Las hijas del frío (56 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Después de escucharlo tres veces, se dio por vencido. Dejó el reproductor sobre la mesa y fue a la cocina. Tras unos minutos de maniobra, volvió a la sala de estar con un chocolate caliente y tres rebanadas de pan Skogaholm con queso y huevas. Subió el volumen del televisor y puso el canal Discovery, donde daban el programa Crime Night. Ponerse a ver reconstrucciones de crímenes reales tal vez fuese una manera de desconectar un tanto extraña para un policía, pero a él lo serenaba: siempre terminaban resolviendo los casos.

Mientras veía el programa, empezó a forjarse en su mente una idea cuya naturaleza pertenecía por completo al ámbito de su vida privada. Una idea extremadamente agradable y vivificante que, de forma terminante y eficaz, apartó de su pensamiento toda reflexión sobre crímenes y muerte. Patrik sonrió en la semipenumbra. Debería ir de tiendas.

La luz en la celda era chillona e implacable. Sentía como si le traspasara todos los miembros, todos los intersticios de su cuerpo. Intentaba esconderse tapándose la cabeza con los brazos, pero seguía sintiendo su agudeza en la nuca.

En tan sólo unos días, su mundo se había derrumbado. Bien mirado, tal vez fuese una ingenuidad, pero él se sentía tan seguro, tan inalcanzable. Formaba parte de una comunidad que parecía estar por encima del mundo normal y corriente. Ellos no eran como los demás. Eran mejores. Más cultos que los demás. Lo que el entorno no atinaba a comprender era que todo consistía en amor, sólo amor. El sexo representaba una mínima parte del asunto. La mejor manera de describirlo era, según él, sensualidad. La piel joven era tan limpia, tan nueva. Los sentidos de los niños eran inocentes, no estaban manchados de sucios pensamientos como tarde o temprano lo estaban los de los adultos. Y lo que ellos hacían era ayudar a esos jóvenes a desarrollarse de modo que lograran alcanzar todo su potencial. Les ayudaban a comprender lo que era el amor. El sexo era la herramienta, no el objetivo en sí. El objetivo era conseguir la univocidad, la unión de las almas. Una unión entre joven y viejo, hermosa por su pureza.

Pero nadie lo comprendería. Ya habían hablado de ello en numerosas ocasiones en el foro de Internet. De cómo la necedad y la estrechez de miras de los demás los incapacitaba para intentar comprender siquiera algo que para ellos era tan evidente. Antes al contrario, siempre andaban ansiosos de colgarle un sucio cartel a cuanto hacían, pese a que así también ensuciaban a los niños.

En tales condiciones, comprendía que Sebastian hubiese optado por lo que hizo. Sebastian sabía que nadie iba a comprender nada, que en lo sucesivo lo mirarían con odio y con desprecio. Lo que Kaj no podía comprender, no obstante, era que lo hubiese acusado como lo hizo en su último mensaje al mundo. Se sentía herido. El llegó a creer que habían alcanzado una auténtica compenetración en sus encuentros y que el alma de Sebastian, tras la primera oposición que siempre debía ser vencida, abrazó por fin la suya voluntariamente. Lo físico era algo subsidiario. La verdadera compensación consistía en la sensación de haber bebido directamente del manantial de la juventud. ¿Acaso Sebastian no lo comprendió realmente? ¿Acaso estuvo fingiendo todo el tiempo? ¿O serían las normas sociales las que lo abocaron a negar su afinidad en la última carta? Le dolía saber que nunca lo averiguaría.

Sobre lo otro, procuraba no pensar. Desde que le habían anunciado la muerte de Morgan, se esforzó por apartar de su mente todo recuerdo de su hijo. Era como si su cerebro no quisiera admitir la cruel verdad, pero la inmisericorde luz de la celda lo obligaba a evocar imágenes cuya manifestación él se empeñaba en anular. Pese a todo, una idea se forjó malintencionada en su mente, la idea de que aquél era el castigo. Pero pronto lo desechó. Él no había hecho nada malo. A lo largo de los años, llegó a amar verdaderamente a algunos de los niños. Y ellos lo amaban a él. Así era y así debía ser. La otra opción resultaba demasiado tremenda para que pudiera imaginarla siquiera. Aquello tenía que ser amor.

Sabía que no había sido muy buen padre para Morgan. Todo era tan complicado… Ya desde el principio su hijo resultaba difícil de amar y, en muchas ocasiones, sintió admiración por Monica porque ella era capaz de aceptarlo, de amar a aquel niño arisco y raro que era el hijo de ambos. Otro pensamiento cruzó su mente. ¿Y si ahora se empeñaban en demostrar que él había tocado a Morgan? La sola idea lo indignó. Morgan era su hijo, su propia carne y su propia sangre. Sabía que lo dirían, aunque no sería más que otra prueba de su cerrazón y su mezquindad. No era lo mismo, en absoluto. El amor entre padre e hijo y el amor entre él y los demás niños eran niveles totalmente distintos.

Sin embargo, él amaba a Morgan. Sabía que Monica no lo creía, pero era la verdad. Sólo que no sabía cómo llegar a él. Todos sus intentos se estrellaron contra el rechazo y alguna vez se preguntó si Monica habría arruinado sus esfuerzos de un modo sutil, como si quisiera a Morgan sólo para ella, como si quisiera ser la única depositaría de su confianza. Kaj quedó fuera pues, pese a que ella lo recriminaba y lo acusaba de no implicarse con su hijo, él sabía que, secretamente, las cosas iban tal y como ella deseaba. Y ahora ya era demasiado tarde para cambiarlas.

Bajo la luz estentórea de los tubos fluorescentes, se tumbó en el suelo y se encogió en posición fetal.

Los forenses de la televisión habían resuelto tres casos en cuarenta y cinco minutos. Hacían que pareciera demasiado fácil, pero Patrik sabía que no era cierto. En cualquier caso, esperaba que Pedersen lo llamase al día siguiente con la información sobre la ceniza en la ropa de Liam y de Maja.

Presentaron un nuevo caso en el programa. Patrik miraba abstraído y, como ya sentía que el sueño se apoderaba de él, se enderezó en el sofá dispuesto a prestar atención. Era un caso ocurrido en Estados Unidos, ya antiguo, pero las circunstancias resultaban tan familiares como inquietantes. Se apresuró a grabarlo en el vídeo con la esperanza de no estar haciéndolo encima del último capítulo de alguna de las series de Erica. De ser así, peligraba la unidad familiar. En tales situaciones, la mujer a la que quería y con la que compartía su vida lo amenazaba cuando menos con clavarle unas tijeras oxidadas.

El forense responsable de los análisis estuvo hablando largo y tendido. Mostró diagramas e imágenes destinados a explicar el desarrollo con toda la claridad posible. A Patrik no le costó ningún trabajo seguir sus aclaraciones. Un presentimiento empezó a cobrar forma en su mente y, de vez en cuando, comprobaba que, en efecto, el programa se estaba grabando, pues necesitaría verlo un par de veces más.

Después de haberlo revisado hasta tres veces, estaba segurísimo. Pero necesitaba que le ayudasen a refrescar la memoria. Presa de gran excitación y consciente de la urgencia del asunto, subió al dormitorio. Erica estaba en la cama con Maja a su lado, de lo que dedujo que la pequeña recibía así cierta compensación por haberse portado tan bien durmiendo en el carrito durante el día.

—Erica —le susurró zarandeándola ligeramente.

Lo aterraba la idea de despertar a Maja, pero tenía que hablar con Erica.

—Mmmm… —fue la respuesta de la mujer, que no hizo el menor amago de movimiento.

—Erica, despierta.

Esta vez sí obtuvo respuesta. Ella se estremeció, miró desconcertada a su alrededor y dijo:

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Se ha despertado la niña? ¿Está llorando? Voy a buscarla.

Erica se sentó en la cama y se disponía a levantarse.

—No, no —la contuvo Patrik sentándola de nuevo—. Shhh, Maja duerme como un tronco —aseguró señalando a la pequeña que se movía inquieta a su lado.

—Entonces, ¿por qué me despiertas? —le preguntó Erica enojada—. Si también la despiertas a ella, te mato.

—Tengo que preguntarte algo que no puede esperar.

Le explicó rápidamente lo que acababa de saber y le hizo la pregunta en cuestión. Tras un instante de silencio desconcertado por parte de Erica, ella le dio la respuesta que le pedía. Él le recomendó que volviera a dormirse, la besó en la mejilla y bajó corriendo a la sala de estar. Una vez allí, marcó un número que acababa de buscar en la guía telefónica. Cada minuto que pasara podía ser decisivo.

Capítulo 31

Gotemburgo, 1958

Algo iba mal. Había dejado pasar demasiado tiempo. Hacía año y medio de la muerte de Áke y Per-Erik respondía a sus exigencias de actuación con excusas cada vez más vagas. Últimamente ni siquiera se molestaba en contestar y las llamadas reclamando la presencia de Agnes en el hotel Eggers eran cada vez más espaciadas. Empezaba a odiar aquel lugar. Las blandas sábanas del hotel sobre su piel y lo impersonal de la decoración le provocaban una repulsión asfixiante. Ella quería otra cosa. Ella se merecía otra cosa. Ella se merecía mudarse a su gran mansión, ser la anfitriona de sus fiestas, ser respetada, tener un estatus y ser mencionada en las reseñas de sociedad. ¿Quién creía él que era ella?

Agnes temblaba de rabia mientras conducía. Vio desde la ventanilla la imponente casa de ladrillo pintado de blanco de Per-Erik y, tras las cortinas, atisbo una sombra que se movía de habitación en habitación. Su Volvo no estaba ante el garaje. Era un martes por la mañana, así que, con toda probabilidad, se encontraría en el trabajo. Y Elisabeth estaría sola en casa, dedicada a las tareas propias de la excelente ama de casa que era: cosiendo los dobladillos de los manteles, abrillantando la plata o cualquier otra triste labor de las que Agnes jamás se había dignado hacer. Y, con total seguridad, no tenía la menor idea de que su vida estaba a punto de romperse en pedazos.

Agnes no sintió la menor vacilación. Ni se le pasó por la cabeza que el comportamiento cada vez más evasivo de Per-Erik pudiera deberse a un menor entusiasmo por ella. No, que él no se hubiese presentado aún como un hombre libre era sin duda culpa de Elisabeth. Siempre fingía ser tan desvalida, tan débil y tan dependiente sólo para tenerlo bien atado.

Pero Agnes adivinó su juego, por más que a Per-Erik se lo ocultase. Y si él no era lo bastante hombre para atreverse a un enfrentamiento con su mujer, Agnes no estaba sujeta a ese tipo de escrúpulos. Salió del coche, se cerró bien el abrigo de piel que llevaba para protegerse del frío de noviembre y, con paso resuelto, se apresuró en dirección a la entrada.

Elisabeth le abrió la puerta enseguida y la recibió con una sonrisa tan amplia que Agnes se retorcía de desprecio. No deseaba otra cosa que borrar aquella sonrisa de su cara.

—¡Vaya, Agnes, qué alegría que vengas a visitarme!

Se dio cuenta de que su entusiasmo era sincero, aunque se la veía sorprendida. Cierto que Agnes había estado como invitada en su casa en otras ocasiones, pero sólo para celebraciones y fiestas. Jamás se había presentado así, sin avisar.

—Entra —la invitó Elisabeth—. Pero tendrás que perdonar el desorden. Si hubiera sabido que ibas a venir, habría arreglado un poco la casa.

Agnes entró en el vestíbulo y miró a su alrededor buscando el desorden al que aludía Elisabeth. Sin embargo, todo estaba en su lugar, lo que confirmaba la imagen de ama de casa perfecta y patética.

—Siéntate, voy a poner un café —le dijo educadamente.

Antes de que Agnes lograse detenerla, ya se había metido en la cocina.

Ella no tenía pensado sentarse a tomar café con la mujer de Per-Erik, sino que pretendía solventar su asunto lo antes posible. Sin embargo, y muy a disgusto, se quitó el abrigo y se acomodó en el sofá de la sala de estar. Apenas se sentó, apareció Elisabeth con una bandeja con café y rebanadas gruesas de bizcocho, y la colocó sobre la mesa oscura y reluciente que había ante el sofá. Agnes pensó que el café ya debía de estar hecho, pues no había tardado más que unos minutos.

Elisabeth se sentó en el sillón, junto al sofá en el que estaba Agnes.

—Venga, coge un trozo de bizcocho. Lo hice esta mañana.

Agnes miró con aversión el empalagoso dulce y le dijo:

—Creo que sólo tomaré café, gracias.

Y extendió el brazo en busca de una de las tazas de porcelana que había en la bandeja. Degustó el café, cargado y muy rico.

—Sí, claro, tú tienes una figura por la que velar —rio Elisabeth mientras se servía un trozo de bizcocho—. Yo perdí esa batalla cuando nacieron los niños —explicó señalando una fotografía de ella con Per-Erik y sus tres hijos, ya mayores e independizados.

Agnes reflexionó un instante sobre cómo recibirían la noticia de la separación de sus padres y a su nueva madrastra, pero estaba convencida de que se los ganaría, con algo de tiempo. También ellos, llegado el momento, comprenderían que ella tenía mucho más que ofrecerle a Per-Erik que Elisabeth, su madre.

Observó cómo el bizcocho desaparecía en la boca de su anfitriona, que se sirvió una segunda rebanada. Aquella desvergonzada glotonería la hizo pensar en su hija y tuvo que controlarse para no quitarle de la mano el trozo de bizcocho, tal y como solía hacer con Mary. Se contuvo, le dedicó una sonrisa cómplice y le dijo:

—Bueno, comprendo que te resulte extraño que me presente así, sin avisar, pero es que tengo una mala noticia que darte.

—¿Una mala noticia? ¿De qué se trata? —le preguntó Elisabeth.

Su tono de voz habría puesto sobre aviso a Agnes si ésta no hubiese estado tan concentrada en lo que se disponía a hacer.

—Pues verás, resulta que… —comenzó deteniéndose para dejar la taza sobre la mesa—, que Per-Erik y yo hemos llegado a…, bueno, a tenernos muchísimo afecto. Y llevamos ya bastante tiempo.

—Y ahora queréis compartir vuestras vidas —completó Elisabeth para alivio de Agnes.

Ésta pensó que todo sería mucho más sencillo de lo que había creído en un principio. Pero entonces miró a Elisabeth y comprendió que algo fallaba. Y el fallo era garrafal. La esposa de Per-Erik la contemplaba con una sonrisa sardónica y un destello frío en la mirada que jamás había advertido en ella.

—Comprendo que te pille por sorpresa… —continuó Agnes penosamente, insegura de que su papel, que tanto se había esmerado en estudiar, tuviese ningún sentido.

—Querida mía, yo conozco vuestra relación prácticamente desde que empezó. Per-Erik y yo nos comunicamos muy bien y la cosa funciona de maravilla para ambos. Pero tú no te habrás creído que eres la primera, ¿verdad? Ni la última —apuntó Elisabeth con un deje de maldad en la voz que despertó en Agnes el deseo de darle una bofetada.

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