Las llanuras del tránsito (138 page)

Ayla sintió la tensión de la cuerda y después advirtió que se elevaba. Los pies se balanceaban en el aire, mientras ella misma ascendía lentamente hacia el borde de la grieta. Vio la cara de Jondalar y sus hermosos e inquietos ojos azules, y agarró la mano que él le ofrecía para ayudarla a pasar el borde. Después volvió a entrar otra vez sobre la superficie; Jondalar la abrazaba. Ayla se abrazó con fuerza al hombre.

–Creí que habías muerto –dijo Jondalar, besándola y apretándola contra su cuerpo–. Lamento haberte gritado, Ayla. Sé que puedes preparar tu propio equipaje. Lo único que sucede es que todo esto me preocupa mucho.

–No, la culpa es mía. Hubiera debido tener más cuidado con mis protectores para los ojos. Nunca debí adelantarme a ti de ese modo. Todavía no conozco bien el hielo.

–Pero yo te lo permití y hubiera debido saber a qué atenerme.

–Yo hubiera debido saberlo –dijo simultáneamente Ayla.

Se miraron sonriendo al advertir la involuntaria semejanza de las palabras.

Ayla sintió un tirón en la cintura y vio que el extremo opuesto de la cuerda estaba asegurada al corcel castaño. Corredor la había sacado de la grieta. Ella manipuló la cuerda para desatar los nudos que la sujetaban por su cintura, mientras Jondalar mantenía cerca al robusto caballo. Al fin, Ayla tuvo que emplear un cuchillo para cortar la cuerda. Había hecho tantos nudos y tan tensos –además, se habían ajustado todavía más mientras Corredor la alzaba–, que era imposible desatarlos.

Después de dar un rodeo alrededor de la grieta que casi les había llevado al desastre, continuaron la marcha hacia el sudoeste, a través del hielo. Comenzaban a prepararse seriamente ante la disminución de la provisión de piedras para hacer fuego.

–Jondalar, ¿cuánto tardaremos en llegar al otro lado? –preguntó Ayla por la mañana, después de derretir hielo para todos–. No nos quedan muchas piedras para hacer fuego.

–Confiaba en que hoy ya estaríamos allí. Las tormentas nos han retrasado más de lo que yo creía; ahora estoy preocupado porque quizá el tiempo cambie cuando todavía estamos sobre el hielo. Puede suceder con mucha rapidez –advirtió Jondalar, explorando cuidadosamente el cielo al mismo tiempo que hablaba–. Me temo que será pronto.

–¿Por qué?

–He estado pensando en esa tonta discusión que sostuvimos antes de que cayeses en la grieta. ¿Recuerdas que todos nos advirtieron acerca de los malos espíritus que marchan por delante del viento que derrite la nieve?

–¡Sí! –dijo Ayla–. Solandia y Verdegia dijeron que uno se muestra irritable y yo me sentía muy irritable. Y continúo así. Me siento tan harta y cansada de este hielo que tengo que hacer un esfuerzo de voluntad para continuar caminando. ¿Es posible que se trate de eso?

–Es lo que me estaba preguntando. Ayla, si se trata de eso, tenemos que darnos prisa. Si el viento de primavera llega cuando todavía estemos sobre este glaciar, todos podemos caer en las grietas –dijo Jondalar.

Trataron de racionar con más cuidado las piedras pardas de turba y bebían el agua con el hielo apenas derretido. Ayla y Jondalar comenzaron a transportar sus recipientes llenos de nieve bajo las chaquetas de piel, con la intención de que el calor corporal derritiese lo suficiente para ellos y para Lobo. Pero eso no era suficiente. Los cuerpos de los dos humanos no podían derretir de ese modo el agua que los caballos necesitaban; cuando usaron la última de las piedras, ya no tuvieron agua para los animales. Ayla había agotado también el forraje, pero el agua era lo más importante. La joven vio que masticaban hielo y eso también la inquietó. La deshidratación y la ingestión de hielo podían bajarles tanto la temperatura que no lograrían mantener el calor corporal en el nivel necesario para afrontar el frío del glaciar.

Los dos caballos habían acudido a ella buscando agua, después que los dos viajeros levantaron la tienda, pero lo único que Ayla pudo hacer fue darles unos pocos sorbos de su propia ración y partirles algunos pedazos de hielo. Esa tarde no hubo tormenta y el grupo continuó avanzando hasta que oscureció tanto que casi no podían ver. Habían recorrido un buen trecho y hubieran debido alegrarse; pero Ayla se sentía extrañamente incómoda. Esa noche no pudo dormir bien. Trató de serenarse y se dijo que sólo estaba preocupada por los caballos.

Jondalar también permaneció despierto largo rato. Pensaba que el horizonte se acercaba cada vez más, pero temía que esa impresión fuese resultado de sus propios deseos, y no quería mencionar el asunto. Cuando, finalmente, se adormeció, despertó en mitad de la noche y descubrió que Ayla también estaba completamente despierta. Se levantaron apenas despuntó el primer atisbo de luz y partieron cuando aún había estrellas en el cielo.

Hacia media mañana el viento había cambiado y Jondalar tuvo la certeza de que sus temores más graves pronto cobrarían realidad. No se trataba tanto de que el viento fuese más cálido, sino de que era menos frío; además, ahora llegaba del sur.

–¡Deprisa, Ayla! Tenemos que salir cuanto antes –dijo Jondalar, que casi echó a correr. Ella asintió y se puso a la par.

Hacia el mediodía el cielo estaba claro, y la fuerte brisa que les golpeaba la cara era tan tibia que casi parecía primaveral. La fuerza del viento aumentó, lo que vino a retrasar la marcha de los viajeros, que tenían que avanzar inclinando el cuerpo. Y su tibieza, que se aposentaba sobre la fría superficie del viento, era una caricia de muerte. Los ventisqueros de polvo de nieve seca se humedecieron y consolidaron, y después se convirtieron en una especie de lodo. Comenzaron a formarse pequeños charcos de agua en las depresiones poco profundas de la superficie. Éstas se ahondaron y cobraron un vívido color azul que parecía resplandecer desde el centro del hielo; pero la mujer y el hombre no tenían tiempo ni ánimo para apreciar su belleza. Ahora la necesidad de agua de los caballos se satisfizo fácilmente, pero eso no reconfortó mucho a los dos humanos.

Comenzó a elevarse una suave bruma, pegada a la superficie; el viento sur tibio la arrastró antes de que pudiese elevarse mucho. Jondalar llevaba una lanza larga para tantear el camino al frente, pero todavía iba casi corriendo y Ayla se veía en dificultades para seguirle el paso. Ella hubiera deseado saltar sobre el lomo de Whinney y dejar que la yegua la llevase, pero en el hielo aumentaba el número de grietas que estaban abriéndose. Jondalar estaba casi seguro de que el horizonte se encontraba más cerca, pero la bruma baja hacía que el cálculo de las distancias fuese engañoso.

Sobre la superficie del hielo comenzaban a correr hilos de agua que conectaban los charcos y hacían que la marcha fuese muy peligrosa. El grupo chapoteó en el agua y sintió la penetración del frío intenso; después oyó el chasquido de las gotas. De pronto, a pocos metros por delante, una importante extensión de lo que había parecido hielo sólido se desprendió y puso al descubierto un ancho abismo. Lobo aulló y gimió, y los caballos se apartaron, emitiendo relinchos de miedo. Jondalar se desvió y siguió el borde del desprendimiento, buscando un sitio para pasar.

–Jondalar, no puedo continuar. Estoy exhausta. Debo detenerme –dijo Ayla con un sollozo, y después se echó a llorar–. Jamás lo lograremos.

Él se detuvo; después regresó y la consoló.

–Ayla, casi hemos llegado. Mira. Puedes ver lo cerca que está el borde.

–Pero casi hemos caído en una grieta, y algunos de esos charcos se han convertido en pozos azules profundos en los cuales se derrama el agua.

–¿Deseas permanecer aquí? –dijo Jondalar.

–No, está claro que no –dijo–. No sé por qué lloro así. Si continuamos en este lugar, sin duda moriremos.

Jondalar rodeó la ancha grieta, pero cuando viraron de nuevo hacia el sur, los vientos eran tan intensos como habían sido los que llegaban del norte; pudieron sentir que la temperatura se elevaba. Los hilos de agua se convirtieron en arroyos que cruzaban en todas direcciones el hielo y formaban ríos. Sortearon otras dos grietas más anchas y alcanzaron a ver más allá de la sábana de hielo. Salvaron corriendo la última y breve distancia y, de pronto, se encontraron mirando hacia abajo, desde el borde del glaciar.

Habían llegado a la cara opuesta del glaciar.

Una cascada de agua turbia y lechosa, la leche del glaciar, apareció exactamente debajo, brotando de la base del hielo. A lo lejos, más allá de la línea nevada, se divisaba una delgada capa de verde claro.

–¿Deseas detenerte aquí a descansar un poco? –preguntó Jondalar, pero en realidad también él parecía preocupado.

–Sólo deseo salir de este hielo. Podremos descansar cuando lleguemos a ese prado –dijo Ayla.

–Está más lejos de lo que parece. Éste no es un lugar apropiado para andar deprisa o descuidarse. Nos ataremos con cuerdas y creo que tú debes descender primero. Si resbalas, puedo sostener tu peso. Busca con cuidado un camino para descender. Podemos llevar a los caballos del ramal.

–No, no creo que sea conveniente. Me parece que es mejor quitarles los cabestros, la carga y la angarilla y permitirles que busquen su propio camino para descender.

–Tal vez tengas razón, pero entonces tendremos que dejar aquí las cosas... a menos...

Ayla siguió la dirección de la mirada de Jondalar.

–¡Depositemos todo en el bote redondo y dejémoslo caer! –dijo ella.

–¿Y si se rompe?

–¿Qué puede romperse?

–El armazón –dijo Jondalar–, pero incluso en ese caso, el cuero probablemente lo protegerá todo.

–Y lo que haya dentro incluso así se conservará, ¿no crees?

–Seguramente –sonrió Jondalar–. Creo que es una buena idea.

Después de cargar todo en el bote redondo, Jondalar se hizo cargo del pequeño envoltorio de objetos indispensables, mientras Ayla conducía a Whinney. Aunque un tanto temerosos ante la posibilidad de resbalar, los animales se acercaron al borde, buscando el modo de descender. Como si desearan compensar los retrasos y los peligros que habían soportado durante la travesía, pronto hallaron la pendiente gradual de una morrena, con toda su grava, un paso que parecía practicable y que comenzaba poco después de una ladera un tanto más acentuada de hielo resbaladizo. Arrastraron el bote hasta la pendiente helada; después Ayla desató la angarilla. Retiraron todos los cabestros y cuerdas que tenían los dos animales, pero no las botas de cuero de mamut sujetas a sus patas. Ayla las verificó todas para asegurarse de que estaban bien atadas; se habían adaptado a las formas de los cascos de los caballos y les ajustaban bien. Después llevaron a los caballos al lugar en que comenzaba la morrena.

Whinney gimió y Ayla la calmó, llamándola con el nombre que ella mejor conocía; le habló en el lenguaje que ambas usaban y que estaba formado por señales, sonidos y palabras inventadas.

–Whinney, tienes que bajar por tu cuenta –dijo la mujer–. Nadie mejor que tú podrá encontrar el suelo más firme para apoyar las patas sobre este hielo.

Jondalar tranquilizó al caballo más joven. El descenso sería peligroso; podían suceder muchas cosas, pero, por lo menos, habían logrado cruzar el glaciar con los caballos. Ahora ellos tenían que descender. Lobo se paseaba nerviosamente, iba y volvía, a lo largo del borde del hielo, como hacía cuando temía zambullirse en un río.

Alentada por Ayla, Whinney fue la primera en traspasar el borde, y lo hizo eligiendo cuidadosamente el camino. Corredor la siguió de cerca y pronto se le adelantó. Llegaron a un lugar de suelo resbaladizo, vacilaron y se deslizaron; cobraron impulso y descendieron más deprisa para mantener el equilibrio. Estarían abajo –o no llegarían- cuando Ayla y Jondalar estuviesen fuera del glaciar.

Lobo gemía allá arriba, la cola entre las patas, y no le avergonzaba demostrar el miedo que sentía al ver que se alejaban los caballos.

–Empujemos el bote y empecemos. Hay mucha distancia hasta allá abajo y no será fácil –dijo Jondalar.

Cuando empujaron el bote para colocarlo cerca del borde helado que sobresalía, de pronto Lobo saltó al interior.

–Seguramente cree que nos preparamos para cruzar un río –dijo Ayla–. Ojalá pudiéramos descender flotando sobre este hielo.

Ambos se miraron y comenzaron a sonreír.

–¿Qué te parece? –preguntó Jondalar.

–¿Por qué no? Has dicho que podía soportar el peso.

–Pero ¿y nosotros, cómo llegaremos?

–¡Hagamos la prueba!

Cambiaron de lugar unas pocas cosas para dejar espacio y después entraron en el bote redondo junto a Lobo. Jondalar pensó esperanzado en la ayuda de la Madre; usando una de las pértigas de la angarilla, impulsó el bote.

–¡Sujétate! –gritó Jondalar, cuando ya sobrepasaban el borde.

Cobraron velocidad muy rápidamente; al principio descendían en línea recta; después golpearon contra un saliente y el bote brincó y giró. Se desviaron hacia un costado, después remontaron una pendiente suave y se encontraron volando por el aire. Ambos gritaron, excitados y temerosos; aterrizaron con un tremendo topetazo que los elevó por el aire a todos, incluido Lobo, y después volvieron a girar, aferrados al borde del bote. El lobo intentaba agazaparse y hundir el hocico sobre un costado, todo al mismo tiempo.

Ayla y Jondalar se sostenían con todas sus fuerzas; era lo único que podían hacer. No ejercían el más mínimo control sobre el bote redondo que descendía veloz por el costado del glaciar. El bote se desviaba a la derecha y a la izquierda, brincaba y giraba como si saltara de alegría, pero como llevaba una carga pesada, el peso se concentraba en el fondo de modo que se compensaba la tendencia a volcar. Aunque el hombre y la mujer gritaban sin querer, no podían dejar de sonreír. Era la aventura más emocionante que cualquiera de ellos había afrontado, pero aún no había concluido.

No habían pensado en cómo terminaría el viaje; y cuando ya estaban cerca de la base, Jondalar recordó la grieta que solía aparecer al pie del glaciar y que separaba al hielo del sujeto que estaba debajo. Un aterrizaje muy violento sobre la grava podía arrojarlos a todos fuera del bote y causarles heridas, o algo peor, pero el sonido no le impresionó cuando lo escuchó por primera vez. Sólo cuando aterrizaron con un fuerte golpe y un estrepitoso chasquido en medio de una rugiente cascada de agua turbia, Jondalar comprendió que el descenso sobre el hielo resbaladizo y húmedo les había devuelto al río de agua derretida que brotaba de la base del glaciar.

Aterrizaron al pie de la cascada en medio de un pequeño lago de aguas de glaciar fundido, un líquido de color verde sucio. Lobo se sintió tan complacido que cayó sobre los dos humanos y comenzó a lamerles la cara. Finalmente, se sentó y elevó la cabeza en un aullido de salutación.

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