Las hijas del frío (57 page)

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Authors: Camilla Läckberg

—No sé de qué hablas —replicó desesperada mientras sentía que el suelo se tambaleaba bajo sus pies

—No me digas que no has notado que Per-Erik ha empezado a perder el interés. Ya no te llama con tanta frecuencia, te cuesta localizarlo cuando quieres verlo y parece distraído cuando por fin os veis. Pues claro que sí, yo conozco a mi marido lo bastante, después de cuarenta años de matrimonio, para saber cómo se comporta en esa situación. Y, además, resulta que me he enterado de cuál es el nuevo objeto de su ardiente deseo: una joven castaña de treinta años que trabaja de secretaria en su compañía

—Mientes —atajó Agnes tan alterada que veía los rasgos ajados de Elisabeth empañados por una sucia neblina.

—Puedes pensar lo que quieras y puedes preguntarle a Per-Erik. Ahora creo que será mejor que te vayas.

Elisabeth se levantó y se dirigió al vestíbulo con el abrigo de Agnes en la mano, invitándola a marcharse. Aún incapaz de digerir lo que Elisabeth acababa de decirle, la siguió sin pronunciar palabra. Totalmente conmocionada, se quedó en la escalinata a merced del viento, que la mecía de un lado a otro. Poco a poco, sintió esa rabia tan familiar que empezaba a arder en su pecho. Tanto más intensa cuanto se decía que debería haberse dado cuenta. No debió fiarse de ningún hombre. Por ello recibía el castigo de una nueva traición.

Como si caminase sobre las aguas, se movió en dirección al coche, que había dejado aparcado en la calle, un poco más allá de la casa. Sentada al volante, se quedó inmóvil un buen rato. Las ideas cruzaban su mente como laboriosas hormigas, abriendo túneles de odio y de intransigencia. Todos los trapos sucios que había arrumbado en los más recónditos escondrijos de su memoria empezaron a aflorar. Agarraba el volante con fuerza inusitada. Se reclinó sobre el reposacabezas y cerró los ojos. Le vinieron a la memoria imágenes de los horribles años pasados en el barracón de los picapedreros, casi sentía el hedor a cieno y a sudor que despedían los hombres al volver del trabajo. Rememoró los dolores que la hacían ir y venir entre la conciencia y la inconsciencia cuando nacieron los niños. El olor a humo cuando se quemó el edificio de Fjällbacka, la brisa en el barco de Nueva York, el murmullo y el ruido de las botellas de champán al abrirse, los gemidos de placer de los hombres anónimos que la habían poseído, el llanto de Mary abandonada en el muelle, el sonido de la respiración de Áke ralentizándose hasta detenerse, la voz de Per-Erik haciéndole promesas una y otra vez, promesas que no pensaba cumplir. Todo eso y mucho más pasó por su retina, pero nada de lo que veía aplacaba su ira, que iba in crescendo, cada vez más imparable. Había hecho todo lo posible por procurarse la vida que merecía, por recrear la vida para la que había nacido. Pero ésta o quizá el destino siempre le ponían la zancadilla. Todos se habían puesto en su contra y habían hecho cuanto habían podido por arrebatarle lo que le pertenecía por derecho: su padre, Anders, los pretendientes americanos, Áke y, ahora, Per-Erik. Una larga serie de hombres cuyo común denominador era sus diversas formas de utilizarla y traicionarla. Cuando cayó la tarde, todos aquellos ultrajes, reales e imaginarios, se concentraron en un solo punto incandescente del cerebro de Agnes. Con la mirada hueca, retuvo la imagen de la entrada de la casa de Per-Erik y, poco a poco, una inmensa calma la invadió mientras aún estaba sentada en el coche. Era una calma que ya había sentido una vez en su vida y sabía que procedía de la certeza de que ahora sólo le quedaba una posibilidad de actuación.

Cuando los faros del coche de Per-Erik por fin hendieron la oscuridad, Agnes llevaba allí inmóvil tres horas, pero no tenía conciencia del tiempo que había transcurrido. El tiempo ya no tenía la menor relevancia. Todos sus sentidos se concentraban en la tarea pendiente y no le cabía el menor asomo de duda. Toda lógica, toda previsión de las consecuencias, todo quedaba anulado a favor del instinto y el deseo de actuar.

Con los ojos entrecerrados, lo vio aparcar el coche, sacar el maletín, que siempre llevaba en el asiento del acompañante, y salir del vehículo. Mientras lo cerraba, ella arrancó el suyo y metió la marcha. Luego, todo sucedió muy deprisa. Pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado en dirección a su objetivo, que se movía ajeno a la desgracia que lo aguardaba. Atajó por una porción de césped. Per-Erik no sospechó nada hasta que el coche estuvo a pocos metros. Entonces se dio la vuelta. Sus miradas se cruzaron una fracción de segundo. Después, el coche se estrelló contra su diafragma y Per-Erik quedó incrustado en su propio turismo. Con los brazos extendidos, cayó sobre el capó del vehículo de Agnes. Ésta lo vio parpadear un par de veces, hasta que sus ojos dejaron de moverse.

Tras el volante, sonrió. A ella no se la traicionaba impunemente.

Anna despertó con la misma sensación de desesperanza de todas las mañanas. No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido toda la noche sin interrupciones. Ahora dedicaba las horas nocturnas a pensar en cómo salir de la situación a la que había condenado también a los niños.

Lucas resoplaba tranquilo a su lado. A veces se daba la vuelta sin despertarse y le echaba el brazo por encima. Anna tenía que apretar los dientes para no salir huyendo de la cama muerta de asco. Las consecuencias que tal reacción le acarrearía no valían la pena.

Los últimos días todo se había ido acelerando. Sus accesos de ira eran cada vez más frecuentes y ella sentía como si estuviesen atrapados en una espiral que, a velocidad creciente, los abocaba al abismo. Tan sólo uno de los dos regresaría. Y ella ignoraba quién. Pero no podían coexistir. No sabía dónde había leído una teoría según la cual existía una tierra paralela donde habitaba un gemelo de cada ser vivo y, si alguien llegaba a conocer a su gemelo, ambos serían destruidos inmediatamente. Eso era lo que les pasaba a Lucas y a ella, salvo que su destrucción era más lenta y más tortuosa.

Llevaban varios días sin salir del apartamento.

Oyó la voz de Adrián, que dormía en el colchón, y se levantó con suma cautela para ir a cogerlo. No merecía la pena arriesgarse a que despertara a Lucas.

Con el niño en brazos, fue a la cocina para preparar el desayuno. Lucas apenas comía últimamente y había adelgazado tanto que la ropa le colgaba por todas partes, pero aun así, exigía que ella pusiera la mesa tres veces al día, a la hora por él determinada.

Adrián se quejaba penoso y no quería sentarse en la trona. Ella intentó acallarlo desesperada, pero el pequeño estaba de muy mal humor, pues también dormía mal por las noches, al parecer víctima de constantes pesadillas. Cada vez lloraba más fuerte sin que Anna pudiese hacer nada por callarlo. Con el corazón en un puño, oyó que Lucas empezaba a moverse en la habitación y, al mismo tiempo, Emma la llamó a voces. El instinto de Anna le aconsejaba huir, pero sabía que no serviría de nada. Lo único que podía hacer era aguantar y, en el mejor de los casos, proteger a los niños.

—¿Qué coño pasa aquí? —preguntó Lucas en inglés.

Apareció como un gigante en el umbral, con aquella extraña expresión en los ojos. Una mirada vacía, demente y fría que, Anna estaba segura, los abocaría a la destrucción.

—¿No puedes cerrarles la puta boca a tus niños?

Ahora el tono ya no era ni elevado ni amenazante, sino casi amable; el que más pavor le infundía a Anna.

—Hago lo que puedo —respondió ella en sueco con un hilo de voz.

Adrián empezaba a ponerse histérico en la trona y gritaba golpeando la mesa con la cuchara.

—Comer no, comer no —repetía una y otra vez.

Desesperada, Anna intentaba callarlo, pero el pequeño estaba tan alterado que no podía parar.

—No comas si no quieres, déjalo, no tienes que hacerlo —le dijo ella intentando serenarlo y cogiéndolo en brazos.

—Se va a comer el puto desayuno ahora mismo —dijo Lucas con la misma tranquilidad.

Anna se quedó helada. Adrián seguía pataleando salvajemente, como protesta al ver que no lo dejaba en el suelo tal y como le había prometido, sino que lo devolvía a la trona.

—Comer no, comer no —chillaba el niño a voz en grito mientras Anna hacía acopio de todas sus fuerzas para conseguir sentarlo de nuevo.

Con fría determinación, Lucas tomó una de las rebanadas de pan que Anna había puesto sobre la mesa. Le cogió la cabeza a Adrián con una mano y, con la otra, le aplastó la rebanada contra la boca. El pequeño manoteaba sin cesar, primero de rabia y luego con creciente pánico al ver que el gran trozo de pan le llenaba la boca y le impedía respirar.

Anna se quedó paralizada en un primer momento, pero el inveterado instinto maternal despertó de repente, haciendo que se esfumase el miedo que Lucas le inspiraba. La única idea que tenía en su cabeza era que su progenie necesitaba protección, y la adrenalina empezó a bombear su sistema vascular. Con un primitivo gruñido, apartó la mano de Lucas y a Adrián, que lloraba desconsoladamente, le sacó el trozo de pan de la boca a toda prisa. Luego se dio la vuelta para enfrentarse a Lucas.

Cada vez más rápido, la espiral los arrastraba hacia el abismo.

También Mellberg amaneció con una sensación desagradable, pero por razones mucho más egoístas. Un sueño espantoso lo había despertado abruptamente varias veces durante la noche. Su tema era siempre el mismo: lo despedían sin la menor ceremonia. Y eso no podía suceder. Tenía que haber algún modo de eludir la responsabilidad del desgraciado suceso del día anterior y el primer paso era necesariamente despedir a Ernst. En esta ocasión no había más opciones. Mellberg sabía que había gastado algo de manga ancha hasta ahora en todo lo que concernía a Lundgren, y en cierto modo experimentaba la sensación de que era pariente suyo. Al menos, tenía mucho más en común con él que con el resto de los pavisosos de la comisaría. Pero a diferencia de Mellberg, Ernst había demostrado en esta ocasión una ausencia fatal de criterio que, ciertamente, significó su caída. Cometió un craso error, cuando Mellberg estaba convencido de que sería más listo.

Lanzó un suspiro y bajó las piernas de la cama. Siempre dormía en calzoncillos y se puso a tantearse el bajo vientre, más allá de su enorme barriga, para rascarse y ordenar sus cosas, que se le habían descolocado un poco mientras dormía. Mellberg miró el reloj. No habían dado las nueve. Quizá algo tarde para llegar a tiempo al trabajo, pero, después de todo, el día anterior no había podido marcharse antes de las ocho, puesto que habían tenido que comprobar lo ocurrido. Ya había empezado a perfilar el modo de expresar el informe a sus superiores, y tenía que controlar su lengua y no liarse. Minimización de daños, ése era el lema del día.

Fue a la sala de estar y se quedó un momento contemplando a Simon. Estaba boca arriba roncando en el sofá, con la boca abierta y una pierna colgando. Se le había caído la manta y Mellberg sólo pudo hacerse la orgullosa reflexión de hasta qué punto le había transmitido a su hijo su propio físico. Simon no era uno de esos memos escuálidos, sino un joven de constitución corpulenta que seguramente seguiría los pasos de su padre si se despabilaba un poco.

Dándole con el dedo del pie, le dijo:

—Venga, Simon, es hora de levantarse.

El chico no le hizo el menor caso y se dio media vuelta, con la cara pegada al respaldo del sofá.

Mellberg siguió zarandeándolo sin piedad. Claro que a él también le gustaba quedarse durmiendo por la mañana, pero aquello no era un campamento de verano.

—Venga, te digo que te levantes.

El chico seguía sin reaccionar. Mellberg lanzó un suspiro pensando que tendría que sacar la artillería pesada.

Fue a la cocina y dejó correr el agua del grifo hasta que salió muy fría. Llenó una jarra y volvió a la sala de estar. Con una sonrisa de satisfacción, derramó el agua helada sobre el cuerpo desprotegido de su hijo, que reaccionó tal como él deseaba.

—¡Qué mierda! —gritó Simon, que se incorporó en un santiamén.

Tiritando de frío, cogió una toalla que había en el suelo y se secó con ella.

—¿Qué puñetas haces? —le espetó indignado mientras se ponía una camiseta con una calavera y el nombre de un grupo de rock en la pechera.

—El desayuno estará dentro de cinco minutos —respondió Mellberg, que ya se dirigía silbando a la cocina.

Por un instante, olvidó las preocupaciones por su carrera, más que satisfecho con su plan de actividades paterno filiales a las que se dedicarían en lo sucesivo. A falta de locales porno y de salas de juego, se conformarían con lo que había; y lo que había en Tanumshede era el museo de pintura rupestre. No es que a él le interesara mucho ver garabatos pintados en cuevas, pero era algo que podían hacer juntos. Y es que había decidido que ése sería el nuevo tema de su relación: juntos. Se acabó eso de jugar hora tras hora con el videojuego, se acabó la televisión hasta altas horas de la noche, entretenimiento que mataba definitivamente toda comunicación; ahora compartirían cada noche la cena, un diálogo enriquecedor y, quizá, una partida de Monopoli como fin de fiesta.

Lleno de entusiasmo, le expuso sus planes a Simon durante el desayuno, aunque hubo de admitir que la reacción del muchacho lo decepcionó bastante. Entonces le explicó que su intención era hacer lo posible para que llegasen a conocerse. Él renunciaba a lo que le gustaba y se sacrificaba llevándolo al museo y, en lugar de agradecérselo, Simon guardaba silencio y miraba con cara agria su tazón de cereales. Un consentido, eso era. Su madre lo había mandado con él justo a tiempo para que le diese la educación que necesitaba.

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