Las correcciones (75 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

El pequeño aeropuerto estaba hasta los topes de jóvenes expresándose en las lenguas de occidente. Tras la liquidación de la Lietuvos Avialinijos por parte del Quad Cities Fund, otras líneas aéreas se habían hecho cargo de algunas rutas, pero el limitado horario de viajes (catorce salidas diarias con destino a alguna capital europea) no estaba equipado para atender el pasaje de hoy. Cientos de estudiantes y empresarios británicos, alemanes y norteamericanos —Chip reconoció muchas caras que había visto en sus vagabundeos con Gitanas, de
pub
en
pub
— convergían en el mostrador de reservas de Finnair y de Lufthansa, Aeroflot y LOT Líneas Aéreas Polacas.

Aguerridos autobuses urbanos llegaban con nuevos cargamentos de súbditos extranjeros. Chip no percibía el más leve movimiento en ninguna de las colas. Repasó el panel de salidas y decidió volar en Finnair, la compañía que más vuelos tenía.

Al final de la larguísima cola de la Finnair había dos universitarias norteamericanas con vaqueros pata de elefante y otras piezas indumentarias de Vuelta a los Sesenta. Según las etiquetas de su equipaje, se llamaban Tiffany y Cheryl.

—¿Tenéis billetes? —les preguntó Chip.

—Para mañana —dijo Tiffany—. Pero es que las cosas se están poniendo muy feas.

—¿Se mueve algo esta cola?

—No sé. Sólo llevamos diez minutos.

—¿No se ha movido en diez minutos?

—Sólo hay una persona atendiendo —dijo Tiffany—. Pero no parece haber ningún otro mostrador de Finnair que ofrezca mejores perspectivas.

Chip se sentía desorientado y tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no meterse en un taxi y volver con Gitanas.

Cheryl le dijo a Tiffany:

—O sea que mi padre me suelta vas a tener que alquilar si te marchas a Europa —le dijo Cheryl a Tiffany— y yo le digo, digo, le he prometido a Anna que podía utilizarlo los fines de semana, cuando el equipo juega en casa, para que pueda dormir con Jason, ¿no? No voy a incumplir una promesa, ¿no? Pero mi padre se puso total, y, oye, la que me echó, que a ver si te enteras, que de quién es el piso, que mío ¿no? Es que ni se me había pasado por la cabeza que alguien desconocido fuera a freír patatas en mi cocina y a dormir en mi cama.

Tiffany dijo:

—Qué rollo más chungo. Cheryl dijo:

—¡Y poner la cabeza en mi almohada!

Otros dos no lituanos, belgas, se incorporaron a la cola detrás de Chip. El mero hecho de no ser ya el último de la fila le aportó cierto consuelo. Chip, en francés, les pidió por favor a los belgas que le vigilaran la bolsa y que le guardaran el sitio. Fue al servicio de caballeros, se encerró en un excusado y contó el dinero que le había dado Gitanas.

Eran 29.250 dólares.

Se irritó un poco. Se asustó.

Por el altavoz de los servicios anunciaron, primero en lituano, luego en ruso y al final en inglés, que el vuelo 331 de la LOT, procedente de Varsovia, había sido cancelado.

Chip se guardó veinte billetes de cien en el bolsillo de la camiseta y veinte billetes de cien en la bota izquierda, y se escondió el sobre debajo de la ropa, contra el estómago. Ojalá no le hubiera dado Gitanas ese dinero. Sin dinero, habría tenido una buena razón para quedarse en Vilnius. Ahora, a falta de tal razón, un simple hecho que había permanecido oculto durante las doce semanas anteriores se presentó desnudo en aquel tenderete fecal y urinario. El simple hecho de que le daba miedo volver a casa.

A nadie le gusta percibir la propia cobardía con tanta claridad como Chip percibía ahora la suya. Se puso furioso con el dinero, y con Gitanas por habérselo dado, y con Lituania por haberse venido abajo, pero lo que verdaderamente seguía en pie era el hecho de que le daba miedo volver a casa, y de eso nadie tenía la culpa, sino él.

Recuperó su puesto en la cola de la Finnair, que no se había movido un palmo. Los altavoces anunciaban la cancelación del vuelo 1048 procedente de Helsinki. Se levantó una queja colectiva y los cuerpos se proyectaron hacia delante, dando lugar a que el principio de la cola se achatara contra el mostrador, como un delta.

Cheryl y Tiffany empujaron sus bultos con el pie, para adelantarlos. Chip echó su bolsa hacia atrás. Se sentía de regreso en el mundo, y no hallaba placer en ello. Una especie de luz clínica, una luz de sensatez y fatalidad, cayó sobre las chicas y el equipaje y los empleados de la Finnair, con sus uniformes. No tenía dónde esconderse, Chip. A su alrededor, todo el mundo estaba leyendo una novela. Él llevaba un año sin leer una novela, como mínimo. La perspectiva lo asustaba casi tanto como las Navidades en St. Jude. Lo que él quería era salir de ahí y subirse a un taxi, pero lo más probable era que Gitanas ya hubiese abandonado la ciudad, a esas alturas.

Permaneció bajo aquella luz tan dura hasta las dos de la tarde, luego hasta las dos y media, primera hora de la mañana en St. Jude. Mientras los belgas le guardaban la bolsa, se puso a otra cola e hizo una llamada telefónica pagando con la tarjeta de crédito.

La voz de Enid sonaba pequeña y mal articulada.

—¿Higa?

—Hola, mamá, soy yo.

Inmediatamente le subió la voz, en tono y en volumen.

—¿Chip? ¡Chip! ¡Es Chip, Al! ¡Es Chip! ¿Dónde estás, Chip?

—Estoy en el aeropuerto de Vilnius. Voy camino de casa.

—¡Maravilloso, maravilloso, maravilloso! ¿Cuándo llegas?

—Todavía no tengo billete —dijo él—. Aquí se está viniendo todo abajo. Pero llegaré mañana por la tarde, seguramente, en algún momento. El miércoles, a más tardar.

—¡Maravilloso!

Lo había pillado por sorpresa tanta alegría en la voz de su madre. Si alguna vez supo que podía proporcionar tanta alegría a una persona, llevaba mucho tiempo sin acordarse de ello. Puso buen cuidado en asentar la voz y no pasarse en el número de palabras empleadas. Dijo que volvería a llamar tan pronto como estuviera en un aeropuerto mejor.

—¡Qué noticia tan maravillosa! —dijo Enid—. ¡Estoy muy contenta!

—Vale, pues nos vemos pronto.

La gran noche báltica hibernal ya venía a la carga desde el norte. Veteranos de la cola Finnair ponían en general conocimiento que todos los vuelos del día estaban ya completos y que por lo menos uno de ellos era probable que lo cancelasen, pero Chip esperaba que le bastase con airear un par de billetes de cien dólares para conseguir ese «derecho a ocupar plazas ya ocupadas» que él había escarnecido en lithuania.com. Si no, también podía comprarle el billete a alguien por muchísimo dinero.

Cheryl dijo:

—¡Es que te deja un trasero total, el StairMaster, Tiffany! ¡Total!

Tiffany dijo:

—Ya, pero tienes que ponerlo en pompa. Cheryl dijo:

—Todo el mundo lo pone en pompa. No se puede evitar. Las piernas se cansan. Tiffany dijo:

—¡Hua! ¡Es un StairMaster! Para eso está, para que se te cansen las piernas.

Cheryl miró por una ventana y preguntó, con un fulminante desdén universitario:

—Oye, ¿por qué hay un tanque en la pista de despegue?

Un minuto más tarde, las luces se apagaron y los teléfonos murieron.

Unas últimas Navidades

Abajo en el sótano, en el lado oriental de la mesa de ping-pong, Alfred estaba abriendo una caja de whisky Maker's Mark llena de luces de Navidad. Ya estaban encima de la mesa las medicinas que tenía que tomar y los artilugios para el enema. Tenía una galleta de azúcar que acababa de prepararle Enid y que parecía un terrier, pero que tendría que haber parecido un reno. Tenía una caja de jarabe Log Cabin y dentro de ella las luces grandes de colores con que antes adornaba los tejos del jardín. Tenía una escopeta de corredera en su estuche de lona, y una caja de cartuchos del veinte. Tenía una rara lucidez y estaba dispuesto a utilizarla mientras durase.

La luz umbría de última hora de la tarde permanecía cautiva en los huecos de las ventanas. La caldera se ponía en marcha a cada rato, la casa dejaba escapar calor. El jersey rojo de Alfred le colgaba encima, haciendo pliegues y bultos agudos, como en una percha o en una silla. Sus pantalones de lana gris padecían manchas que a Alfred no le quedaba más remedio que tolerar, porque la única opción era renunciar a sus sentidos, y aún no estaba dispuesto a tanto.

Nada más abrir la caja de Maker's Mark apareció una larga ristra de luces blancas de Navidad, enrollada sin mucho miramiento en un rectángulo de cartón. Olía a moho —por haber estado en el trastero de debajo del porche— y en cuanto la conectó a un enchufe se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Casi todas las bombillas lucían correctamente, pero hacia el centro de la maraña había una zona de bombillas apagadas, una substantia nigra situada a mucha profundidad. Desenrolló la bobina con manos vacilantes, extendiendo el cable sobre la mesa de ping-pong. Al final del todo había un impresentable tramo de bombillas muertas.

Se le hizo evidente lo que esperaba de él la modernidad. La modernidad esperaba que se metiese en el coche y que fuese a una gran superficie y que comprase una ristra nueva. Pero las grandes superficies estaban atiborradas de gente, en esta época del año: tendría que hacer colas de veinte minutos. No era que le molestara esperar, pero Enid no le permitiría coger el coche, ahora, y a Enid sí que le molestaba esperar. Estaba arriba, flagelándose con la adaptación de la casa a los festejos navideños.

Era mejor mantenerse lejos de su vista, pensó Alfred, en el sótano, y trabajar con lo que buenamente tenía. Ofendía su sentido de la proporción y del ahorro tirar a la basura una ristra de luces que estaba bien en un noventa por ciento. Ofendía su sentido de su propia persona, porque Alfred era un individuo de una época de individuos, y una ristra de luces también era, como él, algo individual. Lo de menos era cuánto hubiesen pagado por las luces, poco o mucho: tirarlas era negar su valor y, por ende, en general, el valor de los individuos; incluir voluntariamente en la calificación de basura un objeto que no es basura, y a uno le consta que no lo es.

La modernidad esperaba esa designación, pero Alfred se resistía.

Pero, desgraciadamente, no se le ocurría cómo arreglar las luces. No veía razón para que dejara de funcionar un tramo de quince bombillas. Examinó la transición de luz a oscuridad y no percibió ningún cambio en la cableado entre la última bombilla que se encendía y la primera que no se encendía. Podía seguir los vericuetos y trenzados de los tres cables. Era un circuito semiparalelo, de una complejidad cuyo motivo no alcanzaba a discernir.

En los viejos tiempos, las luces de Navidad venían en ristras cortas que luego se conectaban en serie. Bastaba con que una sola bombilla se fundiera, o se aflojara, para que saltase el circuito entero y todo el conjunto se apagara. Uno de los rituales navideños de Gary y Chip consistía en ir apretando uno por uno cada pequeño bulbo con casquillo de cobre, cuando una ristra no funcionaba, hasta localizar al culpable del apagón. (¡Qué alegría se llevaban los chicos cada vez que resucitaba una ristra!) Cuando Denise fue lo bastante mayor como para echar una mano en la tarea, la tecnología ya había evolucionado. Los cables iban en paralelo, y las bombillas llevaban bases de plástico en las que encajaban a presión. El hecho de que una bombilla fallase no afectaba al resto de la comunidad, y además el fallo se localizaba instantáneamente, permitiendo una rápida sustitución.

Las manos de Alfred rotaban en las muñecas como las aspas gemelas de una batidora de huevos. Apañándoselas del mejor modo posible, fue recorriendo el cable con los dedos, apretando y retorciendo los hilos según avanzaba… ¡Y el tramo apagado se encendió! El conjunto quedaba completo.

¿Qué había hecho?

Alisó la ristra contra la mesa de ping-pong. Casi inmediatamente, el tramo defectuoso volvió a apagarse. Intentó resucitarlo como antes, a base de presionar y de aplicar golpéenos por aquí y por allá, pero esta vez no tuvo suerte.

(Te metes el cañón de la escopeta en la boca y le das al interruptor).

Repasó el trenzado de aquellos cables de insípido color oliváceo. Incluso ahora, en lo más extremado de su aflicción, se sentía capaz de sentarse a la mesa, con lápiz y papel, y volver a inventar los principios básicos del circuito eléctrico. Por el momento, estaba seguro de su capacidad para conseguirlo; pero la tarea de descifrar un circuito paralelo era mucho más desalentadora que, pongamos por caso, la tarea de coger el coche, ir a una gran superficie y ponerse a la cola. La tarea mental requería el redescubrimiento inductivo de preceptos básicos; requería el recableado de su propio circuito cerebral. Ya era maravilloso que semejante cosa pudiera concebirse —que un anciano desmemoriado, solo en el sótano de su casa, con su escopeta y su galleta de azúcar y su sillón azul de buen tamaño, pudiera espontáneamente regenerar un circuito orgánico lo bastante complejo como para comprender la electricidad—, pero la
energía
que semejante inversión de entropía podía costarle rebasaba con mucha amplitud la energía a que le era dable acceder comiéndose la galleta de azúcar. Quizá comiéndose una caja entera de galletas de azúcar, de golpe, lograra recuperar su conocimiento de los circuitos paralelos y, así, comprender el extraño cableado triple de aquellas lucecitas infernales. Pero, Dios mío, lo que puede uno cansarse.

Sacudió los cables y las luces apagadas recuperaron la lozanía. Volvió a sacudirlos y volvió a sacudirlos, sin que se apagaran las luces. Pero, cuando acabó de enrollar otra vez la ristra en su improvisado carrete, lo más profundo estaba oscuro de nuevo. Doscientas bombillitas resplandecían, y la modernidad se empeñaba en que las tirase a la basura.

Le vino la sospecha de que aquella técnica, en algo, en alguna de sus partes, era una estupidez, o un truco de perezosos. Un ingeniero joven había eliminado algún paso intermedio, sin pensar en las consecuencias que él, ahora, estaba padeciendo. Pero, como no comprendía la técnica, tampoco podía averiguar la naturaleza del fallo, ni tomar las medidas necesarias para subsanarlo.

O sea que las puñeteras lucecitas lo tenían convertido en una víctima, y no había puñetera cosa que él pudiera hacer para solucionarlo, excepto echarse a la calle y gastar dinero.

Viene uno provisto, desde pequeño, de una voluntad de arreglar las cosas por uno mismo y de un respeto hacia los objetos físicos individuales, pero, al final, hay algo en la maquinaria interna (incluida la maquinaria mental, como esa voluntad y ese respeto) que se queda obsoleto, y, en consecuencia, por mucho que a uno le queden aún ciertas partes que siguen funcionando bien, no sería descabellado defender la opción de arrojar la máquina humana entera a la basura.

Other books

It's a Wonderful Knife by Christine Wenger
Trauma Queen by Barbara Dee
Running Scared by Ann Granger
Passion's Promise by Danielle Steel