Las cruzadas vistas por los árabes

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

 

Basándose en los testimonios de los historiadores y cronistas árabes de la época, Amin Maalouf relata la historia de las cruzadas tal y como las vieron y vivieron en «el otro campo», es decir, en el lado musulmán, un punto de vista hasta ahora olvidado. LAS CRUZADAS VISTAS POR LOS ÁRABES abarca el periodo comprendido entre la llegada de los primeros cruzados a Tierra Santa en 1096 y la toma de Acre por el sultán Jalil en 1291, dos agitados siglos que dieron forma a Occidente y al mundo árabe y que aún hoy siguen condicionando sus relaciones.

Amin Maalouf

Las cruzadas vistas por los árabes

ePUB v1.1

Himali
30.12.11

Título original:
Les croisades vues par les Arabes

Amin Maalouf, 1983

Traducción: María Teresa Gallego y María Isabel Reverte

Diseño portada: Alianza Editorial

Páginas: 275

Editor original: Haku (v1.0)

Segundo editor: Himali (v1.1)

Corrección de erratas: Himali

ePub base v2.0

A Andreé

Introducción

Este libro parte de una idea sencilla: contar la historia de las cruzadas tal y como las vieron, vivieron y relataron en «el otro campo», es decir, en el lado árabe. Su contenido se basa, casi exclusivamente, en los testimonios de los historiadores y cronistas árabes de la época.

Estos últimos no hablan de cruzadas, sino de guerras o de invasiones francas. La palabra que designa a los francos se transcribe de forma diferente según las regiones, los autores y los períodos: farany, faranyat, ifrany, infranyat… Para unificar, hemos elegido la forma más concisa, la que sigue utilizándose, de forma preferente, en la actualidad en el habla popular para nombrar a los occidentales y, más concretamente, a los franceses: frany.

El deseo de no recargar el relato con las numerosas notas que se imponen —bibliográficas, históricas o de otro tipo— nos ha llevado a dejarlas para el final, donde aparecen agrupadas por capítulos. Su lectura resultará útil a quienes quieran saber más, pero no son en modo alguno indispensables para la comprensión del relato, que pretende resultar accesible para todo el mundo. Pues, más que un nuevo libro de historia, hemos pretendido escribir, partiendo de un punto de vista preterido hasta ahora, «la auténtica novela» de las cruzadas, de esos dos agitados siglos que dieron forma a Occidente y al mundo árabe, y que hoy en día siguen condicionando sus relaciones.

Prólogo

Bagdad, agosto de 1099

Sin turbante, con la cabeza afeitada en señal de luto, el venerable cadí Abu-Saad al-Harawi entra gritando en el espacioso diván del califa al-Mustazhir-billah. Lo acompaña una muchedumbre de acólitos, jóvenes y viejos. Éstos aprueban ruidosamente cada una de sus palabras y ofrecen, igual que él, el provocador espectáculo de una abundante barba bajo un cráneo rasurado. Algunos dignatarios de la corte intentan calmarlo, pero, apartándolos con gesto desdeñoso, avanza resueltamente hacia el centro de la sala y, a continuación, con la vehemente elocuencia de un predicador desde lo alto del púlpito, sermonea a todos los presentes, sin hacer distinción de rango:

—¿Osáis dormitar a la sombra de una placentera seguridad, en medio de una vida frívola como la flor del jardín, mientras que vuestros hermanos de Siria no tienen más morada que las sillas de los camellos o las entrañas de los buitres? ¡Cuánta sangre vertida! ¡Cuántas hermosas doncellas por vergüenza, han tenido que ocultar su dulce rostro entre las manos! ¿Acaso los valerosos árabes se resignan a la ofensa y los ardidos persas aceptan el deshonor?

«Era un discurso que hacía llorar los ojos y conmovía los corazones», dirán los cronistas árabes. Toda la concurrencia se estremece entre gemidos y lamentaciones. Pero al-Harawi no desea sus sollozos.

—La peor arma del hombre —grita— es verter lágrimas cuando las espadas están atizando el fuego de la guerra.

Si ha hecho el viaje desde Damasco hasta Bagdad, tres largas semanas de verano bajo el implacable sol del desierto sirio, no ha sido para mendigar lástima sino para avisar a las más altas autoridades del Islam de la calamidad que acaba de abatirse sobre los creyentes y para decirles que intervengan sin dilación para detener la matanza. «Nunca se han visto los musulmanes humillados de esta manera —repite al-Harawi—, nunca, antes de ahora, han visto sus territorios tan salvajemente asolados.» Los hombres que lo acompañan han huido de las ciudades saqueadas por el invasor; algunos de ellos cuentan entre los escasos supervivientes de Jerusalén. Los ha traído consigo para que puedan contar, con su propia voz, el drama que han vivido un mes antes.

En efecto, el viernes 22 de shabán del año 492 de la hégira, el 15 de julio de 1099, los frany se han apoderado de la ciudad santa tras un asedio de cuarenta días. Los exiliados aún tiemblan cada vez que lo refieren, y la mirada se les queda fija, como si todavía tuvieran ante la vista a esos guerreros rubios cubiertos de armaduras que se dispersan por las calles, con las espadas desenvainadas, degollando a hombres, mujeres y niños, pillando las casas y saqueando las mezquitas.

Cuando, dos días después, cesó la matanza, ya no quedaba ni un solo musulmán dentro de las murallas. Algunos aprovecharon la confusión para escabullirse a través de las puertas, que los asaltantes habían echado abajo. Los demás yacían a miles en medio de charcos de sangre en el umbral de sus casas o en las proximidades de las mezquitas. Había entre ellos gran número de imanes, de ulemas y de ascetas sufíes que habían abandonado sus países para ir a vivir un piadoso retiro en esos lugares santos. A los últimos supervivientes los obligaron a llevar a cabo la peor de las tareas: llevar a cuestas los cadáveres de los suyos, amontonarlos sin sepultar en terrenos baldíos y quemarlos a continuación antes de que los mataran a ellos también o los vendieran como esclavos.

La suerte que corrieron los judíos de Jerusalén fue igualmente atroz. En las primeras horas de la batalla, muchos de ellos participaron en la defensa de su barrio, la judería, situado al norte de la ciudad. Pero cuando se desplomó el lienzo de muralla que dominaba sus casas y los caballeros rubios empezaron a invadir las calles, los judíos enloquecieron. La comunidad entera, repitiendo un gesto ancestral, se reunió en la principal sinagoga para orar. Los frany bloquearon las salidas y, a continuación, apilando haces de leña todo alrededor, le prendieron fuego. A los que intentaban salir los mataban en las callejas próximas. Los demás se quemaban vivos.

Unos días después del drama, llegaron a Damasco los primeros refugiados de Palestina, llevando con infinitas precauciones el Corán de Othman, uno de los ejemplares más antiguos del libro sagrado. A continuación, fueron acercándose a su vez a la metrópoli siria los supervivientes de Jerusalén. Al divisar a lo lejos la silueta de los tres minaretes de la mezquita omeya, que se recortan por encima de las murallas cuadradas, desplegaron las alfombras de oración y se prosternaron para dar gracias al Todopoderoso por haberles alargado así la vida, cuyo fin creían llegado. En su calidad de gran cadí de Damasco, Abu Saad al-Harawi recibió bondadosamente a los refugiados. Este magistrado de origen afgano es la personalidad más respetada de la ciudad; prodigó consejos y reconfortó a los palestinos. Según él, un musulmán no tiene que avergonzarse por haber tenido que huir de su tierra. ¿No fue el primer refugiado del Islam el mismísimo profeta Mahoma, que tuvo que abandonar su ciudad natal, La Meca, cuya población le era hostil, para buscar refugio en Medina, donde la nueva religión tenía mejor acogida? ¿Y no fue acaso desde su ciudad de exilio desde donde lanzó la guerra santa, el yihad, para liberar a su patria de la idolatría? Los refugiados, por tanto, deben ser muy conscientes de que son los combatientes de la guerra santa, los muyahidin por excelencia, tan venerados en el Islam que la emigración del Profeta, la hégira, se eligió como punto de partida de la era musulmana.

Para muchos creyentes, el exilio es incluso un deber imperativo en caso de ocupación. El gran viajero Ibn Yubayr, un árabe de España que visitará Palestina casi un siglo después del comienzo de la invasión franca, se escandalizará al ver que algunos musulmanes, «subyugados por el amor al suelo natal», se resignan a vivir en territorio ocupado. «No hay —dirá—, para un musulmán, excusa alguna ante Dios para vivir en una ciudad incrédula, salvo que sólo esté de paso. En tierras del Islam, está al abrigo de las tribulaciones y los males a los que se ve sometido en los países de los cristianos, como oír, por ejemplo, palabras repugnantes acerca del Profeta, especialmente de boca de los más necios, hallarse en la imposibilidad de purificarse y vivir entre los cerdos y tantas cosas ilícitas. ¡Guardaos, guardaos de penetrar en sus territorios! Hay que pedir a Dios perdón y misericordia por semejante falta. Uno de los horrores que llaman la atención a cualquiera que viva en el país de los cristianos es ver cómo van tropezando con los grilletes los prisioneros musulmanes, a quienes dedican a los trabajos duros y tratan como esclavos, así como contemplar a las cautivas musulmanas con argollas de hierro en los pies. Se parten los corazones al verlos, pero la conmiseración no les sirve de nada.»

Aunque exageradas desde el punto de vista de la doctrina, las palabras de Ibn Yubayr son fiel reflejo de la actitud de aquellos miles de refugiados de Palestina y del norte de Siria concentrados en Damasco en aquel mes de julio de 1099. Pues, aunque es evidente que han abandonado sus casas con el corazón destrozado, están decididos a no volver a sus países antes de la marcha definitiva del ocupante y resueltos a despertar la conciencia de sus hermanos en todas las regiones del Islam.

De no ser así, ¿por qué habrían venido a Bagdad conducidos por al-Harawi? ¿No es acaso hacia el califa, el sucesor del Profeta, hacia quien deben volverse los musulmanes en los momentos difíciles? ¿No es acaso hacia el príncipe de los creyentes hacia quien deben elevarse sus lamentos y quejas?

En Bagdad, la decepción de los refugiados va a ser proporcional a sus esperanzas. El califa al-Mustazhir-billah empieza por expresarles su profunda simpatía y su extrema compasión antes de encargar a seis altos dignatarios de la corte que efectúen una investigación sobre esos enojosos acontecimientos. ¿Es necesario mencionar que nunca más se volverá a oír hablar de esa comisión de sabios?

El saco de Jerusalén, punto de partida de una hostilidad milenaria entre el Islam y Occidente, no provocará, en el primer momento, sobresalto alguno. Habrá que esperar casi medio siglo a que el Oriente árabe se movilice frente al invasor y a que la llamada al yihad lanzada por el cadí de Damasco en el diván del califa se conmemore como el primer acto solemne de resistencia.

Al comienzo de la invasión, pocos árabes valoran de entrada, como lo hace al-Harawi, la magnitud de la amenaza procedente del Oeste. Algunos se adaptan incluso con excesiva rapidez a la nueva situación. La mayoría se limitan a intentar sobrevivir, llenos de amargura pero resignados. Algunos se convierten en observadores más o menos lúcidos e intentan comprender esos acontecimientos tan imprevistos como novedosos. El más interesante de ellos es el cronista de Damasco, Ibn al-Qalanisi, un joven culto procedente de una familia de notables. Temprano espectador, tiene veintitrés años en 1096 cuando los frany llegan a Oriente y se dedica a consignar regularmente por escrito los acontecimientos de los que va enterándose. Su crónica cuenta fielmente, sin excesiva pasión, la marcha de los invasores, tal y como se la percibe desde su ciudad.

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