Las cruzadas vistas por los árabes (37 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Aunque muy novelada, esta versión presenta un interés histórico real en la medida en que resulta verosímil que refleje lo que contaron en realidad por las calles de El Cairo nada más suceder el drama, en abril de 1257.

Sea como fuere, tras la desaparición de ambos soberanos, el joven hijo de Aibek se instala en el trono, aunque no por mucho tiempo, ya que a medida que se va concretando la amenaza mogola, los jefes del ejército egipcio se van dando cuenta de que un adolescente no puede asumir la responsabilidad del combate decisivo que se está preparando. En diciembre de 1259, en el momento en que las hordas de Hulagu comienzan a caer sobre Siria, un golpe de Estado lleva al poder a Qutuz, un hombre maduro, enérgico, que habla en el acto el lenguaje de la guerra santa y llama a la movilización general contra el invasor enemigo del Islam.

Desde la perspectiva histórica, el nuevo golpe de Estado de El Cairo aparece como una verdadera reacción patriótica. En el acto, el país se pone en pie de guerra. Ya en julio de 1260, un poderoso ejército egipcio penetra en Palestina para enfrentarse al enemigo.

Qutuz no ignora que el ejército mogol ha perdido la mayor parte de sus efectivos desde que al morir Mangu, khan supremo de los mogoles, su hermano Hulagu ha tenido que regresar con su ejército para participar en la inevitable lucha sucesoria. Nada más tomar Damasco, el nieto de Gengis Khan ha salido de Siria y no ha dejado en este país más que a unos miles de jinetes al mando de su lugarteniente Kitbuka.

El sultán Qutuz sabe que es el momento oportuno de asestar un golpe al invasor. El ejército egipcio empieza, pues, por atacar a la guarnición mogola de Gaza que, en desventaja numérica, apenas resiste. Luego los mamelucos avanzan hacia Acre, pues no ignoran que los frany de Palestina se muestran más reticentes que los de Antioquía respecto a los mogoles. Algunos de sus barones aún se alegran de las derrotas del Islam, pero la mayor parte están atemorizados por la brutalidad de los conquistadores asiáticos. Por tanto, cuando Qutuz les propone una alianza, no se niegan: no están dispuestos a participar en los combates, pero tampoco se oponen a dejar que el ejército egipcio cruce por sus tierras ni a permitir su avituallamiento. De este modo, el sultán puede avanzar hacia el interior de Palestina e incluso hacia Damasco sin tener que proteger su retaguardia.

Kitbuka se está preparando para dirigirse a su encuentro cuando estalla una insurrección popular en Damasco. Los musulmanes de la ciudad, hartos de los abusos de los invasores y animados por la marcha de Hulagu, levantan barricadas en las calles y prenden fuego a iglesias que habían respetado los mogoles. Kitbuka va a necesitar varios días para restablecer el orden, lo que le permite a Qutuz consolidar sus posiciones en Galilea. Ambos ejércitos se encuentran cerca de la aldea de Ain Yalut, «la fuente de Goliat», el 3 de septiembre de 1260. A Qutuz le ha dado tiempo a esconder la mayor parte de sus tropas y no ha dejado en el campo más que a una vanguardia al mando del más brillante de sus oficiales, Baybars. Kitbuka llega apresuradamente y, como está mal informado, cae en la trampa. Se lanza con todas sus tropas al ataque. Baybars retrocede pero, mientras lo persigue, el mogol se ve de repente rodeado por todas partes de fuerzas egipcias más numerosas que las suyas.

En unas horas, la caballería mogola queda exterminada. Capturan al propio Kitbuka al que decapitan en el acto.

Al atardecer del 8 de septiembre, los jinetes mamelucos entran como liberadores en un Damasco alborozado.

Capítulo 14

Quiera Dios que nunca vuelvan a pisar este suelo

Mucho menos espectacular que Hattina, y menos creativa en el aspecto militar, Ain Yalut se presenta, sin embargo, como una de las batallas más decisivas de la Historia. Va a permitir a los musulmanes no sólo librarse del aniquilamiento sino también volver a conquistar todas las tierras que los mogoles les habían arrebatado. Pronto van a convertirse al Islam los propios descendientes de Hulagu, que están instalados en Persia, para así asentar mejor su autoridad.

A corto plazo, la reacción mameluca va a provocar una serie de arreglos de cuentas con todos los que han apoyado al invasor. El susto había sido demasiado grande. A partir de ahora, ya no se pensará siquiera en conceder tregua alguna al enemigo, sea frany o tártaro.

Tras haber recuperado Alepo a principios de octubre de 1260 y haber rechazado sin dificultad una contraofensiva de Hulagu, los mamelucos piensan en organizar incursiones de castigo contra Bohemundo de Antioquía y Hetum de Armenia, principales aliados de los mogoles. Pero estalla una lucha por el poder dentro del ejército egipcio: a Baybars le agradaría establecerse en Alepo como gobernador semiindependiente; Qutuz, que teme las ambiciones de su lugarteniente, se niega a ello, no quiere que en Siria haya un poder que le haga la competencia. Para acabar de raíz con ese conflicto, el sultán reúne a su ejército y vuelve a Egipto. Cuando está a tres días de marcha de El Cairo, les concede a sus soldados un día de descanso, el 23 de octubre, y decide entregarse personalmente a su deporte favorito, cazar liebres, en compañía de los principales jefes del ejército. Por cierto, que tiene buen cuidado de que lo acompañe Baybars por temor a que este último aproveche su ausencia para fomentar una rebelión. La pequeña tropa se aleja del campamento al despuntar el día. Al cabo de dos horas se para para descansar un poco. Un emir se acerca a Qutuz y le toma la mano como si fuera a besársela. En el mismo momento, Baybars desenvaina la espada y se la clava al sultán por la espalda; éste se desploma. Sin perder un instante, ambos conjurados saltan sobre sus caballos y vuelven al campamento a galope tendido. Se presentan ante el emir Aqtai, un anciano oficial al que todo el ejército respeta de forma unánime, y le anuncian: «Hemos matado a Qutuz.» Aqtai, que no parece excesivamente sorprendido, pregunta: «¿Cuál de los dos lo ha matado con sus propias manos?» Baybars no vacila: «¡He sido yo!» El anciano mameluco se le acerca, lo invita a instalarse en la tienda del sultán y se inclina ante él para rendirle homenaje. Pronto todo el ejército aclama al nuevo sultán.

Es evidente que no honra a los mamelucos tal ingratitud hacia el vencedor de Ain Yalut menos de dos meses después de su brillante hazaña. Hay que precisar, sin embargo, en descargo de los oficiales esclavos, que la mayor parte de ellos llevaban muchos años considerando a Baybars como a su verdadero jefe. ¿No ha sido él quien, en 1250, se ha atrevido a herir antes que nadie al ayyubí Turan Shah, expresando así la voluntad de los mamelucos de hacerse personalmente con el poder? ¿No ha tenido un papel decisivo en la victoria contra los mogoles? Tanto por su perspicacia política y por su habilidad militar como por su extraordinario valor físico, se ha impuesto como el primero de los suyos.

El sultán mameluco ha nacido en 1223 y ha comenzado su vida como esclavo en Siria. Su primer dueño, el emir ayyubí de Hama, lo había vendido por superstición ya que su mirada lo intranquilizaba. El joven Baybars era un gigante muy moreno, de voz ronca, con los ojos azul claro y, en el ojo derecho, una gran mancha blanca. Un oficial mameluco compró al futuro sultán y lo incorporó a la guardia de Ayyub donde, gracias a sus cualidades personales y, ante todo, a su total ausencia de escrúpulos, se abrió paso rápidamente hacia la cumbre de la jerarquía.

A finales de octubre de 1260, Baybars entra como vencedor en El Cairo, donde reconocen su autoridad sin dificultad. En las ciudades sirias, en cambio, otros oficiales mamelucos aprovechan la muerte de Qutuz para proclamar su independencia. Pero el sultán, en una campaña relámpago, se apodera de Damasco y de Alepo y vuelve a unificar, bajo su autoridad, las antiguas posesiones ayyubíes. Pronto este oficial sanguinario e inculto prueba que es un gran hombre de Estado, artífice de un auténtico renacimiento del mundo árabe. Bajo su reinado, Egipto y, en menor medida, Siria van a volver a convertirse en centros de irradiación cultural y artística. Baybars, que consagrará su vida a destruir cualquier fortaleza franca capaz de hacerle frente, se muestra, por otra parte, como un gran edificador que va a embellecer El Cairo y a construir por todos sus dominios puentes y carreteras. Restablecerá también un servicio postal de palomas mensajeras o de correos a caballo, aún más eficaz que los de Nur al-Din o de Saladino. Gobernará de forma severa y a veces brutal pero también ilustrada y sin arbitrariedad alguna. Adopta frente a los frany, desde su llegada al poder, una actitud firme tendente a destruir la influencia de éstos. Pero distingue entre los de Acre, a los que quiere sencillamente debilitar, y los de Antioquía, culpables de haber hecho causa común con los invasores mogoles.

Ya a finales de 1261, piensa en organizar una expedición punitiva contra las tierras del príncipe Bohemundo y del rey armenio Hetum, pero tropieza con los tártaros. Hulagu ya no está en condiciones de invadir Siria, pero aún dispone en Persia de fuerzas suficientes como para impedir las represalias contra sus aliados. Baybars decide, prudentemente, esperar una ocasión mejor.

Ésta se presenta en 1265, cuando muere Hulagu. Baybars aprovecha entonces las divisiones que se manifiestan entre los mogoles para invadir primero Galilea y reducir varias plazas fuertes, con la complicidad de parte de la población cristiana local. Luego se dirige bruscamente hacia el norte, penetra en el territorio de Hetum, destruye una a una todas las ciudades y, sobre todo, la capital, Sis, a gran parte de cuya población mata y de donde se lleva a más de cuarenta mil cautivos; el reino armenio no se volverá a recuperar. A principios de 1268, Baybars inicia otra campaña, empieza por atacar los alrededores de Acre, se apodera del castillo de Beaufort y luego, conduciendo su ejército hacia el norte, se presenta el 1 de mayo ante las murallas de Trípoli. Allí se encuentra al señor de la ciudad que es precisamente Bohemundo, también príncipe de Antioquía. Éste, que está al tanto del resentimiento del sultán hacia él, se prepara para un largo asedio, pero Baybars tiene otros proyectos: unos días después sigue su camino hacia el norte para llegar ante Antioquía el 14 de mayo. La mayor de las ciudades francas, que había resistido durante ciento setenta años a todos los soberanos musulmanes, no va a resistir más de cuatro días. Ya el 18 de mayo a última hora de la tarde abren una brecha en la muralla, no lejos de la ciudadela; las tropas de Baybars se diseminan por las calles. Esta conquista no se parece en nada a las de Saladino, toda la población muere o queda reducida a la esclavitud y arrasan por completo la propia ciudad. De la prestigiosa metrópoli sólo quedará un desolado poblachón sembrado de ruinas, que el tiempo enterrará bajo la vegetación.

Bohemundo no se entera de la caída de su ciudad hasta que le llega una carta memorable, que le envía Baybars y que, en realidad, ha redactado el cronista oficial del sultán, el egipcio Ibn Abd-el-Zaher:

Al noble y valeroso caballero Bohemundo, príncipe reducido a simple conde por la toma de Antioquía.

El sarcasmo no se limita a lo anterior:

Cuando nos separamos de ti en Trípoli, nos dirigimos en el acto a Antioquía, donde llegamos el primer día del venerado mes de ramadán. En cuando hubimos llegado, tus tropas salieron para presentarnos combate, pero las vencimos pues, aunque se prestaban ayuda mutua, les faltaba la ayuda de Dios. ¡Lástima que no hayas visto a tus caballeros caídos a los pies de los caballos, tus palacios sometidos al saqueo, tus mujeres vendidas en los barrios de la ciudad y compradas sólo por un diñar que, además, salía de tu propio dinero!

Tras una larga descripción, donde no se le ahorra ningún detalle al destinatario de la misiva, el sultán va al grano y concluye:

Esta carta te alegrará al anunciarte que Dios te ha concedido la gracia de conservarte sano y salvo y de prolongarte la vida, ya que no te encontrabas en Antioquía, pues si hubieras estado allí, ahora estarías muerto, herido o prisionero. Pero quizá Dios te ha salvado sólo para que te sometas y hagas acto de obediencia.

Como hombre razonable y, ante todo, sin otra alternativa, Bohemundo contesta proponiendo una tregua, Baybars la acepta, sabe que el conde, aterrorizado, ya no representa peligro alguno, como tampoco lo representa Hetum, cuyo reino prácticamente ha sido borrado del mapa. En cuanto a los frany de Palestina, también están encantados de conseguir un descanso. El sultán les envía a Acre a su cronista Ibn Abd-el-Zaher para firmar el acuerdo.

Su rey intentaba discutir para obtener las mejores condiciones, pero me mostré inflexible según las indicaciones del sultán. Irritado, el rey de los frany le dijo al intérprete: «¡Dile que mire tras de sí!» Me volví y vi a todo el ejército de los frany en formación de combate. El intérprete añadió: «El rey te dice que no te olvides de la existencia de esa muchedumbre de soldados.» Al no contestar yo, el rey le insistió al intérprete. Pregunté entonces: «¿Puedo estar seguro de que conservaré la vida si digo lo que pienso?» «Sí.» «Pues bien, decidle al rey que hay menos soldados en su ejército que cautivos francos en las prisiones de El Cairo.» El rey estuvo a punto de ahogarse y luego puso fin a la entrevista, pero nos recibió poco después para pactar la tregua.

De hecho, los caballeros francos ya no preocupan a Baybars. Sabe que la inevitable reacción ante la toma de Antioquía no vendrá de ellos sino de sus señores, los reyes de Occidente.

Antes de concluir el año 1268 corren persistentes rumores que anuncian el próximo regreso a Oriente del rey de Francia a la cabeza de un poderoso ejército. El sultán interroga con frecuencia a los mercaderes o a los viajeros. Durante el verano de 1270, llega un mensaje a El Cairo que anuncia que Luis ha desembarcado con seis mil hombres en la playa de Cartago, cerca de Túnez. Sin vacilar, Baybars reúne a los principales emires mamelucos para anunciarles su intención de partir al frente de un poderoso ejército hacia la lejana provincia de África para ayudar a los musulmanes a rechazar esta nueva invasión franca. Sin embargo, unas semanas más tarde le llega al sultán un nuevo mensaje, firmado por al-Mustanzir, emir de Túnez, anunciando que han encontrado muerto al rey de Francia en su campamento y que el ejército se ha vuelto a marchar, no sin haber quedado, en gran parte, diezmado por la guerra o las enfermedades. Una vez descartado este peligro, ha llegado el momento de que Baybars lance una nueva ofensiva contra los frany de Oriente. En marzo de 1271 se apodera del temible «Hosn-al-Akrad», el Krak de los caballeros, que ni el mismo Saladino había podido conquistar nunca.

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