Las cruzadas vistas por los árabes (5 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

En Siria, cuando llegan los frany, la vida política está envenenada por la «guerra de los dos hermanos», dos curiosos personajes que parecen haber salido directamente de la imaginación de un cuentista popular: Ridwan, rey de Alepo, y su hermano menor Dukak, rey de Damasco, que se tienen un odio tan tenaz que nada, ni siquiera una amenaza común, puede permitirles pensar en reconciliarse. En 1097, Ridwan tiene algo más de veinte años, pero ya está rodeado de un halo de misterio, y circulan sobre él las leyendas más aterradoras. Bajo, delgado, de mirada severa y a veces temerosa, al parecer ha caído —nos dice Ibn al-Qalanisi— bajo la influencia de un «médico astrólogo», que pertenece a la orden de los asesinos, una secta que acaba de crearse y que va a desempeñar un papel relevante a todo lo largo de la ocupación franca. Se acusa al rey de Alepo, no sin razón, de utilizar a esos fanáticos para eliminar a sus adversarios. Crímenes, impiedad, brujería: Ridwan provoca la desconfianza de todos, pero es en el seno de su propia familia donde suscita el mayor odio. Con ocasión de su subida al trono, en 1095, ha mandado estrangular a dos de sus hermanos menores, por miedo a que un día le disputaran el poder; si el tercero ha salvado la vida es porque ha huido de la alcazaba de Alepo la misma noche en que las potentes manos de los esclavos de Ridwan tenían que cerrarse alrededor de su garganta. Este superviviente era Dukak, que desde entonces siente por su hermano mayor un odio ciego. Tras la huida, se ha refugiado en Damasco, cuya guarnición lo ha proclamado rey. Este joven veleidoso, influenciable, colérico, de salud frágil, vive obsesionado por la idea de que su hermano quiere asesinarlo. Cogido entre estos dos príncipes medio locos, Yaghi Siyan no tiene la tarea fácil. Su vecino inmediato es Ridwan, cuya capital, Alepo, una de las ciudades más antiguas del mundo, se encuentra a menos de tres días de Antioquía. Dos años antes de la llegada de los frany, Yaghi Siyan le ha dado a su hija en matrimonio. Pero en seguida ha comprendido que ese yerno codiciaba sus dominios y ha empezado, a su vez, a temer por su vida. Al igual que a Dukak, le obsesiona la secta de los asesinos. Como el peligro común ha unido naturalmente a ambos hombres, es hacia el rey de Damasco hacia el que se vuelve en primer lugar Yaghi Siyan cuando los frany avanzan hacia Antioquía.

Pero Dukak vacila. No es que los frany lo asusten, asegura, pero no le apetece llevar a sus ejércitos a las cercanías de Alepo y dar así a su hermano la ocasión de tomarlo de revés. Yaghi Siyan, que sabe cuán penoso resulta arrancarle una decisión a su aliado, se ha empeñado en mandarle a su hijo Shams ad-Dawla —«el sol del Estado»—, un joven brillante, fogoso, apasionado, que nunca ceja en su empeño. Shams pone sitio sin tregua al palacio real hostigando a Dukak y a sus consejeros, usando unas veces la lisonja y otras las amenazas. Sin embargo, hasta diciembre de 1097, dos meses después del comienzo de la batalla de Antioquía, no accede el señor de Damasco, de mala gana, a ponerse en camino con su ejército hacia el norte. Le acompaña Shams; sabe que en una semana de camino Dukak tiene tiempo de sobra de cambiar de opinión. De hecho, a medida que avanza, el joven soberano se va poniendo nervioso. El 31 de diciembre, cuando el ejército de Damasco ya ha cubierto las dos terceras partes del trayecto, se encuentra con una tropa franca que ha venido a forrajear por la zona. A pesar de su clara ventaja numérica y de la relativa facilidad con que ha conseguido cercar al enemigo, Dukak renuncia a dar la orden de ataque, lo que supone dar a los frany, por un momento desconcertados, el tiempo necesario para recobrarse y romper el cerco. Cuando el día toca a su fin, no hay ni vencedor ni vencido, pero los damascenos han perdido más hombres que sus adversarios: Dukak no necesita más para desanimarse y, a pesar de las súplicas desesperadas de Shams, ordena inmediatamente a sus hombres que den media vuelta.

En Antioquía, la defección de Dukak provoca la mayor amargura, pero los defensores no renuncian. En estos primeros días de 1098, donde, curiosamente, reina el desconcierto es en el campo de los sitiadores. Muchos espías de Yaghi Siyan han conseguido infiltrarse entre el enemigo. Algunos de estos informadores actúan por odio a los rum, pero la mayoría son cristianos de la ciudad que esperan atraerse de este modo los favores del emir. Han dejado a sus familias en Antioquía y tratan de garantizar su seguridad. Las noticias que traen son reconfortantes para la población: mientras las provisiones de los sitiados siguen siendo abundantes, los frany padecen hambre. Se cuentan ya entre ellos cientos de muertos y han matado a la mayoría de las cabalgaduras. La expedición que se ha enfrentado con el ejército de Damasco tenía precisamente el cometido de encontrar algunos corderos, algunas cabras y de saquear los graneros. Al hambre se añaden otras calamidades que van minando cada día un poco más la moral de los invasores. La lluvia cae sin cesar, justificando el apodo grosero de «meona» que dan los sirios a Antioquía. El campamento de los sitiadores está totalmente enfangado; además, el suelo no deja de temblar. La gente de la región está acostumbrada, pero a los frany los aterra; hasta la ciudad llega el gran rumor de sus oraciones, cuando se reúnen para invocar al cielo creyendo ser víctimas de un castigo divino. Se dice que para aplacar la cólera del Altísimo han decidido expulsar a las prostitutas de su campamento, cerrar las tabernas y prohibir los juegos de dados. Las deserciones son numerosas, incluso entre los jefes.

Evidentemente, semejantes noticias refuerzan la combatividad de los defensores, y proliferan las salidas audaces. Como dirá Ibn al-Atir,
Yaghi Siyan manifestó un valor, una prudencia y una firmeza admirable
. Y, llevado por su entusiasmo, añade el historiador árabe:
La mayoría de los frany perecieron. ¡Si hubieran seguido siendo tan numerosos como a su llegada, hubieran ocupado todos los países del Islam!
Exageración cómica, pero que rinde un homenaje merecido al heroísmo de la guarnición de Antioquía, que va a llevar sola, durante largos meses, el peso de la invasión.

Los refuerzos siguen haciéndose esperar. En enero de 1098, dolido por la apatía de Dukak, Yaghi Siyan se ve obligado a volverse hacia Ridwan. Shams ad-Dawla es quien recibe de nuevo la penosa misión de presentar sus más humildes excusas al rey de Alepo, de escuchar sin rechistar todos sus sarcasmos y de suplicarle en nombre del Islam y de sus lazos de parentesco que se digne enviar sus tropas para salvar Antioquía. Shams sabe muy bien que su real cuñado es totalmente insensible a ese tipo de argumentos y que preferiría cortarse una mano a tendérsela a Yaghi Siyan. Pero los acontecimientos son más apremiantes.

Los frany, cuya situación alimenticia es cada vez más crítica, acaban de lanzar una razzia en las tierras del rey selyúcida, pillando y saqueando los alrededores de la propia Alepo, y Ridwan, por primera vez, siente la amenaza que pesa sobre sus dominios. Más para defenderse que para ayudar a Antioquía, decide, pues, enviar su ejército contra los frany. Shams ha cumplido su cometido. Hace llegar a su padre un mensaje indicándole la fecha de la ofensiva de Alepo y pidiéndole que efectúe una salida masiva para atrapar en una tenaza a los sitiadores.

En Antioquía, la intervención de Ridwan es tan inesperada que aparece como un regalo del cielo. ¿Será el giro crucial de esta batalla que ya dura más de cien días?

El 9 de febrero de 1098, a primera hora de la tarde, los vigías apostados en la alcazaba comunican que se acerca el ejército de Alepo. Se compone de varios miles de soldados a caballo, mientras que los frany sólo pueden alinear setecientos u ochocientos, hasta tal punto ha hecho estragos el hambre entre sus cabalgaduras. Los sitiados, que se mantienen en alerta continua desde hace varios días, quisieran que el combate se entablara en el acto. Pero, como las tropas de Ridwan se han detenido y han empezado a montar las tiendas, la orden de batalla se aplaza hasta el día siguiente. Prosiguen los preparativos a lo largo de la noche. Cada soldado sabe ahora con exactitud dónde y cuándo tiene que actuar. Yaghi Siyan confía en sus hombres que, no le cabe la menor duda, cumplirán su parte del contrato.

Lo que todo el mundo ignora es que la batalla ya está perdida incluso antes de dar comienzo. Aterrado por lo que cuentan de las cualidades guerreras de los frany, Ridwan no se atreve ya a aprovecharse de su superioridad numérica. En lugar de desplegar sus tropas, lo único que intenta es protegerlas. Y, para evitar cualquier riesgo de cerco, las acantona toda la noche en una estrecha franja de terreno circundada por el Orontes y el lago de Antioquía. Cuando los frany atacan al alba, los de Alepo están como paralizados. Dado lo exiguo del terreno, les es imposible hacer movimiento alguno. Las cabalgaduras se encabritan, y a los que caen los pisotean sus hermanos antes de que puedan levantarse del suelo. Naturalmente, ya no se trata de aplicar las tácticas tradicionales y de lanzar contra el enemigo oleadas sucesivas de jinetes arqueros. Los hombres de Ridwan se ven forzados a una lucha cuerpo a cuerpo en la que los caballeros cubiertos de armaduras logran sin dificultad una ventaja aplastante. Es una auténtica carnicería, el rey y su ejército, perseguidos por los frany, no piensan más que en huir en medio de un caos indescriptible.

Ante los muros de Antioquía, la batalla se desarrolla de manera diferente. Desde las primeras luces del alba, los defensores han efectuado una salida masiva que ha obligado a los sitiadores a retroceder. Los combates son encarnizados, y los soldados de Yaghi Siyan ocupan una excelente posición. Algo antes de mediodía, han empezado a rodear el campamento de los frany cuando llegan las noticias de la derrota de los de Alepo. Con lágrimas de sangre, el emir ordena a sus hombres que regresen a la ciudad. Apenas han acabado de replegarse cuando vuelven, cargados de macabros trofeos, los caballeros que han aplastado a Ridwan. Los habitantes de Antioquía no tardan en oír sonoras risotadas, algunos silbidos sordos, antes de ver aterrizar, proyectadas con catapultas, las cabezas horriblemente mutiladas de los de Alepo. Un silencio de muerte se ha apoderado de la ciudad.

A pesar de que Yaghi Siyan prodiga a su alrededor palabras de aliento, siente por primera vez que el cerco se cierra en torno a su ciudad. Tras la derrota de los dos hermanos enemigos, ya no tiene nada que esperar de los príncipes de Siria. Sólo le queda un recurso: el gobernador de Mosul, el poderoso emir Karbuka, que tiene el inconveniente de encontrarse a más de dos semanas de marcha de Antioquía.

Mosul, patria del historiador Ibn al-Atir, es la capital de la «Yazira», Mesopotamia, esa fértil llanura irrigada por los dos grandes ríos que son el Tigris y el Éufrates. Es un centro político, cultural y económico de primer orden. Los árabes alaban su suculenta fruta, sus manzanas, sus peras, sus uvas y sus granadas. El mundo entero asocia el nombre de Mosul con el tejido fino que exporta, la «muselina». Cuando llegan los frany, ya se está explotando en las tierras del emir Karbuka otra riqueza que el viajero Ibn Yubayr describirá con admiración algunos decenios después: los manantiales de nafta. El valioso líquido pardo, que un día será la riqueza de esta parte del mundo, ya se muestra a los ojos de los viajeros:

Cruzamos una localidad llamada al-Qayyara (la betunera), próxima al Tigris. A la derecha del camino que lleva a Mosul, hay una depresión de tierra, negra, como si estuviera bajo una nube. Allí Dios hace surgir manantiales, grandes y pequeños, que dan betún. A veces, uno de ellos lanza trozos, como en un hervor. Se construyen pilones en los que se recoge. En torno a estos manantiales hay un estanque negro en cuya superficie flota una espuma negra y ligera, que se desplaza hacia los bordes y que en ellos se cuaja como betún. Este producto tiene la apariencia de un lodo muy viscoso, liso, brillante, que desprende un olor fuerte. Hemos podido observar así con nuestros propios ojos una maravilla de la que habíamos oído hablar y cuya descripción nos había parecido sumamente extraordinaria. No lejos de allí, a orillas del Tigris, hay otro enorme manantial cuyo humo vemos de lejos. Nos explican que se le prende fuego cuando se quiere sacar el betún. La llama consume los elementos líquidos. Se corta entonces el betún en trozos y se transporta. Es conocido en todos estos países hasta en Siria, en Acre y en todas las regiones costeras. Alá crea lo que quiere. ¡Alabado sea!

Los habitantes de Mosul atribuyen al líquido pardo virtudes curativas y vienen a sumergirse en él cuando están enfermos. El betún producido a partir del petróleo se utiliza también en albañilería, para «cimentar» los ladrillos. Gracias a su impermeabilidad, sirve para enlucir las paredes de los baños, donde adquiere aspecto de mármol negro pulido. Pero, como se verá, es en el ámbito militar donde más a menudo se emplea el petróleo.

Independientemente de estos recursos prometedores, Mosul desempeña al comienzo de la invasión franca un papel estratégico esencial y, como sus gobernantes han adquirido el derecho de fiscalización sobre los negocios de Siria, el ambicioso Karbuka tiene intención de ejercerlo. Para él, esta petición de auxilio de Yaghi Siyan es la ocasión soñada de extender su influencia. Sin vacilar, promete poner en pie un gran ejército. A partir de ese momento, Antioquía vive sólo para esperar a Karbuka.

Este hombre providencial es un antiguo esclavo, lo que, para los emires turcos, no tiene nada de degradante. En efecto, los príncipes selyúcidas han adquirido la costumbre de nombrar a sus más fieles y competentes esclavos para los puestos de responsabilidad. Los jefes del ejército, los gobernadores de las ciudades son a menudo esclavos, «mamelucos», y su autoridad es tal que ni siquiera tienen necesidad de que los liberten oficialmente. Antes de que concluya la ocupación franca todo el Oriente musulmán va a estar dirigido por sultanes mamelucos. Ya en 1098, los hombres más influyentes de Damasco, de El Cairo y de otras metrópolis son esclavos o hijos de esclavos.

Karbuka es uno de los más poderosos. Este oficial autoritario de barba cana ostenta el título turco de atabeg, literalmente «padre del príncipe». En el imperio selyúcida, entre los miembros de la familia reinante, la mortalidad es muy elevada —combates, crímenes, ejecuciones— y a menudo dejan herederos menores de edad. Para preservar los intereses de éstos, se les nombra un tutor, que, para desempeñar a la perfección el papel de padre adoptivo, se casa generalmente con la madre de su pupilo. Estos atabegs se convierten, en buena lógica, en los auténticos detentadores del poder, que a menudo transmiten a sus propios hijos. El príncipe legítimo ya no es más que una marioneta entre sus manos, e incluso a veces un rehén; pero se respetan escrupulosamente las apariencias. De este modo, los ejércitos están, oficialmente, «bajo el mando» de niños de tres o cuatro años que han «delegado» su poder en su atabeg.

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