Las hogueras (10 page)

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Authors: Concha Alós

Y al amanecer todos los forasteros estaban allí. Sucios, silenciosos, cansados… Y las mujeres, que habían gritado, llorado y estorbado durante toda la noche, ahora dormían, en posturas violentas, con los niños torcidos sobre la falda.

Y comenzaron a acudir todos los demás. El pueblo. Y casi a mediodía, también una brigada de bomberos de Palma y el alcalde de Santa Margarita, con la cara tan verde como si se hubiera parado en el camino para vomitar.

Alguien dijo:

—Debieran haberlo calculado. No les habría pasado esto.

—La gente de hoy en día no tiene miedo a nada. Juegan con la dinamita, juegan con todo…

—No tienen temor de Dios.

A las dos de la tarde sacaron el tercer muerto. Sin piernas, negro. El cura, con un libro abierto, leyó unas frases en latín. Los hombres dejaron los picos y se pusieron alrededor, con la cabeza baja, echando a la tierra miradas de través. Resbalándoles por las frentes el sudor. El día era hermoso, lleno de sol; pero el aire, que levantaba los faldones de la sotana de mosén Lorenzo, era frío.

—Esta gente no son como nosotros. Son… ¿cómo diría yo?, otra raza.

—Sí, efectivamente… ¿Se ha fijado usted lo poco que comen? Con un tomate y una barra de pan son capaces de pasarse el día.

—Bueno, comen poco, es verdad; pero para vino no les falta. Y, además, al mes de estar aquí ya se han comprado una radio. La tienen todo el día puesta. Chillando a todo trapo.

—Donde ellos viven hay chinches, moscas y piojos. No sé cómo se las arreglan.

Telmo Mandilego sopla como si espantara un microbio que flotara cerca de su boca. Con el zapato de la mancha da una patada en el suelo, en el escalón. Saca un doblado pañuelo de su bolsillo y escupe en él. Vuelve a doblarlo, sin mirar, y lo coloca de nuevo en su bolsillo.

—Yo creo que es una raza que se apoderará de la nuestra. Al fin y al cabo, lucha por sobrevivir contra nuestro instinto de apartarlos, de defender un grado de civilización superior al de ellos, de conservar nuestra lengua y nuestras costumbres— dice ahora el periodista, que ha cerrado ya su cuaderno.

—No podrán, no podrán —Telmo Mandilego mueve a los dos lados, gravemente, la cabeza. Convencido.

—Es… como la lucha racial de negros y blancos en América. ¿Ha visto qué bollo tienen armado aquéllos?

Y Telmo Mandilego y el periodista, volublemente, con animación, se ponen a comentar los últimos sucesos raciales en Nueva York y la posibilidad de que sea Goldwater el que gane las elecciones.

El día se va levantando. Una luz cruel, silenciosa e implacable, ilumina el pueblo, la puerta de la Residencia, el blando y desnudo camino de arena. Se oye el bramido del mar, que comienza a agitarse como cuando sopla la tramontana. Y los pinos empiezan a temblar.

—Se está preparando un día de viento— dice Telmo Mandilego mirando el cielo.

14

La tía Gorrinera se dirige hacia Archibald haciendo zalemas, lloriqueando, pero al llegar al sillón que hay al lado de la mesita baja, donde él está sentado, otra mujer se pone frente a ella como un gallo y con la cara maligna le grita:

—¿Y adonde vas tú?

—¿Adonde? Al mismo sitio que tú. Que todas.

Archibald Strokmeyer, sentado frente a la mesa, flojas las mejillas, macilento y afeitado, las mira. Hace sólo quince días que dejó la Clínica, pero hasta la víspera no se había despedido la enfermera que él contrató para que le cuidara. Las piernas le flaquean y, en algunos momentos, su cabeza tiene unos baches hondos en los que no puede ni quiere sondear. No se siente con fuerzas para hacerlo.

Hay seis forasteras en la habitación. Y los muebles, las cortinas y el vidrio verde de aquella botella con un barco dentro, y hasta el marco del cuadro, donde hay un pergamino del siglo xiv le parecen sucios, viejos, tiznados y grasientos, como si se hubieran contaminado al acercarse a ellos las mujeres.

En la mesa, perfectos, colocados uno sobre otro, sin que sobresalga un borde; atados, oprimidos con gomas, están los billetes. De distintos tamaños y colores. Con los Reyes Católicos, Fray Luis de León, Franco…

Le había dado la idea de hacer eso. Repartir dinero entre las viudas, las mujeres de los heridos graves, las madres.

A los cuatro días del accidente, Archibald había vuelto a Son Bauló y le conmovió la desgracia de esta gente. Se propuso regalar dinero como un señor feudal o un rey, pero ya estaba mareado por el olor rancio de sus cuerpos y sus voces, abruptas y chillonas. Se arrepintió de haberlas llamado. Mejor hubiera sido enviarles un donativo a su casa. Se sentía ridículo, como si imitara algo así como a Santa Isabel de Hungría.

—No, no le dé, señor. No se le ha muerto nadie.

—¿Y tú qué sabes?… —se enfurecía la tía Gorrinera.

—Claro que lo sé.

—¿Acaso no está malherido mi Agapito?

—¡Qué va a estar malherido!… Más sano que yo.

Intervino otra:

—Dos rasguños tiene. Nada.

Archibald ha destinado cien mil pesetas para repartir entre los afectados por la desgracia. Toda la tarde unas mujeres magras o demasiado gordas, de mirada huidiza y de pañuelos negros en la cabeza, han pisoteado el sendero del jardín de la Torre. Van acompañadas de otras, todas se hacen acompañar de una vecina o de una hermana, de su madre… Como si esto fuera la visita obligada al médico o al abogado y la desconfianza y el temor las cohibiera. Cuando salen de la Torre con el dinero, se alejan, contenta la cara, rápido el paso, temiendo tal vez que el humor de Archibald pueda cambiar y alguien se asome a la puerta para que devuelvan lo que acaba de darles.

La vieja lloriquea:

—Malherido está el pobrecico, que no podrá trabajar ya, en la vida. Inútil me lo han dejado.

Sus ojos no tienen pestañas. Tracoma y fuerte sol sobre la mies. Carne viva.

—Mentira, que lo digan éstas. Es mentira.

Archibald mira hacia el coro negro. Pañuelos en la cabeza. Gastados vestidos, comido el color debajo de los sobacos, un óvalo arco iris debajo de cada brazo.

—No es verdad, no. El Agapito está bien.

Y una añade:

—Yo lo vi ayer en el estanco.

Archibald mira a la vieja y a las otras mujeres como un hombre que arbitrara una pelea de chiquillos y no supiera a cuál dar la razón. Querría ser justo, pero si se guiara por un impulso indescifrable, le daría el dinero a la vieja y a la otra la echaría de su casa. Aquélla no perdía nada porque él le diera dinero a la tía Gorrinera y ni siquiera le importaba que Archibald saliera perdiendo. ¿Por qué denunciaba entonces?

Piensa de nuevo, como tantas veces, en la justicia. Los justos son inhumanos. Siempre que no tiene más fuerza en nosotros un afecto, un odio, una simpatía que la idea de la justicia, el acto que queremos hacer se deshumaniza. Los incorruptibles, los justos, los que la vida no ha tocado… Máscaras puestas a secar. Momias a las que alguien ha arrancado el corazón para que no hiedan.

—Siendo así lo lamento, pero…

Y en este momento Archibald se desprecia a sí mismo porque puede más en él el temor de que aquellas mujeres no lo crean recto que su propio valorar a los hombres, a los hechos.

La vieja se dirige a la puerta dando trompicones, limpiándose los ojos con un pañuelo encogido de moco, una bola de tela aglutinada.

Llueve. La carretera se ha llenado de charcos y la tierra mojada descubre unos ocultos guijarros, limpios, incrustados en ella. Una espesa niebla lo empaña todo: los postes del alumbrado de la Torre, los árboles y las mujeres que van llegando por el camino, turbias, borrosas.

—Se achispa y luego sólo se le ocurren borriquerías.

—¿Bebe?

—¡Huy! Se pasa el día enviando al nieto hasta el bar, con una botella, a por vino.

—Sí. Y a veces la criatura se harta y no quiere ir. Entonces no tiene más remedio que ir ella. Se esconde la botella debajo del delantal y ¡hala!

Adulonas, mezquinas se lo cuentan a él, que apenas las escucha, sumergido en una cansada indiferencia.

Súbitamente pregunta:

—¿Tiene nietos?

—Sí, tres nietos. El hijo, ese Agapito, es viudo. Se le murió de parto la mujer.

—Ya.

Ellas siguen hablando de la tía Gorrinera. Y su murmuración es ahora un susurro bisbiseante, como los «Dios se lo pague» que le dan, monótonos ora pro nobis en la incolora tarde, soñolientos rezos salpicando como las gotas de lluvia.

La siguiente es una muchacha muy joven, marchita, con el pelo largo cayéndole sobre los hombros y las espaldas, con los cabellos como fideos oscuros. Tiras grasientas y sucias.

—¿Cuántos hijos?

—Cuatro.

—¿Nombre?

—Silvia Martínez Trujillo.

—¿Tiene trabajo?

—Ayudo en la cocina de la Residencia. En invierno no me pagan mucho, pero… con lo que él iba ganando…

Y se queda mirando enfrente. El mapa, un pergamino enmarcado que parece auténtico. Se lo proporcionó a Archibald un anticuario de Barcelona, de la calle Baños Nuevos. La mujer se ha quedado mirando el pergamino, la ventana, la niebla, con la mirada estúpida, como si no pensara nada.

Sibila, de pie, un trazo oscuro en la boca, el escote puntiagudo, demasiado pronunciado, está sentada en un sillón, apoyada en el respaldo. Contempla con desgana los movimientos vivos de las mujeres, sus manos gastadas y ansiosas. Escucha sin interés el chorro de palabras sincopadas con las que intentan explicar su desamparo, justificarse, congraciarse.

Miró hacia la ventana. No veía nada, la niebla lo tapaba todo. Era igual. Se lo sabía de memoria. La casa, el jardín, el huerto. El huerto terminaba con la media docena de pinos y la palmera desflecada, movible, acompasada, verde.

Se sabía de memoria todo el paisaje visible desde la ventana. Y el pueblo también. Y la playa. Lo había recorrido al principio de un extremo a otro. Ahora no le interesaba.

Una y mil veces, mientras estuvo su marido enfermo en la Clínica de Palma, había pensado que si Archibald moría ella se vendería todo esto y escaparía de aquí.

Lo miró. Su marido, con los párpados entornados con un leve gesto de cansancio, de tristeza, intentaba despegar un billete de otro. Las venas de su nariz se trasparentaban verdosas, a través de la piel, como en el rostro de un anciano convaleciente.

Si se muriera, todo aquello sería de ella: la casa, el huerto, el coche, la motora… Ella volvería a ser la Sibila de antes, la de París, pero con más experiencia y sobre todo poderosa, rica… Se sintió feliz un momento imaginándose enlutada, llena de joyas… Pero la voz de Archibald preguntando algo a una de aquellas mujeres le hizo volver a la realidad. Ella estaba aquí encerrada, su marido repartía por puro capricho un dinero y fuera, en el pueblo, estaba la niebla. Sibila odiaba la niebla.

El terciopelo adquiere en las casas cerradas una humedad adhesiva y antipática. Cuando ella y Rosso volvían de sus viajes odiaba apoyarse en los almohadones rojos, amarillo de oro, azules. En las habitaciones todo parecía mojado y el malestar de adivinar que la niebla continuaba agazapada fuera del piso la mantenía inmóvil, con los ojos afiebrados, malhumorada.

Aborrecía la niebla. No soportaba Londres. La detestaba tanto como los continuados viajes, las comidas de hotel. Le irritaba casi tanto como sentir sobre ella los ojos intensos de Rosso, vigilantes, en el avión, en el camarote de primera, en el barco, en el coche cama, mientras la máquina del tren avanzaba repitiendo:

Si-bi-la… Si-bi-la… Si-bi-la…

La mirada amarilla de Rosso espiándola. Ella tenía miedo de los gendarmes de la Aduana y sabía que todas aquellas sensaciones, vagas e irritantes, la arrastrarían a hacer algo de lo cual tal vez se arrepintiera después toda la vida.

Pero Rosso parecía leer sus pensamientos. Le cogía la barbilla levantándole la cara hacia él:

—iQué, paloma! ¿Te aburres? ¿Se aburre mi chinita?

Ella lo miraba con una media sonrisa.

—¡Hala, ponte guapa! Iremos a cenar.

Y en seguida desaparecía el mal humor de Sibila y también aquellos sentimientos confusos que la invadían como un malestar. Y en el más caro de los restaurantes, bailando luego en un cabaret de moda, ante los ojos del público que la reconocía y murmuraba su nombre al pasar ella entre las mesas, dejaba de ser una criatura acosada, de sentirse explotada por un traficante de joyas para convertirse en la maravillosa, adorable y envidiada Sibila.

Los dos billetes se pegaban uno a otro con obstinación. Archibald los separó soplando sobre sus bordes. Uno de ellos estaba muy viejo. Conservaba huellas de haber permanecido mucho tiempo doblado dentro de una caja pequeña.

Al levantar la cabeza se tropezó con los azules ojos de la forastera, que lo miraban con dureza, con desconfianza, juzgándolo. Aquella mirada le hizo, daño, lo cogió desprevenido. Era una mirada de odio que lo dejó vacío, como si hubiera estado lleno de aire y alguien se lo hubiera extraído con una máquina neumática. Notaba el corazón frío, hueco, casi percibía los bordes vacíos y resecos de la víscera curvarse hacia arriba. Como ocurre con una fruta que comienza a agrietarse porque hace días que cayó del árbol…

Se sentía solo, triste, débil. Y también ridículo, A la postre, el gesto suyo de ayudar a la pobre gente no era más que una pirueta intentando encontrar calor. Buscaba simpatía con alardes de bondad y desprendimiento, igual que sonriendo buscamos la sonrisa y besando buscamos el beso.

Una noche se arrodilló junto a la cama —como cuando era niño— con la deliberada intención de rezar. Permaneció así mucho rato, con la cabeza vacía, la lengua trabada, incapaz de hablar, de rezar, de expresar un solo pensamiento. Lo dominaba una dolorosa inhibición, como si su cerebro hubiera dejado de funcionar, como si hubiese sido herido fulminantemente en un punto de la masa encefálica donde se forman las frases, las oraciones. Siguió arrodillado hasta no poder más, hasta sentir que estaba casi asfixiado. Tuvo que levantarse, aspirar aire, coger todo el aire posible, llenar sus pulmones de oxígeno, después, encogido en la alfombra, pudo llorar y blasfemar como si vomitara de su cuerpo diablos pesados, grasos como cerdos.

Era debilidad. Él lo sabía. Una debilidad moral ocasionada por falta de glóbulos rojos. Buscamos a los demás cuando somos débiles. Archibald conocía ese levantar la cara hacia la otra gente y sonreír buscando el amor. Lo hacen los niños frágiles. Lo hacía él cuando era adolescente y andaba por la ciudad con los bolsillos vacíos y una fe inmensa en los demás. Recuerda que sonreía hasta a las empleadas del metro cuando les compraba un billete. Ignoraba aún que no eran más que ruedecillas de una máquina, y su sonrisa no podía inspirarles ningún sentimiento, aparte de la desconfianza.

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