Las cruzadas vistas por los árabes (26 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Y, sin embargo, al año siguiente se reanudará la carrera hacia el Nilo, como una especie de fatalidad. Al abandonar El Cairo, a Amalrico le había parecido oportuno dejar allí un destacamento de caballeros encargados de velar por la correcta aplicación del tratado de alianza. Una de sus principales misiones consistía en controlar las puertas de la ciudad y proteger a los funcionarios francos encargados de recaudar el tributo anual de cien mil dinares que Shawar se había comprometido a pagar al reino de Jerusalén. Tan pesado impuesto, sumado a la prolongada presencia de aquella fuerza extranjera, no podía por menos de provocar el resentimiento de los ciudadanos.

Por tanto, la opinión se ha ido movilizando, poco a poco, en contra de los ocupantes. Se rumorea, incluso en los círculos próximos al califa, que una alianza con Nur al-Din sería un mal menor. Comienzan a circular mensajes, a espaldas de Shawar, entre El Cairo y Alepo. El hijo de Zangi, que no tiene mucha prisa por intervenir, se conforma con observar las reacciones del rey de Jerusalén.

Los caballeros y los funcionarios francos instalados en la capital egipcia no pueden ignorar este rápido incremento de la hostilidad y se asustan. Envían mensajes a Amalrico para que venga en su ayuda. Al principio el monarca vacila, la prudencia le aconseja que retire la guarnición de El Cairo y se conforme con tener por vecino un Egipto neutral e inofensivo, pero su temperamento lo vuelve propenso a la huida hacia adelante. Animado por la reciente llegada a Oriente de gran número de caballeros occidentales impacientes por «alancear sarracenos», en octubre de 1168, se decide a lanzar, por cuarta vez, a su ejército contra Egipto.

Esta nueva campaña comienza con una matanza tan espantosa como gratuita. Los occidentales se apoderan de la ciudad de Bilbays, donde, sin razón alguna, asesinan a los habitantes, hombres, mujeres y niños, tanto musulmanes como cristianos de rito copto. Como dirá acertadamente Ibn al-Atir,
si los frany se hubieran comportado mejor en Bilbays, hubieran podido tomar El Cairo con gran facilidad, pues los notables de la ciudad estaban dispuestos a entregarla pero al ver las matanzas de Bilbays, la gente decidió resistir hasta el final
. De hecho, al acercarse los invasores, Shawar ordena que prendan fuego al casco viejo de la ciudad de El Cairo. Se vierten veinte mil jarras de nafta sobre los comercios, las casas, los palacios y las mezquitas. Se evacúa a los habitantes a la ciudad nueva, que habían fundado los fatimitas en el siglo X y que alberga, esencialmente, los palacios, las administraciones, los cuarteles, así como la universidad religiosa de Al-Azhar. Durante cincuenta y cuatro días el incendio causa estragos.

Entre tanto, el visir ha intentado mantenerse en contacto con Amalrico para convencerlo de que renuncie a su loca empresa. Espera conseguirlo sin una nueva intervención de Shirkuh, pero en El Cairo su partido va debilitándose. Especialmente el califa al-Adid toma la iniciativa de mandar una carta a Nur al-Din pidiéndole que se apresure a socorrer Egipto. Para conmover al hijo de Zangi, el soberano fatimita incluye en su carta mechones de pelo:
Son
—explica
— los cabellos de mis mujeres. Te suplican que acudas a sustraerlas a los ultrajes de los frany
.

Conocemos la reacción de Nur al-Din ante este angustioso mensaje gracias a un testimonio particularmente valioso, nada menos que el de Saladino, citado por Ibn al-Atir:

Cuando llegó la llamada de al-Adid, Nur al-Din me convocó y me informó de lo que ocurría. Luego me dijo: «Ve a ver a tu tío Shirkuh a Homs y dile que acuda cuanto antes, pues este asunto no admite demora alguna.» Salí de Alepo y a una milla de la ciudad me encontré a mi tío, que acudía precisamente por este motivo. Nur al-Din le ordenó que se preparara para salir hacia Egipto.

El general kurdo le pide entonces a su sobrino que lo acompañe, pero Saladino rehúsa.

Respondí que no había olvidado en absoluto los sufrimientos que había padecido en Alejandría. Mi tío le dijo entonces a Nur al-Din: «¡Es completamente necesario que Yusuf me acompañe!» y Nur al-Din, por tanto, repitió sus órdenes. Aunque le expuse la precaria situación económica en que me encontraba, mandó que me dieran dinero y tuve que partir como un hombre al que conducen hacia la muerte.

Esta vez no van a enfrentarse Shirkuh y Amalrico. Impresionado por la determinación de los cairotas, que están dispuestos a destruir su ciudad antes que a entregársela, y temiendo que el ejército de Siria lo ataque por la espalda, el rey franco vuelve a Palestina el 2 de enero de 1169. Seis días después, el general kurdo llega a El Cairo, donde, tanto la población como los dignatarios fatimitas, lo reciben como a un salvador. El propio Shawar parece alegrarse, pero nadie se deja engañar. Aunque haya combatido contra los frany durante las últimas semanas, se lo considera amigo de éstos y hay que hacérselo pagar. El 18 de enero, sin más tardanza, cae en una emboscada, lo secuestran en una tienda y Saladino lo mata con sus propias manos, con la aprobación por escrito del califa. Ese mismo día Shirkuh ocupa su puesto de visir. Cuando, vestido de seda bordada, se presenta en la residencia de su predecesor para instalarse en ella, no encuentra ni un almohadón donde sentarse. Al anunciarse la muerte de Shawar, lo han saqueado todo.

El general kurdo necesitó tres campañas para convertirse en el auténtico amo de Egipto, pero esta felicidad tiene los días contados: el 23 de marzo, dos meses después de su triunfo, y tras una comida demasiado copiosa, se siente indispuesto, con una atroz sensación de ahogo. Muere unos instantes después. Es el final de una epopeya, pero el comienzo de otra, cuyo eco será infinitamente mayor.

Al morir Shirkuh —contará Ibn al-Atir—, los consejeros del califa il-Adid le sugirieron que escogiera a Yusuf como nuevo visir porque era el más joven y parecía el más inexperto y el más débil le los emires del ejército.

De hecho, se convoca a Saladino al palacio del soberano, donde recibe el título de al-malik an-naser, «el rey victorioso», así como los atributos distintivos de los visires: un turbante blanco con un broche de oro, un traje con una túnica forrada de escarlata, una espada incrustada de pedrería, una yegua alazana con una silla y una brida adornadas de oro cincelado, perlas y otros muchos objetos preciosos. Al salir del palacio, se dirige con una gran comitiva hacia la residencia del visir.

En pocas semanas, Yusuf consigue imponerse: elimina a los funcionarios fatimitas cuya lealtad le parece dudosa, los sustituye por personas de su entorno, reprime con rigor una revuelta de las tropas egipcias, y, finalmente, en octubre de 1169, rechaza una lamentable invasión franca dirigida por Amalrico, que ha venido a Egipto por quinta y última vez con la esperanza de apoderarse del puerto de Damieta, en el delta del Nilo. Manuel Comneno, intranquilo al ver a un lugarteniente de Nur al-Din al frente del Estado fatimita, ha concedido a los frany el apoyo de la flota bizantina, pero los rum no tienen suficientes provisiones y sus aliados se niegan a proporcionárselas. Al cabo de unas semanas, Saladino puede entablar conversaciones con ellos y persuadirlos fácilmente de que pongan fin a una empresa que había comenzado demasiado mal.

No ha sido necesario, pues, esperar a finales de 1169 para que Yusuf sea el dueño innegable de Egipto. En Jerusalén, Morri se promete a sí mismo aliarse con el sobrino de Shirkuh en contra del principal enemigo de los frany, Nur al-Din. El optimismo del rey puede parecer excesivo, pero no carece de fundamento, ya que es cierto que Saladino ha empezado en seguida a distanciarse de su señor. Evidentemente, le reitera continuamente su fidelidad y su sumisión, pero la autoridad efectiva sobre Egipto no puede ejercerse desde Damasco o desde Alepo.

Las relaciones entre ambos hombres acabarán por tomar una intensidad realmente dramática. A pesar de lo sólido que es su poder en El Cairo, Yusuf no se atreverá nunca a enfrentarse directamente con su superior. Y cuando el hijo de Zangi lo insta a que tengan un encuentro, siempre lo evitará, no por miedo a caer en una trampa, sino por temor a ablandarse si se halla en presencia de su señor.

La primera crisis grave estalla durante el verano de 1171, cuando Nur al-Din le exige al joven visir la abolición del califato fatimita. Como musulmán sunní, el señor de Siria no puede admitir que la autoridad espiritual de una dinastía «hereje» siga ejerciéndose en una tierra que depende de él. Envía pues varios mensajes en este sentido a Saladino, pero éste se muestra reticente. Teme ir en contra de los sentimientos de la población, chiita en gran parte, y enfrentarse a los dignatarios fatimitas. Por otra parte, no ignora que su autoridad legítima como visir le viene del califa al-Adid y teme perder, si lo destrona, aquello que garantiza oficialmente su poder en Egipto, en cuyo caso volvería a ser un simple representante de Nur al-Din. Además, ve en la insistencia del hijo de Zangi más una tentativa de refrenarlo políticamente que un fervoroso acto religioso. En el mes de agosto, las exigencias del señor de Siria en lo que a la abolición del califato chiita se refiere, se han convertido en una orden terminante.

Acorralado, Saladino empieza a tomar medidas para hacer frente a las reacciones hostiles de la población y llega incluso a preparar una proclama pública anunciando el derrocamiento del califa, pero sigue dudando en difundirla. Al-Adid, aunque tiene veinte años, está muy enfermo, y Saladino, que se ha convertido en su amigo, no se decide a traicionar su confianza. De repente, el viernes 10 de septiembre de 1171, un habitante de Mosul que está visitando El Cairo entra en una mezquita y, subiendo al púlpito antes que el predicador, reza la oración en nombre del califa abasida. Curiosamente nadie reacciona, ni en el momento ni durante los días siguientes. ¿Se trata de un agente enviado por Nur al-Din para poner en un aprieto a Saladino? Es posible. En cualquier caso, tras este incidente, el visir, independientemente de sus escrúpulos, ya no puede diferir su decisión. Al viernes siguiente se dan órdenes de no volver a mencionar a los fatimitas en las plegarias. Al-Adid yace a la sazón en su lecho de muerte, medio inconsciente, y Yusuf prohíbe a todo el mundo que le comuniquen la nueva. «Si se cura —les dice—, tiempo tendrá de enterarse. Y si no, dejadlo morir en paz.» De hecho, al-Adid se extinguirá poco tiempo después sin haberse enterado del triste fin de su dinastía.

La caída del califato chiita, tras dos siglos de un reinado en ocasiones glorioso, va a suponer, como era de esperar, una prueba inmediata para la secta de los asesinos que, como en tiempos de Hasan as-Sabbah, esperaba de nuevo que los fatimitas salieran de su letargo para inaugurar una nueva edad de oro del chiismo. Viendo que ese sueño se esfumaba para siempre, sus adeptos se quedaron tan desorientados que su jefe en Siria, Rashid al-Din Sinan, «el viejo de la montaña», envía un mensaje a Amalrico para anunciarle que está dispuesto, junto con sus partidarios, a convertirse al cristianismo. Los asesinos poseen en ese momento varias fortalezas y aldeas en el centro de Siria, donde llevan una vida relativamente tranquila, y parece que han renunciado, desde hace años, a las operaciones espectaculares. Evidentemente Rashid al-Din dispone aún de equipos de criminales perfectamente entrenados, así como de devotos predicadores, pero muchos adeptos de la secta se han convertido en bondadosos campesinos que, con frecuencia, se ven obligados a pagar un tributo regular a la orden de los Templarios.

Al prometer la conversión, el «viejo» espera, entre otras cosas, que sus fieles queden exentos del tributo que sólo obliga a los no cristianos. Los Templarios, que no se aman sus intereses financieros a la ligera, siguen con preocupación esos contactos entre Amalrico y los asesinos. En cuanto empieza a perfilarse el acuerdo, deciden hacerlo fracasar. Un día de 1173, cuando los enviados de Rashid al-Din vuelven de una entrevista con el rey, los Templarios les tienden una emboscada y los matan. Nunca más volverá a hablarse de la conversión de los asesinos. Dejando este episodio aparte, la abolición del califato fatimita tiene una consecuencia tan importante como imprevista: le proporciona a Saladino una dimensión pública que no poseía hasta el momento. Está claro que Nur al-Din no se esperaba tal resultado. La desaparición del califa, en lugar de reducir a Yusuf al papel de un simple presentante del señor de Siria, lo convierte en el soberano efectivo de Egipto y en el legítimo guardián de los caudalosos tesoros acumulados por la depuesta dinastía. A partir de ese momento, las relaciones entre ambos hombres no dejarán de enconarse.

Poco después de estos acontecimientos, mientras Saladino está dirigiendo, al este de Jerusalén, una audaz expedición contra la fortaleza franca de Shawbak, cuando rece que la guarnición está a punto de capitular, Saladino se entera de que Nur al-Din viene a reunirse con él, a cabeza de sus tropas, para participar en las operaciones. Sin esperar un instante, Yusuf ordena a sus hombres que levanten el campo y que vuelvan a marchas forzadas a El Cairo. Pone como pretexto, en una carta al hijo de Zangi, que han estallado revueltas en Egipto que lo han obligado a esta precipitada marcha.

Pero Nur al-Din no se deja engañar. Acusando a Saladino de felonía y traición, jura que irá en persona al país del Nilo para poner las cosas en orden. Inquieto, el joven visir reúne a sus colaboradores más próximos, entre los cuales se halla su propio padre Ayyub, y los consulta acerca de la actitud que habrá que adoptar si Nur al-Din ejecuta su amenaza. Algunos emires se declaran dispuestos a tomar las armas contra el hijo de Zangi, y el propio Saladino parece compartir tal opinión, pero Ayyub interviene, estremecido por la ira. Interpelando a Yusuf como si no fuera más que un chiquillo, declara: «Soy tu padre, y si hay alguien aquí que te quiera y desee tu bien, ése soy yo. Pero entérate de que si llegara Nur al-Din, nada podría impedirme que me prosternase y besase el suelo que pisa. Si me ordenara que te cortara la cabeza con mi sable, lo haría. Pues esta tierra es suya. Vas a escribirle lo que sigue: Me he enterado de que querías dirigir una expedición hacia Egipto pero no lo necesitas; este país es tuyo y basta con que me envíes un correo o un camello para que yo acuda como hombre humilde y sumiso.»

Al concluir esta reunión, Ayyub vuelve a sermonear a su hijo en privado: «Por Dios que si Nur al-Din quisiera quitarte una pulgada de tu territorio, lucharía con él hasta la muerte. Pero, ¿por qué te muestras abiertamente ambicioso? ¡El tiempo corre a tu favor, deja que actúe la Providencia!» Convencido, Yusuf envía a Siria el mensaje que ha propuesto su padre, y Nur al-Din, tranquilizado, renuncia
in extremis
a su expedición de castigo. Sin embargo, instruido por esta alerta, Saladino manda a uno de sus hermanos, Turan Shan, al Yemen con la misión de conquistar esta tierra montañosa del suroeste de Arabia para preparar para la familia de Ayyub un refugio en caso de que el hijo de Zangi pensara de nuevo en hacerse con el control de Egipto. Y el Yemen será ocupado sin gran dificultad… «en nombre de Nur al-Din».

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