Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–Bien, podemos buscar un lugar para instalar el campamento y ponernos cómodos –dijo Ayla–. Además, tenemos que cazar algo para comer. Quizá entre esos árboles, junto al arroyo, encontremos perdices.
–Lástima que aquí no haya fuentes de agua caliente –lamentó Jondalar–. Es extraño cómo relaja un baño caliente.
Ayla contempló desde gran altura un infinito espejo de agua. En la dirección contraria, la planicie ancha y cubierta de pasto se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Más cerca, un conocido prado montañés, con una pequeña caverna en una pared de rocas, sobre el borde. Las plantas de avellano crecían contra la pared, ocultando la entrada.
Tenía miedo. Fuera de la caverna nevaba, de modo que la entrada había quedado obstruida; pero cuando ella apartó los arbustos y salió al exterior, era primavera. Las flores se abrían y los pájaros cantaban. La nueva vida se manifestaba por doquier. De la caverna le llegó el llanto robusto de un recién nacido.
Ayla seguía a alguien que descendía por la ladera de la montaña, llevando a un niño apoyado en la cadera y sostenido por un pedazo de la capa. Cojeaba y caminaba con la ayuda de un bastón y sobre la espalda cargaba un bulto, envuelto en una capa. Era Creb, y estaba protegiendo al recién nacido de Ayla. Caminaron, pareció que eternamente, pero recorrieron una gran distancia a través de las montañas y las dilatadas planicies, hasta que llegaron a un valle con un campo protegido y cubierto de hierba. Allí acudían con frecuencia los caballos.
Creb se detuvo, se quitó la abultada capa y la depositó en el suelo. Ayla creyó que veía dentro el blanco del hueso, pero un joven caballo castaño salió de la capa y corrió hacia una yegua de pelaje de color amarillo leonado. Ayla silbó a la yegua, pero ella se alejó al galope con un garañón de pelaje claro. Creb se volvió e hizo señas a Ayla, pero ésta no pudo entender la seña. Era un lenguaje cotidiano que ella desconocía. Él hizo otra señal: «Vamos, podemos llegar antes de que oscurezca».
Ella estaba en un largo túnel que penetraba profundamente en una caverna. Delante parpadeaba una luz. Era una abertura para salir. Ayla estaba ascendiendo por un empinado sendero a lo largo de una pared de roca de color blanco cremoso, siguiendo a un hombre que daba pasos largos y briosos. Ella conocía el lugar y se dio prisa para alcanzar al otro.
–¡Espera! ¡Espérame! Ya voy –gritó.
–¡Ayla! ¡Ayla! –Jondalar estaba sacudiéndola–. ¿Tenías una pesadilla?
–Un sueño extraño, pero no una pesadilla –contestó Ayla. Se incorporó, sintió una oleada de náusea y volvió a acostarse, con la esperanza de que el malestar se aliviase.
Jondalar agitó la ancha lámina de cuero para asustar al garañón de pelaje claro y Lobo aulló y le hostigó, mientras Ayla deslizaba un cabestro sobre la cabeza de Whinney.
La yegua no tenía sobre el lomo más que un envoltorio pequeño. Corredor, firmemente atado a un árbol, soportaba la mayor parte del peso.
Ayla saltó sobre el lomo de la yegua y la apremió para que galopase, llevándola hacia el borde del ancho campo. El garañón les persiguió, pero disminuyó el ritmo a medida que se separaron del resto de las yeguas. Finalmente se detuvo, se alzó sobre las patas y relinchó, llamando a la yegua. Volvió a encabritarse y corrió de vuelta hacia el rebaño. Varios garañones ya habían intentado aprovechar su ausencia. Disminuyó la distancia que le separaba de las hembras y de nuevo se alzó sobre las patas, lanzando un desafío.
Montada en Whinney, Ayla continuó la marcha, pero ya no fue necesario mantener el rápido galope inicial. Cuando oyó ruido de cascos detrás, se detuvo y esperó a que se acercaran Jondalar y Corredor, con Lobo a poca distancia.
–Si nos damos prisa, podemos llegar antes de que oscurezca –dijo Jondalar.
Ayla y Whinney se pusieron a la par del resto. Ella tuvo la extraña sensación de que antes ya habían hecho lo mismo.
Avanzaron con paso tranquilo.
–Creo que ahora las dos tendremos hijos –dijo Ayla–. El segundo para cada una; y ambas ya tuvimos varones. Creo que eso es bueno. Podemos compartir esta situación.
–Podrás compartir tu embarazo con muchas mujeres –observó Jondalar.
–Estoy segura de que dices la verdad, pero será agradable compartirlo con Whinney, pues ambas hemos quedado embarazadas durante este viaje. –Cabalgaron en silencio un rato–. Pero ella es mucho más joven que yo. Ya soy vieja para tener un hijo.
–Ayla, no eres tan vieja. Yo soy el anciano.
–Esta primavera cumplo diecinueve años. Es mucho para tener un hijo.
–Yo soy mucho mayor. Ahora ya tengo veintitrés años cumplidos. Es mucha edad para el hombre que por primera vez instala su propio hogar. ¿Sabes que estuve ausente cinco años? Me pregunto si alguien me recuerda –se interrogó Jondalar.
–Por supuesto, te recordarán. Dalanar no tuvo la más mínima dificultad, y tampoco Joplaya –dijo Ayla. «Todos le reconocerán», pensó Ayla, «pero nadie sabrá de mí».
–¡Mira! ¿Ves esa roca, allí? ¿Después del recodo del río? ¡Ahí es donde maté mi primera presa! –dijo Jondalar, incitando a Corredor a apretar el paso–. Era un ciervo grande. No sé qué temía más..., si aquella gran cornamenta o errar el tiro y volver a casa con las manos vacías.
Ayla sonrió, complacida ante los recuerdos de Jondalar; pero ella no tenía nada que recordar. De nuevo sería una extranjera. Todos la mirarían y harían preguntas acerca de su extraño acento y de su origen.
–Cierta vez celebramos aquí una Reunión de Verano –dijo Jondalar–. Se organizaron hogares por todo el lugar. Fue la primera que presencié después de hacerme hombre. Oh, cómo me pavoneaba tratando de parecer mayor, pero temeroso de que ninguna joven me invitase a compartir sus Primeros Ritos. Supongo que no era necesario preocuparse tanto. Tres me invitaron, ¡y eso me atemorizó todavía más!
–Jondalar, ahí hay varias personas mirándonos –señaló Ayla.
–Es la Decimocuarta Caverna –dijo Jondalar, y saludó con la mano. Nadie contestó. En cambio, desaparecieron bajo un ancho saliente.
–Seguramente se trata de los caballos –dijo Ayla.
Él frunció el entrecejo, después meneó la cabeza.
–Se acostumbrarán.
«Así lo espero», pensó Ayla, «y también deseo acostumbrarme yo misma. Lo único conocido en todo esto será Jondalar».
–¡Ayla! ¡Ahí está! –dijo Jondalar–. La Novena Caverna de los zelandonii.
Ayla miró en la dirección que él señalaba y sintió que palidecía.
–Es fácil descubrirla por ese saliente alto. ¿Ves, donde parece una piedra que está próxima a caer? Pero no cae, a menos que todo el saliente se desplome. Te veo muy pálida.
Ella detuvo la marcha del caballo.
–Jondalar, ¡he visto antes ese lugar!
–¿Cómo es posible? Nunca has estado antes aquí.
De pronto, todo se reveló claramente. «¡Era la caverna de mis sueños! La que surgió de los recuerdos de Creb. Ahora sé lo que él intentaba decirme en mis sueños.»
–Te dije que mi tótem te destinaba a mí y me arregló las cosas de modo que vinieses y me consiguieras. Deseaba que tú me llevases al hogar, al lugar en el que mi espíritu del León de la Caverna sería feliz. Es aquí. Jondalar, yo también he llegado a mi hogar. Tu hogar es mi hogar –dijo Ayla.
Sonrió; pero antes de que él pudiese responder, oyeron una voz que gritaba su nombre.
–¡Jondalar! ¡Jondalar!
Volvieron la mirada hacia un sendero que llevaba a un risco y vieron la figura de una joven.
–¡Madre! Ven, apresúrate –dijo la muchacha–. Jondalar ha vuelto. ¡Jondalar está en casa!
Ayla pensó: «Y también yo».