser de muchísima ayuda. Yo me ocuparé de la cocina y de la ropa. ¡Va a ser una gran aventura! Es un detalle tuyo tan maravilloso, que nos hayas ofrecido tu casa.

Denise no lograba concebir seis meses con sus padres en una casa y en una ciudad de las que ya no quería saber nada, seis meses de invisibilidad en el papel de hija acomodaticia y responsable que a duras penas lograría interpretar. Pero lo había prometido; y tenía que descargar su rabia en Robin.

El sábado antes de las Navidades estaba en su cocina, por la noche, echándole el humo en la cara a Robin, que la sacaba de quicio con sus intentos de animarla.

—Es un regalo enorme el que les haces —dijo Robin—, alojándolos en tu casa.

—Sería un regalo si yo no fuera un desastre —dijo Denise—. No se debe ofrecer lo que no es uno capaz de dar.

—Sí puedes darlo —dijo Robin—. Yo te ayudaré. Puedo pasar alguna mañana con tu padre, echarle una mano a tu madre, y tú mientras puede irte por ahí y hacer lo que quieras. Con tres o cuatro mañanas a la semana que venga yo…

Para Denise, la oferta de Robin convertía aquellas mañanas en algo sofocante y desolador.

—Pero ¿es que no lo comprendes? —dijo—. Odio esta casa. Odio esta ciudad. Odio vivir aquí. Odio la familia. Odio el hogar. Estoy deseando marcharme.
No soy una buena persona.
Y, si pretendo serlo, sólo consigo empeorar las cosas.

—Yo creo que sí eres una buena persona —dijo Robin.

—¡Te estoy tratando como si fueras una mierda pisada! ¿Es que no te das cuenta?

—Pero eso es por lo desgraciada que te sientes.

Robin rodeó la mesa, acercándosele, y trató de tocarla; Denise la apartó con el codo. Robin volvió a intentarlo, y, esta vez, Denise le dio de lleno en el pómulo con los nudillos de su mano abierta.

Denise retrocedió, roja como la grana, como sangrando por dentro.

—Me has pegado —dijo.

—Ya lo sé.

—Me has pegado fuerte. ¿Por qué lo has hecho?

—Porque no te quiero aquí. No quiero ser parte de tu vida. No quiero ser parte de la vida de nadie. Estoy harta de ver la crueldad con que te trato.

Girándulas de orgullo y de amor rotaban en el fondo de los ojos de Robin. Pasó un tiempo antes de que hablara:

—Vale, muy bien —dijo—. Voy a dejarte en paz.

Denise no hizo nada por impedir que se marchase, pero al oír que la puerta se cerraba comprendió que acababa de perder a la única persona que podría haberla ayudado cuando vinieran sus padres. Se había quedado sin la compañía de Robin, sin su consuelo. Quería que le devolviesen todo lo que un minuto antes desdeñaba.

Voló a St. Jude.

En su primer día de estancia, como en todos los primeros días de todas sus visitas anteriores, se dejó caldear el ánimo por el calor de sus padres e hizo todo lo que su madre le pidió. No aceptó que Enid le pagara los comestibles. Se abstuvo de todo comentario sobre el hecho de que en la cocina no hubiese más prueba viva de la existencia del aceite que una botella de pegamento rancio y amarillo. Se puso el sweater lavanda de cuello vuelto, de fibra sintética, y el collar de matrona, de plata dorada, que su madre le había regalado recientemente. Estuvo muy efusiva, sin necesidad de forzarse, al hablar de las bailarinas adolescentes de
El cascanueces,
agarró de la mano enguantada a su padre mientras cruzaban el aparcamiento del teatro regional, amó a sus padres como nunca antes había amado; y, en cuanto los tuvo a ambos acostados, se cambió de ropa y salió corriendo de la casa.

Se detuvo, ya en la calle, con un cigarrillo entre los labios y una caja de cerillas
(Dean & Trish
13 de junio de 1987)
temblándole en los dedos. Fue andando hasta el campito de detrás de la escuela primaria donde Don Armour y ella se sentaron una vez, oliendo a menta de gato y a verbena. Golpeó el suelo con los pies, se frotó las manos, miró las nubes ocultar las constelaciones y respiró de sí misma a grandes bocanadas vigorizantes.

Más tarde, aquella misma noche, llevó a cabo una operación clandestina por cuenta de su madre: entró en el dormitorio de Gary mientras él se ocupaba de Alfred, descorrió la cremallera del bolsillo interior de su chaquetón, cambió el Mexican A por un puñadito de tabletas de Advil y puso a buen recaudo la droga de Enid, antes de caer en brazos de Morfeo como una niña buena.

En la mañana de su segundo día de estancia en St. Jude, como en todas las mañanas del segundo día de sus visitas anteriores, amaneció cabreada. El cabreo, como tal, era un hecho neuroquímico autónomo; imposible cortarlo. Durante el desayuno padeció tortura por todas y cada una de las palabras que su madre pronunció. La cabreó tener que dorar las costillas y remojar el chucrut según la costumbre ancestral, en lugar de hacerlo a su moderna manera, igual que en El Generador. (Tantísima grasa, tamaño sacrificio de la textura). La cabreó la languidez bradicinética de la cocina eléctrica de Enid, que el día antes no le había molestado nada. La llenaron de rabia los mil y un imanes de la nevera, con su iconografía de cachorritos amorosos, dotados, además, de tan escaso agarre, que era imposible abrir la puerta sin que fueran a parar al suelo, cayendo en picado una foto de Jonah o una postal de Viena. Bajó al sótano a buscar la ancestral olla holandesa de diez litros, y la puso furiosa el desorden que encontró en los armarios del lavadero. Se trajo a rastras, desde el garaje, un cubo de basura y empezó a vaciarle dentro todas las porquerías de su madre. Era una actividad que bien podía considerarse de ayuda a Enid, así que la llevó a cabo con verdadero entusiasmo. Tiró las queascobuesas coreanas; los cincuenta tiestos de plástico más evidentemente inútiles; todo el surtido de trozos de dólares de arena, como llaman a los erizos de mar de aspecto redondeado; y el manojo de dólares de plata,
lunaria annua,
al que se le habían desprendido todos los dólares. Tiró un tesoro entero de piñas pintadas de purpurina que alguien se había dedicado a desmenuzar. Tiró la «pasta» de calabaza al brandy que se había puesto de color moco, entre verde y gris. Tiró las neolíticas latas de corazones de palmitos y de gambas arroceras y de mazorquitas chinas, y la túrbida botella de litro de vino rumano con el corcho podrido, y la botella de mezcla Mai Tai de tiempos de Nixon, con un collarín de costra churretosa en el gañote, la colección de garrafas de chablís Paul Passon, con trozos de araña y alas de polilla en el fondo, el bastidor profundamente corroído de lo que en tiempos fue una campana tubular. Tiró la botella de cuarto de Vess Diet Cola que se había puesto de color plasma, la jarra ornamental de naranjas de la china al brandy trocada en fantasía de dulce pétreo y porquería amorfa de color marrón, el termo apestoso cuyo interior hecho añicos tintineó al sacudirlo ella, el mohoso embalaje repleto de yogures malolientes, el farol de intemperie pegajoso de óxido y rebosante de alas de mariposas nocturnas, los imperios perdidos de barro de florista y de cinta de florista que colgaban en compañía, cayéndose a pedazos y oxidándose…

Muy al fondo del armario, entre las telarañas de detrás de la balda más baja, encontró un grueso sobre que no parecía antiguo, sin franquear. Iba dirigido a la Axon Corporation, 24 East Industrial Serpentine, Schwenksville, Pennsylvania. El remitente era Alfred Lambert. También se leía, en el envés, la palabra CERTIFICADO.

Corría agua en el pequeño servicio del laboratorio de su padre, se estaba llenando la cisterna del váter, había leves olores de azufre en el aire. La puerta del laboratorio estaba entreabierta, y Denise se asomó.

—Sí —dijo Alfred.

Estaba de pie junto a la estantería de metales «exóticos», el galio y el bismuto, abrochándose el cinturón. Denise le enseñó el sobre y le dijo dónde lo había encontrado.

Alfred le dio vueltas en las temblonas manos, como esperando que de pronto, por arte de birlibirloque, fuera a ocurrírsele una explicación.

—Es un misterio —dijo.

—¿Puedo abrirlo?

—Puedes hacer lo que quieras.

El sobre contenía el original y dos copias de un acuerdo de licencia fechado el 13 de septiembre, firmado por Alfred y elevado a documento notarial por David Schumpert.

—¿Qué estaba haciendo esto en el armario del lavadero? —preguntó Denise.

Alfred negó con la cabeza.

—Que te lo diga tu madre.

Denise se acercó al hueco de la escalera y llamó:

—¡Mamá! ¿Puedes bajar un segundo?

Apareció Enid en lo alto de las escaleras, secándose las manos en una toalla de cocina.

—¿Qué pasa? ¿No encuentras la olla?

Alfred, en el laboratorio, seguía con los documentos en la mano, sin agarrarlos con fuerza y sin leerlos. Apareció Enid en la entrada, con cara de culpable.

—¿Qué?

—Papá pregunta que qué hacía este sobre en el armario del lavadero.

—Dame eso —dijo Enid. Le arrebató los papeles a Alfred e hizo una bola con ellos—. Es un asunto resuelto. Papá firmó otras copias del acuerdo, y en seguida recibimos el cheque. No hay de qué preocuparse.

Denise amusgó los ojos.

—¿No me dijiste que los habías enviado? Cuando nos vimos en Nueva York, a principios de octubre. Me dijiste que los habías enviado.

—Sí, eso creía yo. Pero se perderían en el correo.

—¿En el
correo?

Enid agitó las manos vagamente.

—Bueno, en el correo pensaba yo que estarían. Pero, ya ves, estaban en el armario. Seguro que aquel día bajé al lavadero con el correo, antes de ir a la estafeta, y este sobre se me despistó. No puede una estar en todo, lo sabes muy bien, Denise. Las cosas se pierden, a veces. Esta casa es muy grande, y a veces se pierden cosas.

Denise cogió el sobre, que había quedado en el banco de trabajo de Alfred.

—Dice «certificado». Si estuviste en la estafeta de correos, ¿cómo pudiste no darte cuenta de que te faltaba precisamente lo que tenías que enviar certificado? ¿Cómo pudiste no darte cuenta de que no te dieron ningún resguardo?

—Denise —había resonancias de enfado en la voz de Alfred—. Ya basta.

—No sé qué pudo ocurrir —dijo Enid—. Aquellos días andaba de cabeza. Es un completo misterio para mí, y vamos a dejarlo como está. Porque, además, da lo mismo. Papá ya recibió sus cinco mil dólares. Da lo mismo.

Acabó de arrugar los papeles del acuerdo y salió del laboratorio.

Me está entrando «garyitis»,
pensó Denise.

—No tienes por qué hablarle así a tu madre —le dijo Alfred.

—Ya lo sé. Lo siento.

Pero Enid estaba dando gritos en el lavadero, dando gritos junto a la mesa de ping-pong, dando gritos al entrar de nuevo en el laboratorio.

—¡Denise! ¡Has dejado el armario completamente patas para arriba! ¿Qué demonios estás haciendo?

—Estoy tirando cosas de comer y otras porquerías putrefactas.

—Vale, pero ¿a qué viene hacerlo ahora? Tenemos todo el fin de semana por delante, si quieres ayudarme a ordenar los armarios. Será maravilloso, si quieres ayudarme. Pero no hoy. Vamos a no meternos en eso
hoy.

—Son cosas de comer, mamá, y están echadas a perder. Cuando se dejan demasiado tiempo, se convierten en veneno. Os van a matar las bacterias anaeróbicas.

—Bueno, pues déjalo ahora y ocupémonos de ello este fin de semana. Hoy no tenemos tiempo. Tienes que ocuparte de la cena, para que esté todo listo y puedas quitártelo de la cabeza, y luego lo que de verdad quiero es que ayudes a papá a hacer sus ejercicios. ¡Dijiste que lo harías!

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