Las llanuras del tránsito (67 page)

Sin advertir siquiera que se movía, de pronto Ayla se encontró en brazos de Jondalar, sintiendo la intensa presión de su cuerpo y su boca cálida y ansiosa. Ciertamente, en la vida de Ayla no faltaban los placeres; compartían regularmente ese don de la Madre y con intenso goce, pero aquel momento era excepcional. Quizá fuera la excitación del ambiente, pero, en todo caso, sintió que todas sus sensaciones se acentuaban. En todos los lugares sentía la presión del cuerpo masculino sobre ella y una especie de cosquilleo recorría su propio cuerpo; las manos de Jondalar en su espalda, los brazos en torno a ella, los muslos contra sus muslos femeninos. El bulto en la ingle, que ella sentía a través del espesor de las prendas de invierno forradas de piel, parecía tibio, y los labios de Jondalar sobre los suyos suscitaron en ella una sensación indescriptible, que la impelía a desear que él jamás se detuviera.

Apenas la soltó y retrocedió lo suficiente para aflojar la prenda que la cubría, el cuerpo de Ayla se sintió casi dolorido a causa del deseo y de la inminencia del contacto. Ya no podía esperar, y, sin embargo, no deseaba que él se precipitase. Cuando Jondalar deslizó la mano bajo la túnica para cerrarla sobre los senos de Ayla, ella se alegró de que las manos del hombre estuviesen frías, porque así provocaban una sensación de contraste con la calidez que ella sentía en su interior. Ahogó una exclamación cuando él apretó un pezón duro; sintió fuegos que le pusieron piel de gallina, y que después se desplazaron por todo su cuerpo hasta el lugar profundo que ardía porque ansiaba todavía más.

Jondalar sintió las intensas reacciones de Ayla y percibió la sensación paralela de su propio ardor. Su miembro surgió erecto y latió en su plenitud. Sintió la lengua suave y tibia de Ayla, que le exploraba la boca y succionaba. Después, él la soltó para buscar la suave tibieza de la de Ayla y, de pronto, experimentó el deseo irresistible de saborear la sal tibia y sentir los pliegues húmedos de la otra abertura de Ayla, pero no quería dejar de besarla. Deseaba tenerla toda ella al mismo tiempo. Le sostuvo los dos senos con las manos, jugó con ambos pezones, pellizcando y frotando, y después le levantó la túnica e introdujo uno en su boca y succionó con fuerza, sintiendo al mismo tiempo la presión de Ayla contra él y percibiendo su gemido de placer.

Experimentó una vibración e imaginó toda su virilidad entrando en ella. Se besaron de nuevo y ella sintió la fuerza de su propia necesidad y también que su ansia se acentuaba. Tenía hambre de su contacto, de sus manos, de su cuerpo, de su boca y de su virilidad.

Él comenzó a quitarle la chaqueta y ella le ayudó a hacerlo, deleitándose con el viento frío, que le parecía cálido cuando él acercaba su boca a la boca de Ayla y sus manos al cuerpo de la mujer. Jondalar desató un cordel de los calzones; ella sintió que descendían y caían a un lado. Ambos se acostaron sobre la chaqueta de Ayla; las manos de Jondalar le acariciaron las caderas y el estómago y el interior de los muslos. Ella se abrió para aceptar el contacto.

Él se colocó entre las piernas de Ayla, y la calidez de su lengua cuando la saboreó provocó punzadas de excitación a través del cuerpo femenino. Ayla se mostraba tan sensible, sus reacciones eran tan intensas, que todo parecía casi insoportable, intolerablemente estimulante.

Jondalar sintió la respuesta intensa e inmediata al contacto suave. Él había sido entrenado como tallador de pedernal, como fabricante de herramientas de piedra y armas de caza, y era uno de los más hábiles porque tenía sensibilidad para la piedra, con sus reacciones delicadas y sutiles. Las mujeres reaccionaban frente a su percepción y su manipulación sensible del mismo modo que reaccionaba un delicado fragmento de pedernal, y ambos daban de sí lo mejor que tenían. Gozaba sinceramente al ver cómo surgía una hermosa herramienta de un buen trozo de pedernal, al conjuro de su toque diestro, o al sentir que una mujer se excitaba hasta el nivel más alto de sus posibilidades, y había dedicado mucho tiempo a practicar las dos cosas.

Con su inclinación natural y su sincero deseo de conocer los sentimientos de una mujer, y sobre todo los de Ayla, en el momento más íntimo, sabía que un toque levísimo la excitaría más, en ese momento, aunque una técnica diferente podía ser la apropiada más tarde.

Besó la cara interior del muslo de Ayla; después ascendió con la lengua y percibió cómo surgían pequeños abultamientos provocados por los escalofríos. Golpeados por el viento frío, Jondalar sintió que ella se estremecía, y aunque Ayla tenía los ojos cerrados y no oponía resistencia, él pudo ver que estaba cubierta de piel de gallina. Se incorporó y se quitó su propia chaqueta para cubrirla, pero la dejó desnuda por debajo de la cintura.

Aunque no hubiera reparado en ello, la prenda forrada de piel de Jondalar, todavía caliente por el contacto con su cuerpo y saturada de su aroma masculino, resultaba maravillosa. El contraste del viento frío que acariciaba la piel de sus muslos, húmedos a causa de la lengua de Jondalar, le provocaba estremecimientos de placer. Ayla sintió la tibieza y la humedad entre sus pliegues, y el estremecimiento instantáneo provocado por el frío se colmó de un ardiente calor. Con un gemido, se arqueó para recibirlo.

Con las dos manos apartó los pliegues, admiró la bella flor rosada de su naturaleza femenina y después, incapaz de contenerse, entibió los pétalos que se enfriaban con su lengua húmeda, saboreando el gusto de la mujer. Ella sintió la calidez, y después el frío, y correspondió con un estremecimiento. Era una sensación nueva, no algo que él hubiera hecho antes. Jondalar estaba utilizando el aire mismo de la cumbre de la montaña para producirle placer, y en un rincón muy profundo de su espíritu ella se maravilló.

Pero cuando continuó, se olvidó del aire. Con una presión más intensa y la consabida provocación de su boca y sus manos, estimulando, alentando e incitando a los sentidos de Ayla a responder, ella perdió toda conciencia del lugar en que estaba. Sentía sólo la boca de Jondalar que succionaba, su lengua que lamía y exploraba el lugar del placer, sus dedos hábiles que la penetraban, y después sólo la marea ascendente, hasta que alcanzó la cima, y se desbordó, mientras Ayla buscaba la virilidad de Jondalar y la guiaba hacia su cavidad. Enarcó las caderas y él la colmó.

Jondalar introdujo profundamente su miembro, cerrando los ojos al sentir el estrechamiento cálido y húmedo. Esperó un momento, después retrocedió y sintió la caricia del túnel profundo, y embistió de nuevo. Se hundió, se retiró, y cada golpe le llevaba más dentro y aumentaba la presión en su interior. Jondalar oyó el gemido de Ayla, sintió que la joven se elevaba de nuevo hacia él; entonces se quedó allí parado y explotó con la liberación de una oleada tras otra de placer.

En el silencio, sólo el viento hablaba. Los caballos habían esperado pacientemente; el lobo había observado con interés, pero había aprendido a contener su curiosidad más activa. Finalmente, Jondalar elevó su cuerpo, se apoyó en los brazos y miró a la mujer a la que amaba.

–Ayla, ¿qué sucedería si hubiéramos comenzado a formar un niño? –preguntó.

–No te preocupes, Jondalar. No creo que suceda. –Ella se felicitaba por haber hallado más plantas anticonceptivas, y estaba tentada de revelárselo a Jondalar como ya se lo había explicado a Tholie. Pero Tholie se había sentido tan confundida al principio, a pesar de que era mujer, que Ayla no se atrevió a hablar de ello con el hombre–. No estoy segura, pero no creo que éste sea el momento en que yo pueda quedar embarazada –dijo, y era cierto que no estaba del todo segura.

Al final Iza había tenido una hija, a pesar de que había bebido durante años la infusión anticonceptiva. Quizá las plantas especiales perdieron su eficacia después de mucho uso, pensó Ayla, o tal vez Iza se había olvidado de tomarlas, aunque esto último era improbable. Ayla se preguntó qué sucedería si ella dejaba de beber la infusión matutina.

Jondalar abrigaba la esperanza de que ella tuviese razón, aunque su mente deseaba lo contrario. Se preguntaba si alguna vez habría un hijo en su hogar, un niño nacido de su espíritu o, quizá, de su propia esencia.

Pasaron algunos días antes de que llegaran a la cadena siguiente, que era más baja, y no sobrepasaba mucho la línea de árboles; pero desde allí pudieron ver por primera vez las dilatadas estepas occidentales. Era un día terso y claro, aunque había nevado antes, y a lo lejos entrevieron otra cadena más alta de montañas cubiertas de hielo. Abajo, en la llanura, vieron un río que corría hacia el sur, para desembocar en lo que parecía un lago grande y caudaloso.

–¿Es el Río de la Gran Madre? –preguntó Ayla.

–No. Es la Hermana, y tenemos que cruzarlo. Creo que será la travesía más difícil de todo nuestro viaje –explicó Jondalar–. ¿Ves allí, hacia el sur, donde el agua se extiende de modo que parece un lago? Ésa es la Madre, o más bien el lugar en donde la Hermana se une con ella... o lo intenta. Refluye y se desborda, y las corrientes son traicioneras. No intentaremos cruzar por allí, pero Carlono dijo que es un río turbulento, incluso en el curso superior.

Tal como estaban las cosas, el día en que miraron desde lo alto hacia el oeste, apostados en la segunda cadena, fue el último día de buen tiempo. Despertaron por la mañana bajo un cielo nublado y amenazador, tan bajo que se fundía con la bruma que flotaba sobre las depresiones y los bajíos. La niebla era casi palpable en el aire, y cubría con gotitas minúsculas los cabellos y las pieles. El paisaje estaba envuelto en una mortaja incorpórea que permitía que los árboles y las rocas no cobraran perfiles concretos a partir de formas confusas hasta el momento en que ellos se acercaban.

Por la tarde, con un inesperado y resonante retumbar de truenos, se abrió el cielo, iluminado apenas unos segundos antes por un súbito rayo de luz. Ayla se sobresaltó, sorprendida, y se estremeció sobrecogida cuando los relámpagos luminosos de luz blanca surcaron el cielo sobre el trasfondo de las cumbres de las montañas. Pero no era el rayo lo que la asustaba, sino la anticipación del ruido explosivo que presagiaba.

Ayla se encogía cada vez que oía un estruendo lejano o un rumor cercano, y con cada estallido del trueno parecía que la lluvía caía con más fuerza, como si el ruido la obligase a desprenderse de las nubes. Mientras descendían por la ladera occidental de las montañas, la lluvia caía en cortinas espesas como cascadas. Los arroyos se colmaban y desbordaban, y los riachuelos que saltaban sobre las cornisas se convertían en torrentes arrolladores. El suelo se hizo resbaladizo y comenzó a ser peligroso en algunos lugares.

Ambos sentían la gran satisfacción de contar con los chaquetones mamutoi contra la lluvia, una prenda confeccionada con cueros depilados de ciervo; el de Jondalar era de cuero de megaceros, el ciervo gigante de las estepas, y el de Ayla estaba confeccionado con piel de reno norteño. Se ponían sobre las chaquetas de piel cuando el viento era frío, o sobre las túnicas usuales cuando era más cálido. Su cara externa estaba teñida de rojo y amarillo. Los pigmentos minerales habían sido mezclados con sustancias grasas, y el color se aplicaba a los cueros con un instrumento especial para bruñir, fabricado con huesos de las costillas; este preparado confería a las prendas un lustre consistente y brillante, que era también un buen repelente del agua. Incluso húmeda, esa prenda proporcionaba cierta protección, pero el acabado bruñido y saturado de grasa no podía impedir totalmente la penetración del impresionante diluvio.

Cuando se detuvieron para pasar la noche y armar la tienda, todo estaba mojado, incluso las pieles de dormir; además, era imposible hacer fuego. Llevaron leña al interior de la tienda, sobre todo las ramas inferiores secas de las coníferas, con la esperanza de que se secaran en el transcurso de la noche. Por la mañana continuaba lloviendo y las ropas seguían mojadas; pero usando una piedra de fuego y la yesca que traía consigo, Ayla consiguió encender un pequeño fuego, lo suficiente para hervir un poco de agua y preparar una infusión caliente. Comieron sólo las tortas cuadradas y aplastadas que Roshario les había entregado para alimentarse durante el viaje y que eran una variante del alimento usual, compacto y nutritivo, que podía mantener indefinidamente a una persona aunque sólo comiera eso. Consistía en cierta variedad de carne seca, molida y mezclada con grasa, generalmente una fruta seca del tipo de las bayas, y a veces granos o raíces parcialmente cocidos.

Los caballos estaban frente a la tienda, impasibles, las cabezas inclinadas y el agua chorreando por el largo pelaje de invierno, y el bote redondo se había desprendido y estaba casi lleno de agua. Jondalar y Ayla estaban dispuestos a dejarlo, junto con las pértigas que servían para arrastrarlo. La angarilla, que había sido útil para transportar cargas sobre las praderas abiertas, y el bote redondo –un medio eficaz de transportar los enseres al cruzar los ríos–, se habían convertido en un impedimento en las montañas accidentadas y boscosas. Habían frenado la velocidad del desplazamiento, e incluso podían resultar peligrosos al descender por las laderas difíciles bajo una lluvia torrencial. Si Jondalar no hubiera sabido que durante gran parte del resto de su viaje aún tendrían que cruzar planicies, los habría abandonado mucho antes.

Desataron el bote sujeto a las pértigas y volcaron el agua, poniendo el bote boca abajo, y finalmente lo colocaron sobre ellos. Estando allí debajo, sosteniendo el bote redondo sobre la cabeza, se miraron y sonrieron. Por el momento estaban a salvo de la lluvia. No se les había ocurrido que el bote, que les permitía flotar sobre el agua de un río, también podía servir de techo para cortar el paso de la lluvia. Quizá no mientras avanzaban, pero, por lo menos, podían utilizarlo para librarse de la lluvia durante un rato, cuando caía con mucha fuerza.

Mas ese descubrimiento no resolvía el problema del transporte del artefacto. Y entonces, como si ambos hubieran tenido simultáneamente la misma idea, colocaron el bote redondo sobre el lomo de Whinney. Si conseguían encontrar la forma de mantenerlo en aquella posición, les ayudaría a conservar secos la tienda y dos de los canastos. Sirviéndose de las pértigas y de algunas cuerdas, idearon un modo de sostener el bote sobre el lomo de la paciente yegua. Resultaba un tanto engorroso, y sabían que a veces sería demasiado ancho, lo que les obligaría a desviarse del camino o a retirarlo de la yegua; pero no creían que, en definitiva, fuese más difícil de lo que habían afrontado antes, y bien podía beneficiarles en algo.

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