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Authors: Concha Alós

Las hogueras (14 page)

—De los desengaños no te hablaré. Es largo de contar, no acabaríamos hoy. Algún día, si considero que vale la pena, escribiré varios tomos sobre el asunto.

Ríe, sin alegría, con un feo rictus amargo al lado de los labios.

—Te diré la única enseñanza que saqué para mi provecho particular: convencerme de que estaba haciendo el tonto.

Pablo Fontanals es también maestro. Tiene una escuela en Arta, al otro extremo de la bahía. Asunción y él estudiaron juntos. Después de cuatro años sin haberse visto, se encontraron el invierno anterior al salir de un cine. Los dos iban solos y les hizo reír la coincidencia. Él la acompañó a casa de la hermana de Asunción y como al día siguiente los dos tenían que incorporarse de nuevo a la escuela, no volvieron a verse. Él le escribió una carta y a Asunción le hizo gracia. Le contestó. Cruzaron varias desde sus respectivos destinos. Ahora Pablo, al saber que no se movería de Son Bauló durante la Semana Santa, iba a pasar dos días con ella.

—No es perder el tiempo sacrificarse por los demás.

—¡Qué idiota eres! ¡Todavía eres un imbécil!

Una carcajada estridente, falsa, parece empujar el denso aire de Can Mostaxet hacia las paredes, contra las ventanas cerradas de cristales churritosos. Asunción y Pablo se vuelven al mismo tiempo para mirar. Es la Forta que ríe dándole manotazos en el hombro al pescador de Santanyí, que tiene cara de gallito con su cuello delgado y tieso.

La Forta. La gente del pueblo dice que algunas noches llega a su casa medio desnuda, mojada de mar, de babas, y atraviesa riendo la larga calle, contando dinero a la luz de la luna. Dicen que el viejo de Can Baña tuvo una pelea seria con su familia a causa de ella. El viejo todas las noches dejaba su casa en secreto y daba cuatro golpecitos en el cristal de la ventana de la Forta. Hasta que en una ocasión su mujer lo siguió.

—Siempre serás la misma, Asunción.

—¿La misma? ¡Qué más quisiera!…

En una fiesta del Libro, durante la carrera, prepararon juntos el montaje de una obra de teatro y un trabajo sobre Cajal. Desde entonces, Asunción tomó la costumbre de ir a casa de Pablo. Su madre, una viuda de cabellos blancoamarillentos, llorona y simple, les preparaba meriendas con dulces de cocina y tenía a todas horas, en el fuego, una cafetera para darles tacitas que los espabilaran.

Estudiaban mucho. Asunción se encontraba a gusto con aquel chico cojo y sufrido, y solía aburrirse con sus compañeras. Las chicas, según ella, no tenían más ambición que llegar a ser el parásito del primer hombre que se les pusiera a tiro. Su carrera, sus libros les importaban muy poco. Se pintaban los labios, escondiéndose bajo el pupitre, mientras el profesor explicaba, y alguna vez que salió a la calle con ellas tuvo que abandonarlas desesperada. No soportaba su juego: un juego de acoso y obsesión hacia el sexo contrario. Comprendió más tarde, cuando pasaron los años, que las mujeres solían apostarlo todo a una carta: su porvenir y la solución de un problema social y sexual. Entonces, en aquellos tiempos, Asunción era una muchacha apasionada, inteligente y arisca, ambiciosa.

—¡La misma!… La que soñaba con no depender de nadie. La que quería conseguir la escuela para tener libertad y seguir estudiando las horas libres.

—Sí. ¿Y por qué no puedes hacerlo? Aún estás a tiempo.

—He cumplido treinta y cinco años. ¿Me oyes?

—Sí. ¿Y qué?

Pablo ha sido operado cuatro veces. El fémur izquierdo se le fue atrofiando y los médicos trataban de injertarlo, de estimularlo para que creciera. Una de aquellas operaciones le alcanzó en pleno curso. Asunción, cargada de carpetas y de libros, acudía todas las tardes a su casa. Estudiaban, hablaban de problemas sociales, de libros, de lo que cada uno de ellos haría al acabar la carrera. Pablo necesitaba ganar en seguida una plaza y conseguir un sueldo. Su madre había gastado todos sus ahorros con las operaciones de Pablo y no disponían más que de una modesta pensión que les asignaba el Gobierno por ser la viuda de un coronel de cuando la Dictadura. Asunción era huérfana, vivía con su hermana y salía a pelea diaria con ella y con el cuñado, daba clases para ayudarse en sus estudios y no resultar tan gravosa. Los dos afirmaban que al ganar las oposiciones seguirían estudiando, aunque sólo fuera para conseguir una Inspección. Hasta ahora ni el uno ni el otro lo habían intentado.

—Te diré por qué no estudio: no tengo bastantes horas durante el día para ganar lo que necesito para vivir. Por eso.

Se pellizca la barbilla y da golpes con la punta del pie en el suelo. Está nerviosa, irritada. Pablo la mira temeroso. Con respeto y piedad.

—Tal vez pudiera pasar con menos. Volver a dormir en los cuartos de la escuela, hacerme la comida yo misma, no comprar ropa ni libros. Así no tendría que dar clases, conseguiría tiempo… Pero, de verdad, Pablo, creo que no vale la pena.

Hace solamente dos horas que ha llegado Pablo. Al bajar de la Exclusiva caminó hacia Asunción que, de pie en la puerta del bar de Mostaxet, le esperaba. Un balanceo rápido a cada paso. Pablo con su muleta. Una imagen familiar y querida. Sonrió ampliamente al verla.

—¿Qué tal?

—Bien, ¿y tú?

—Ya ves.

Lo que se dice siempre entre personas simplemente conocidas. Pero ahora ya están hablando como antes, como hace años, cuando Asunción discutía y hasta llegaba a pegarse con él. Lo insultaba. Para al día siguiente volver a llamar a su puerta, mohína, silenciosa, como si nada hubiera pasado. Con sus libros, sus apuntes y unas teorías sobre la vida que casi siempre eran fieras y absurdas.

—Creo que ya bajan las maletas…

—Sí, creo que sí.

Asunción le había conseguido a Pablo una habitación en la Residencia. Esperaban en el bar antes de ir allá, porque el chófer y el ayudante están apalabrando el pescado que se han de llevar por la mañana temprano a Palma. Pablo prefiere esperar su maleta antes de ir al hotel.

Paga la consumición y salen a la puerta del bar. Una noche oscura y fresca los espera fuera. El mar brama.

—Allí está.

El ómnibus hace ruido de hojalata a la que alguien le da puntapiés. Paco, el ayudante, está subido en la escalera mientras que un forastero reseco y pequeño anda por la baca cogiendo los bultos y se los va dando. Le llega el turno a la maleta de cartón de Pablo. Es grande y Pablo dice a modo de disculpa:

—He traído libros.

—¿Libros para dos días?

—Sí. Me gusta tenerlos cerca.

Y baja la vista como si mirara la suela ortopédica de su zapato izquierdo. Alta, gruesa, un bloque de cuero, relleno de corcho por dentro.

19

Montones de flores agrupadas, atadas con cordeles, cubiertas con papel de plata las ataduras mojadas. Cajas de bombones. Cartas apasionadas. Tarjetas elegantes que le entregaban respetuosos criados al acabar los desfiles…

Algunas veces el viento sopla cruelmente y se lleva toda la belleza de un paisaje. Otras, el tiempo, la muerte, los caminos de la vida nos arrebatan a las personas que amamos. El tiempo, como un viento implacable, nos roba lo que más queremos —nuestros seres queridos, nuestras ilusiones, la frescura de la juventud…— y nos lleva, inexorable, firme y seguro hacia la muerte.

Sibila se quitó toda la ropa y se estuvo mirando en el espejo alargado del armario: sus brazos estaban bien proporcionados, morenos, igual que sus piernas; sus pechos se mantenían firmes y él vientre, aunque un poco abombado ahora, continuaba siendo hermoso. Su cuerpo era, desde que tomaba el sol, de dos colores, por culpa del traje de baño, y en su piel parecía existir un bañador, un bañador pegado a ella y hecho de una piel más fina, sin pigmentar.

Hubiera querido desdoblarse para alcanzar con ojos nuevos su propia belleza. Mirándola como un objeto maravilloso que sólo ella, nadie más, podía admirar, sufría de ser sólo dos ojos acostumbrados, sin capacidad de pasmo como alguien que ha robado la más admirable y la más famosa de las obras de arte y tiene que contemplarla escondido, sin poder mostrarla a nadie.

Se acordó de Minan, aquella modelo compañera suya. Cuando las demás le reprochaban que se fuera a la cama con todo el mundo, ella contestaba descarada, rápida: «¡Hija, para que se lo coman los gusanos!…»

Recordó cuando Rosso la besaba en sus noches de amor: «¡Maravillosa mía! ¡Hermosa mía!…», borracho de deseo. Cada milímetro de su cuerpo sintió el contacto cosquilleante de sus labios. Años de vida daría en estos momentos para ser besada por alguien de aquel modo. Besada. Mordida. Estrujada por una boca voraz. Pero su deseo no servía para nada. Ella estaba solitaria, desesperada, como una perra en celo que alguien ha encerrado en una habitación oscura.

Probó a besar su brazo. Se lo acercó con una especie de temor supersticioso a los labios. Pero la piel suave, casi nueva a su olfato, tan próxima, no le decía nada. No era nada. Ella no podía ser a la vez ídolo y sacerdotisa. Necesitaba la admiración de un ser vivo sobre ella. Lo sabía bien. Necesitaba un hombre.

Miró el balcón. Quiso imaginarse lo que ocurriría si ella saliera, así como estaba, a gritar. Creerían que se había vuelto loca. Pensarían que era una mujer perturbada de la que se ha apoderado la libido. Había oído hablar de muchas locas dominadas por su instinto sexual, que se pasean desnudas por las azoteas o pretenden ir sin ropa hasta la fuente de la plaza con un cántaro en la cadera… Por otra parte pensó que si se asomaba ella al balcón no la vería nadie. Nunca pasaba un alma bajo los balcones de la Torre. A Sibila se le llenaron de lágrimas los ojos. Hincó los dientes en la piel de sus labios hasta hacerse daño.

Abajo, en la cocina, se oía ruido de cacharros. Raimunda debía de fregar los platos de la cena. Los objetos chocaban haciendo ruido al tropezarse. Se oía también su canturreo apagado, monocorde, como la canción de cuna de una mujer soñolienta o el canto de noria de un moro al que le han arrancado los ojos.

Abrió la ventana. La brisa hizo que se agitaran las cortinas y al rozarle en la piel le dio frío. Lanzó una larga mirada de autocompasión hacia la imagen suya que se reflejaba en el espejo. Su mirada resbaló hasta las rosas abiertas que se deshojaban dentro de un jarrón: varios pétalos, descoloridos, habían volado hasta la mesita; había también alguno en el suelo.

Aspiró con fuerza el pasado perfume de las flores y al mismo tiempo el de su cabello, el de su piel… Después se metió en la cama sin ponerse el camisón. El cielo estaba lleno de estrellas. Oscuro y centelleante.

Una rueda asombrosa, movible, machacona, le daba vueltas en la cabeza. Los pétalos caídos de las rosas. Fue ayer mañana cuando Raimunda las trajo frescas, sin acabar de abrirse… Las viejas bañistas con sus muslos flaccidos, llenos de bolsas, colgantes… Un día habían sido jóvenes como ella. Con deseos, con anhelos de amar y de ser admiradas…

Un tictac poderoso que parecía producido por un mazo de bronce, se apoderaba de su cabeza y le repetía: «Tú serás como ellas, tú serás como ellas…» El cielo estaba estrellado. Sibila creía estarlo viendo cuando oyó su propia voz gritando con fuerza:

—¡No quiero! ¡No quiero!

Encendió la luz. El tictac continuaba dentro de su cabeza y las cuerdas vocales le dolían como si se las hubieran rascado con papel de lija. Se sentó en la cama y se sujetó la frente con las manos.

—A lo mejor voy a volverme loca —dijo en voz alta, casi tranquila.

No sabía si había soñado, aunque ella juraría que no se había dormido aún cuando se le había presentado un viejo oso, sin uñas y sin dientes, macilentas las carnes, dando saltos al son de un gastado tambor. Obedeciendo a un palurdo de voz ronca que decía frases sin sentido. Chistes crueles que todo el mundo celebraba. Oía las risotadas de la gente. Eran como martillazos. Pero a las personas no las veía. Componían en el sueño sólo un ruido molesto.

De pronto el oso se convirtió en Miriam, la maniquí, sur compañera en casa de Xam. Miriam le sonreía con los dientes dislocados y amarillos entre los que había algunos postizos ostentosamente blancos. Y el tambor repetía: «Tú serás como ella, tú serás como ella…» Y entonces Sibila había gritado.

Se quedó preocupada. Llegó a atribuir aquella especie de alucinaciones a algún desequilibrio producido por la dieta a que se había sometido desde hacía unas semanas. Seguramente si ahora se levantara de la cama para ir a la cocina y comer, todo le pasaría y cogería un sueño tranquilo. A su cabeza acudieron las posibles golosinas que podía encontrar en los estantes de la nevera: sesos rebozados, pescado con mayonesa, jamón, queso… Podía tragar pedazos enteros de lo que hubiera, como hacía antes de proponerse adelgazar. Comer sin necesidad, por gula o por emplear el tiempo de alguna manera.

Pero no pensaba hacerlo. Se había propuesto recuperar la figura que tenía antes. Cuando era Sibila. La modelo mejor cotizada de París. La que lograba que se vendieran más vestidos y salía con más frecuencia fotografiada en la primera plana de las revistas de actualidad.

Sin embargo, intuía confusamente que tenía que hacer algo para contentar a aquel diablo ávido que llevaba dentro. Podía hacer muchas cosas, podía hacerlas, pero su temperamento, su carácter, la falta de costumbre, su condición de mujer se lo impedían.

Su condición de mujer. Los hombres pronuncian discursos, se emborrachan, echan abajo los árboles, ahorcan a los reos, arengan a las muchedumbres en las plazas… Los hombres cogen con el puño lo que desean y dicen: «Esto quiero». Lo agarran. Se apoderan de lo que sea. Y no vuelven a pensar más.

La imagen del Monegro partiendo leña, hiriendo las ramas de los árboles, haciéndoles gotear una savia espesa que olía a semen. El Monegro sudando, con el flaco pantalón por el que se transparentaban los haces perfectos de sus piernas; La imagen del jornalero se le presentó como una revelación, como algo que no sospechamos que existiera y en un momento dado la luz de un relámpago nos lo muestra palpitante y a nuestro alcance. Recordó su mirada traspasándola una tarde, intensa y brutal. Las historias que circulaban por el pueblo: la Forta, las criadas del hotel…

Se abotonaba el vestido ante el espejo cuando vio en su boca los mismos pliegues; el gesto obstinado y cruel de aquel otro día.

La esperaba un pintado telón que alguien habría de levantar para que ella se luciera.

El día que se tenía que fallar el juicio contra Rosso, Sibila se vistió con un conjunto de primavera firmado por Xam. Se peinó y se maquilló con el mismo cuidado, con más sabiduría que el primer día de exhibición al comenzar su profesión de maniquí.

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