Las llanuras del tránsito (108 page)

Desvió la mirada, como si hubiera visto algo que no debía contemplar, se enjugó las lágrimas y salió deprisa sin aceptar el obsequio. Ayla frunció el ceño mientras devolvía la talla realizada por Jondalar a la protección del cuero suave. Comprendía que había asustado a Cavoa.

Trató de apartarla de su mente, ocupándose en guardar sus escasas pertenencias. Cogió el saquito que contenía las piedras de hacer fuego y lo vació para ver cuántos restos metálicos de la pirita de hierro amarillo-grisácea le quedaban aún. Quería regalar un trozo a S’Armuna, pero no sabía si sería fácil encontrarla en abundancia cerca del hogar de Jondalar, y Ayla deseaba reservar algunas para regalarlas a los parientes del hombre. Decidió separarse de una, pero sólo una, y eligió un nódulo de buen tamaño, guardando el resto de nuevo.

Al salir, Ayla vio que Cavoa abandonaba la vivienda grande, en el momento mismo en que ella entraba. Sonrió a la joven, quien respondió con una sonrisa nerviosa, y una vez dentro de la casa, Ayla tuvo la impresión de que S’Armuna la miraba de un modo extraño. Al parecer, la talla de Jondalar había originado cierta inquietud. Ayla esperó a que otra persona saliera de la vivienda para quedarse a solas con S’Armuna.

–Tengo algo que quiero darte antes de partir, algo que descubrí cuando vivía sola en mi valle –dijo, y abrió la mano para mostrar la piedra–. Se me ha ocurrido que podría serte de utilidad para tu Ceremonia del Fuego.

S’Armuna miró la piedra, y después a Ayla, con una expresión interrogadora en su semblante.

–Sé que parece increíble, pero en esta piedra hay fuego. Te lo demostraré.

Ayla se aproximó al hogar, apartó la yesca que los s’armunai usaban y reunió pequeñas astillas alrededor del tejido esponjoso y seco de la espadaña. Luego se inclinó y golpeó la pirita con el pedernal. Saltó una chispa grande y candente que cayó sobre la yesca, y cuando Ayla sopló encima, surgió milagrosamente una llamita. Agregó más astillas para alimentarla, y al levantar la mirada vio que la aturdida mujer la contemplaba incrédula.

–Cavoa me dijo que vio un munai con tu cara, y ahora haces fuego. ¿Eres..., eres lo que dicen que eres?

–Jondalar creó esa talla por el amor que me profesaba –sonrió Ayla–. Dijo que deseaba capturar mi espíritu, y después me la regaló. No es un donii ni un munai. Es tan sólo un símbolo de sus sentimientos; por mi parte, desde mañana te enseñaré de buena gana cómo se hace fuego. No se trata de mí, sino de algo que hay en la piedra.

–¿Puedo pasar? –La voz procedía de la entrada, y las dos mujeres se volvieron a mirar a Cavoa–. Olvidé mis manoplas y vengo a buscarlas.

S’Armuna y Ayla se miraron.

–No veo inconveniente –dijo Ayla.

–Al fin y al cabo Cavoa es mi ayudanta –observó S’Armuna.

–Entonces, os enseñaré a las dos cómo funciona la piedra del fuego.

Después de repetir el proceso, invitó a S’Armuna y Cavoa a que probaran suerte. Con ello consiguió que las dos mujeres se sintieran más tranquilas, aunque no menos asombradas ante las propiedades de la extraña piedra. Cavoa incluso tuvo valor suficiente para preguntarle a Ayla acerca del munai.

–Esa figura que me enseñaste...

–Jondalar la hizo para mí al poco tiempo de conocernos. Su propósito fue demostrar lo que sentía por mí –explicó Ayla.

–Eso significa que si yo deseara demostrar a una persona lo mucho que me importa, ¿podría hacer una talla que reprodujera el rostro de esa persona? –preguntó Cavoa.

–Claro que sí. Cuando tallas un munai, sabes por qué lo haces. En tu interior experimentas un sentimiento especial, ¿no es verdad?

–Sí, y también existen ciertos ritos –dijo la joven.

–Creo que la diferencia estriba en el sentimiento que pongas en ello.

–Por lo tanto, yo podría tallar la cara de alguien, si el sentimiento que pusiera en ello fuese positivo.

–No creo que hubiera nada de malo. Además, Cavoa, eres una excelente artista.

–Pero quizá sería mejor –advirtió S’Armuna– que no tallaras la figura entera. Si te limitases a la cabeza, no habría confusión.

Cavoa asintió para indicar que estaba de acuerdo; después, las dos miraron a Ayla como si esperaran la aprobación de la visitante. En lo más hondo de sus pensamientos las dos mujeres todavía se preguntaban quién era en realidad la forastera.

Ayla y Jondalar despertaron a la mañana siguiente con la intención de partir, pero en el exterior la nieve seca caía con tanta fuerza que incluso resultaba difícil ver las restantes casas del poblado.

–No creo que debamos partir hoy, con una ventisca como ésta –dijo Jondalar, aunque detestaba la idea de retrasarse–. Espero que amaine pronto.

Ayla salió al campo y silbó llamando a los caballos, pues deseaba comprobar que estaban bien. Se sintió aliviada cuando los vio aparecer surgiendo de la bruma de la nieve impulsada por el viento, y los condujo a un lugar que estaba más cerca del campamento, el cual se encontraba protegido del viento. Al regresar pensaba en el viaje de retorno al Río de la Gran Madre, pues era ella la que conocía el camino. Estaba tan enfrascada en sus pensamientos que, al principio, no oyó su nombre murmurado por una voz.

–¡Ayla! –Ahora el murmullo era más audible. Ayla miró alrededor y vio a Cavoa en una esquina de la pequeña vivienda; la joven se ocultaba y le hacía señas.

–¿Qué sucede, Cavoa?

–Quiero mostrarte algo, y saber si es de tu gusto –comentó la joven. Cuando Ayla se acercó, Cavoa se quitó la manopla. Tenía en la mano un objeto pequeño y redondeado, del color del marfil de mamut. Lo depositó con cuidado en la palma de Ayla–. Acabo de terminarlo –dijo.

Ayla lo sostuvo delante de sus ojos y sonrió con expresión de asombro.

–¡Cavoa! Sabía que eras buena artista, pero ignoraba que fueras tan excelente –dijo, mientras examinaba cuidadosamente la pequeña talla que representaba a S’Armuna.

Sólo era la cabeza de la mujer; el cuerpo no estaba tan siquiera sugerido, tampoco el cuello había sido reproducido, pero no cabía duda de que se trataba de S’Armuna. Los cabellos estaban recogidos en un rodete cerca de la coronilla, y la cara afilada aparecía levemente desviada, con uno de los lados un poco más pequeño que el otro; pero la belleza y la dignidad de la mujer eran visibles. Parecían emanar del interior de la pequeña obra de arte.

–¿Crees que está bien hecha? ¿Te parece que le gustará? –preguntó Cavoa–. Quise hacer algo especial para ella.

–A mí me gustaría –contestó Ayla–, y creo que expresa muy bien lo que sientes por ella. Cavoa, posees un don desusado y maravilloso, pero debes tener la certeza de que lo usas bien. En él puede residir un gran poder. S’Armuna demostró sabiduría cuando te eligió como su colaboradora.

A última hora de la tarde se había desatado una ventisca estremecedora, y era peligroso alejarse unos metros más allá de la entrada de la vivienda. S’Armuna acababa de coger un manojo de plantas secas que colgaban del bastidor instalado cerca de la entrada, disponiéndose a agregarlo a un nuevo montón de hierbas que estaba mezclando con el propósito de preparar una bebida fuerte destinada a la Ceremonia del Fuego. En él sólo había unas ascuas, y Ayla y Jondalar terminaban de acostarse. La hechicera proyectaba retirarse apenas concluyera su trabajo.

De pronto, una bocanada de aire frío y un golpe de viento acompañaron el ruido que hizo al abrirse la pesada cortina colgada a la entrada. Esadoa irrumpió en la habitación, y en su rostro se manifestaba claramente su inquietud.

–¡S’Armuna! ¡Deprisa! ¡Es Cavoa! Le llegó la hora...

Ayla apartó las mantas y comenzó a vestirse antes de que la mujer pudiera contestar.

–Vaya noche que ha elegido para dar a luz –dijo S’Armuna, sin perder la calma, en parte para tranquilizar a la inquieta futura abuela–. Todo marchará bien, Esadoa. No vendrá el niño antes de que lleguemos a tu vivienda.

–No está en mi morada. Insistió en salir con esta noche para ir a la casa grande. No conozco la causa, pero quiere que su hijo nazca allí. Y desea que también Ayla esté presente. Dice que es el único modo de tener la certeza de que todo irá bien.

S’Armuna frunció el ceño preocupada.

–Esta noche no hay nadie allí, ha sido una insensatez empeñarse en salir con este tiempo.

–Lo sé, pero no pude impedirlo –se disculpó Esadoa, dirigiéndose hacia la entrada.

–Espera un momento –dijo S’Armuna–. Más vale que salgamos juntas. En una tormenta como ésta es fácil perderse entre una casa y la siguiente.

–Lobo no permitirá que nos perdamos –dijo Ayla, señalando al animal acurrucado junto a la cama de los dos viajeros.

–¿Estará mal que yo vaya también? –preguntó Jondalar. En realidad no tenía gran interés en presenciar el alumbramiento, pero le angustiaba la salida de Ayla en medio de la terrible ventisca. S’Armuna miró a Esadoa.

–No me opongo, pero ¿puede un hombre asistir a un parto? –inquirió Esadoa.

–No hay nada que lo impida –dijo S’Armuna–, y quizá sea bueno tener un hombre cerca, puesto que ella carece de compañero.

Así pues, las tres mujeres y el hombre salieron dispuestos a afrontar los embates del viento que aullaba. Cuando llegaron a la morada grande, encontraron a la joven medio tumbada frente a un hogar frío y vacío, con el cuerpo tenso a causa del dolor y una expresión de temor en los ojos. Su rostro reflejó alegría y consuelo cuando vio entrar a su madre que llegaba con los otros. Instantes después, Ayla había encendido el fuego –con gran sorpresa de Esadoa–, mientras Jondalar salía a buscar nieve para fundirla, pues necesitaban agua; Esadoa sacó la ropa de cama que tenía guardada y preparó una plataforma a modo de lecho, en tanto S’Armuna elegía diversas hierbas que podían hacerle falta de la provisión que antes había depositado allí.

Ayla acomodó a la joven, disponiéndolo todo de manera que pudiera sentarse cómodamente o acostarse si lo prefería, pero esperó a S’Armuna, y enseguida ambas examinaron a Cavoa. Luego de tranquilizarla y dejarla con su madre, las dos curadoras regresaron junto al fuego y hablaron en voz baja.

–¿Lo has visto? –preguntó S’Armuna.

–Sí. ¿Sabes lo que significa?

–Tengo una idea, pero creo que tendremos que esperar y ver.

Jondalar había tratado de mantenerse apartado, fuera del paso de las mujeres, y ahora se aproximó lentamente a S’Armuna y Ayla. Algo en la expresión de las dos le indujo a pensar que estaban preocupadas, lo que acabó inquietándole también. Se sentó sobre la plataforma para dormir y acarició distraídamente la cabeza del lobo.

Mientras esperaban, Jondalar se puso en pie y paseó nervioso, observado por Lobo. Deseaba que el tiempo pasara más deprisa o que la tormenta amainara, o que tuviese algo que hacer. Le dijo unas palabras de aliento a la joven y le sonrió con frecuencia, pero, en definitiva, se sentía totalmente inútil. No había nada que él pudiera hacer. Finalmente, mientras avanzaba la noche, dormitó un poco acostado en uno de los lechos, mientras el sonido espectral de la tormenta que rugía de puertas afuera contrastaba con la escena de los que esperaban en el interior de la morada, todo ello acompañado por los gemidos periódicos emitidos por la parturienta. Los sonidos, lenta pero inexorablemente, acabarían confundiéndose.

Despertó cuando oyó voces excitadas en medio de una febril actividad. La luz se filtraba por las grietas alrededor del respiradero. Se incorporó, estiró los brazos y se frotó los ojos. Ignorado por las tres mujeres, salió de la morada para orinar. Le alegró comprobar que la tormenta había amainado, aunque algunos copos secos todavía revoloteaban arrastrados por el viento.

Cuando se disponía a entrar en la vivienda, oyó el vagido inconfundible de un recién nacido. Sonrió, pero esperó fuera, pues no estaba seguro de que fuese el momento adecuado para entrar. De pronto, sorprendido, oyó otro vagido, al que se unió el primero formando dúo. ¡Eran dos! No pudo resistir más. Tenía que entrar.

Ayla, que sostenía en sus brazos una criatura envuelta en una manta, sonrió al verle.

–¡Un varón, Jondalar! –exclamó.

S’Armuna se ocupaba del segundo recién nacido, y se disponía a anudar el cordón umbilical.

–Y una niña –anunció la hechicera–. ¡Mellizos! Es un signo favorable. Desde que Attaroa se convirtió en jefa nacieron muy pocos niños, pero creo que eso ahora cambiará. En mi opinión, es la manera que tiene de decirnos que el campamento de las Tres Hermanas pronto tendrá más habitantes y volverá a llenarse de vida.

–¿Regresarás algún día? –preguntó Doban al hombre de elevada estatura. Ahora se movía con mucha más soltura, aunque todavía usaba la muleta que Jondalar le había fabricado.

–No lo creo, Doban. Con un viaje largo basta. Es hora de volver a casa, de asentarme y fundar mi hogar.

–Zelandon, ¡ojalá vivieras más cerca!

–Lo mismo digo. Serás un buen tallador del pedernal y me gustaría continuar enseñándote. A propósito, Doban, debes llamarme Jondalar.

–No. Tú eres Zelandon.

–¿Quieres decir zelandonii?

–No, quiero decir Zelandon.

–No se refiere al nombre de tu pueblo –S’Amodun sonrió y aclaró–: Te ha denominado Elandon, pero te honra llamándote S’Elandon.

–Gracias, Doban –Jondalar se sonrojó, halagado–. Tal vez yo debería llamarte S’Ardoban.

–Todavía no. Cuando aprenda a trabajar el pedernal como tú lo haces, podrás llamarme S’Ardoban.

Jondalar abrazó fuertemente al joven; luego apoyó la mano en los hombros de algunos otros y departió con ellos. Los caballos, cargados y preparados para partir, se habían alejado un poco. Lobo estaba acostado en el suelo y observaba al hombre. Se incorporó contento cuando vio que Ayla y S’Armuna salían de la vivienda. Jondalar también se alegró de ver a la joven.

–... Es hermoso –decía la mujer de más edad–, y me abruma que su afecto por mí la llevara a hacerlo, pero... ¿no crees que es peligroso?

–Mientras se limite a tallar tu cara, ¿por qué habría de ser peligroso? Puede acercarte a la Madre, puede aportarte un mayor conocimiento –dijo Ayla.

Se abrazaron, y después S’Armuna estrechó con fuerza a Jondalar. Retrocedió un paso cuando llamaron a los caballos, pero extendió la mano y tocó el brazo del hombre para retenerle un momento más.

–Jondalar, cuando veas a Marthona, dile que S’Armu..., no, dile que Bodoa le envía su afecto.

–Lo haré. Estoy seguro de que eso la complacerá –dijo Jondalar, mientras montaba en Corredor.

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