Las llanuras del tránsito (106 page)

–Así es –dijo Ebulan–. Recuerdo sobre todo que allí cazábamos mamuts. Cuando yo era niño, solían apostar un centinela y encender hogueras al divisar las futuras presas.

–Me lo había imaginado –dijo Jondalar.

Ayla sonreía.

–Creo que la cadena está rompiéndose. Ya no se oye hablar al espíritu de Attaroa –dijo mientras acariciaba la piel de Lobo. A continuación se dirigió a la jefa de las Lobas–: Epadoa, cuando empecé aprendí a cazar depredadores de cuatro patas y entre ellos había lobos. El cuero del lobo debe ser cálido y útil para fabricar capuchas, y el lobo que amenaza en serio debe ser sacrificado; pero aprenderías más observando a los lobos vivos que tendiéndoles trampas y devorándolos después de muertos.

Todas las Lobas se miraron unas a otras con expresión culpable. ¿Cómo lo sabía? Entre los s’armunai la carne de lobo estaba prohibida y era considerada especialmente perjudicial para las mujeres.

La jefa de las cazadoras escudriñó a la mujer rubia, tratando de descubrir en ella algo más de lo que se apreciaba a simple vista. Ahora que Attaroa había muerto y que ella sabía que no iban a matarla por lo que había hecho, experimentaba un sentimiento de liberación. Se alegraba de que todo hubiera concluido. La jefa había sido una mujer tan imperiosa que la joven cazadora había llegado a sentirse subyugada por aquélla, razón por la que solía hacer muchas cosas para complacerla, aunque ahora no le agradaba pensar en ello. En numerosas ocasiones le había disgustado tener que actuar como Attaroa quería, aunque no lo reconociese, ni siquiera en su fuero interno. Cuando vio al hombre de elevada estatura mientras ella y sus compañeras cazaban caballos, había confiado en que si se lo llevaba a Attaroa, ésta lo convertiría en su juguete, y tal vez fuese a salvar a alguno de los hombres del campamento, prisioneros en el cercado.

No había deseado lastimar a Doban; sin embargo, temió que, de no cumplir las órdenes de Attaroa, la jefa la mataría de la misma manera en que había destruido a su propio hijo. ¿Por qué aquella hija del Hogar del Mamut habría preferido a S’Amodun antes que a Esadoa, pidiéndole que la juzgara? Era una decisión que le había salvado la vida. Ya no sería fácil vivir en el campamento. Muchos la odiaban, pero Epadoa agradecía la oportunidad de redimirse. Se ocuparía del niño, aunque él la detestase. Le debía eso al menos.

Pero ¿quién era aquella Ayla? ¿Había venido para acabar con la tiranía que Attaroa ejercía sobre el campamento, como todos parecían creer? ¿Y qué decir del hombre? ¿Qué clase de magia poseía que las lanzas no le alcanzaban? ¿Y cómo se las habían arreglado los hombres del cercado para conseguir cuchillos? ¿Era él quien les ayudó? ¿Montaban a caballo porque éste era el animal más cazado por las Lobas, pese a que el resto de los s’armunai eran cazadores de mamuts, lo mismo que sus parientes los mamutoi? ¿Era el lobo un espíritu-lobo que había venido a vengar a su especie? De una cosa sí estaba segura: jamás volvería a cazar lobos, y renunciaría a darse a sí misma el nombre de Loba.

Ayla regresó al sitio donde se encontraba el cadáver de la jefa y vio a S’Armuna. La Que Servía a La Madre lo había presenciado todo, pero había comentado poco, y Ayla recordó su angustia y su remordimiento. La habló directamente, en voz baja.

–S’Armuna, aunque el espíritu de Attaroa se aleje por fin de este campamento, no será fácil modificar las viejas costumbres. Los hombres han salido del cercado, me alegro de que hayan logrado liberarse y estoy segura de que recordarán con orgullo este hecho, pero pasará mucho tiempo antes de que olviden a Attaroa y los años que vivieron encerrados allí. Tú eres la que puede ayudar, pero será una grave responsabilidad.

La mujer asintió. Se daba perfecta cuenta de que se le ofrecía la oportunidad de pagar por su actitud anterior, así como por haber abusado del poder de la Madre; era más de lo que se había atrevido a esperar. Ante todo, era necesario sepultar a Attaroa y convertirla en algo perteneciente al pasado. Con aire decidido se volvió hacia la gente.

–Todavía hay comida. Concluyamos juntos este festín. Es hora de derribar la empalizada que fue levantada por los hombres y las mujeres de este campamento; hora de compartir el alimento y el fuego, además del calor de la comunidad. Ha llegado el momento de que volvamos a ser un mismo pueblo, ninguno de cuyos miembros será más importante que otro. Todos poseéis cualidades y habilidades, y si cada uno contribuye y ayuda, este campamento prosperará.

Los hombres y las mujeres asintieron. Abundaban las parejas que habían vuelto a encontrarse, tras largos años de obligada separación. Otras personas se mezclaron con el resto para compartir el alimento, el fuego y la compañía humana.

–Epadoa. –S’Armuna le hizo señas para que se acercara, mientras la gente comenzaba a comer. Cuando la cazadora estuvo a su lado, agregó–: Conviene trasladar el cuerpo de Attaroa y prepararlo para la sepultura.

–¿La llevaremos a su vivienda?

–No –dijo S’Armuna tras vacilar unos segundos–. Llevadla al cercado y depositadla en el refugio. Creo que los hombres deben disfrutar esta noche del calor de la vivienda de Attaroa. Muchos están débiles y enfermos. Quizá necesitemos esa morada durante algún tiempo. ¿Tienes tú sitio donde dormir?

–Sí. Cuando podía separarme de Attaroa, dormía en casa de Unavoa.

–En mi opinión, deberías mudarte allí por ahora, si Unavoa y tú estáis de acuerdo.

–Creo que a las dos nos gustará.

–Después nos ocuparemos de Doban.

–Sí, lo haremos.

Jondalar observó a Ayla que se alejaba con Epadoa y las cazadoras, transportando el cuerpo de la jefa, y se sintió orgulloso de ella y hasta algo sorprendido. En realidad, Ayla había demostrado sabiduría poniéndose a la altura del propio Zelandoni. Las únicas ocasiones en las que había visto antes a la joven asumir el control era cuando alguien estaba herido o enfermo, o bien necesitaba sus conocimientos específicos. Entonces, al pensar en ello, comprendió que todos los habitantes del poblado estaban heridos y enfermos. Quizá no fuera tan extraño que Ayla supiese cómo manejar la situación.

Por la mañana, Jondalar fue a buscar a los caballos y a recoger las cosas que habían apartado al abandonar el curso del Río de la Gran Madre para seguir la pista de Whinney. Parecía como si aquel episodio hubiera sucedido mucho tiempo atrás, y en ese momento Jondalar comprendió que el viaje se había retrasado considerablemente. Habían recorrido una parte tan grande de la distancia que él creía preciso salvar para llegar al glaciar, que llegó a tener la certeza de que realizarían la travesía con tiempo sobrado. Sin embargo, el invierno estaba ya muy avanzado y se encontraban demasiado lejos de la meta.

El campamento, desde luego, necesitaba ayuda, y Jondalar presentía que Ayla no partiría antes de haber hecho todo lo que ella considerase necesario. Recordó que también él lo había prometido, y estaba entusiasmado ante la perspectiva de enseñar a Doban y a los otros a trabajar el pedernal, así como a manejar el lanzavenablos; pero había comenzado a nacer en él una particular inquietud. Tenían que cruzar el glaciar antes de que el deshielo de primavera lo convirtiera en una zona demasiado traicionera; por consiguiente, debían ponerse en marcha cuanto antes.

S’Armuna y Ayla cooperaron para examinar y tratar a los muchachos y los hombres del campamento. Su ayuda fue demasiado tardía para uno de ellos, el cual murió en la vivienda de Attaroa la primera noche que pasó fuera del cercado, de una gangrena tan avanzada que tenía ambas piernas paralizadas. Casi todos los demás necesitaban ser tratados de una herida o una enfermedad, y todos sin excepción estaban desnutridos. Por añadidura, de sus cuerpos se desprendía el hedor característico del cercado, y todos estaban increíblemente sucios.

S’Armuna decidió no encender todavía el horno. No disponía de tiempo, aunque la hechicera pensaba que, en el momento oportuno, podría ser una poderosa ceremonia curativa. En lugar de ello, utilizaron el fuego encendido en la cámara interior para calentar agua destinada a los baños y el tratamiento de las heridas; pero lo que todos necesitaban especialmente era alimento y calor. Después de que las curadoras prestaron toda la ayuda posible, aquellos que no padecían heridas ni trastornos graves y tenían madres, compañeros o parientes con quienes convivir, se trasladaron a sus respectivas moradas.

El estado en que se encontraban los niños y los adolescentes irritaba profundamente a Ayla. Incluso S’Armuna se sentía abrumada, sobre todo porque antes había cerrado los ojos, ya que prefería ignorar la gravedad de la situación.

Esa noche, después de compartir otra comida, Ayla y S’Armuna describieron algunos de los problemas con que se habían encontrado, explicaron las necesidades generales y respondieron a las preguntas que les fueron hechas. Pero el día había sido largo y Ayla, finalmente, expresó su necesidad de descansar. Cuando se puso en pie para partir, alguien formuló una última pregunta acerca de uno de los niños. Cuando Ayla contestó, otra mujer hizo un comentario acerca de la jefa perversa, achacando toda la culpa a Attaroa e inhibiéndose virtuosamente de toda responsabilidad. Semejante actitud provocó la ira de Ayla, quien entonces hizo unas declaraciones dictadas por la profunda cólera que había ido acumulándose en ella a lo largo de toda la jornada.

–Attaroa fue una mujer fuerte, con una voluntad fuerte, pero por muy fuerte que sea una persona, dos personas, o cinco o diez son más fuertes. Si todos vosotros os hubierais mostrado dispuestos a resistir, habría sido posible poner coto a sus desafueros mucho antes. Por tanto, todos vosotros, como campamento, hombres y mujeres, sois responsables en parte del sufrimiento de estos niños. Y podéis estar seguros de que tanto ellos como los adultos sufrirán mucho tiempo a consecuencia de esta..., esta abominación. –Ayla trató de contener su furia–. Tendrán que ser atendidos por todo el campamento. Son responsabilidad vuestra, y será así por el resto de sus vidas. Han sufrido, y en su sufrimiento se convirtieron en los elegidos de Muna. Quien rehúse ayudarles tendrá que responder ante Ella.

Ayla les volvió la espalda para salir, seguida de Jondalar, pero las palabras que la joven acababa de pronunciar tenían más importancia de lo que ella pensaba. La mayoría de la gente estaba convencida de que no era una mujer común y corriente, hasta el punto de que muchos afirmaban que era una encarnación de la Gran Madre misma; una munai viva, en forma humana, que había aparecido para apoderarse de Attaroa y liberar a los hombres. Si no era así, ¿cómo podía explicarse el prodigio de los caballos, que acudían cuando ella silbaba? ¿O el del lobo, enorme incluso teniendo en cuenta que pertenecía a una especie norteña de animales corpulentos, el cual la seguía adonde quiera que ella iba, sentándose tranquilamente a sus pies, obediente a sus órdenes? ¿Acaso no era la Gran Madre Tierra quien había originado el espíritu de todos los animales?

De acuerdo con los rumores, la Madre había creado tanto a los hombres como a las mujeres por una razón, y Ella les había otorgado el don de los placeres con el fin de que La honrasen. Los espíritus de los hombres y de las mujeres eran necesarios para crear vida nueva, y Muna había llegado para dejar bien claro que quien intentara crear de otro modo a Sus hijos cometería una abominación. ¿Acaso Ella no había traído al zelandonii para demostrarles lo que sentía? ¿Aquel hombre, que era la expresión de Su amante y compañero? Más alto y más apuesto que la mayoría de los hombres, con la piel clara y los cabellos rubios, como la luna. Jondalar advirtió un cambio en el trato que el campamento le dispensaba, y eso le inquietaba. No le gustaba gran cosa.

El primer día fue de intenso trabajo, a pesar de la colaboración de las dos curadoras y la ayuda de la mayor parte del campamento, tanto que Ayla retrasó el tratamiento especial que deseaba aplicar a los niños que sufrían dislocaciones. S’Armuna incluso había aplazado el entierro de Attaroa. A la mañana siguiente, elegido el lugar, se cavó una tumba. Una sencilla ceremonia dirigida por La Que Servía devolvió por fin a la jefa al seno de la Gran Madre Tierra.

Unos pocos incluso experimentaron cierto pesar. Epadoa había creído que no sentiría nada; sin embargo, no era así. A causa de la actitud de la mayoría del campamento, no podía expresar nada, pero Ayla adivinó, gracias al lenguaje del cuerpo de Epadoa, a sus posturas y expresiones, que la mujer trataba de contenerse. También el comportamiento de Doban era extraño, y Ayla supuso que tenía que luchar con sus emociones contradictorias. Durante la mayor parte de su breve vida, Attaroa había sido la única madre que Doban había conocido. Se había sentido traicionado cuando ella le volvió la espalda, pero el amor de Attaroa siempre había sido inconstante, y Doban, por mucho que se lo propusiera, no podía ignorar por completo los lazos de afecto que le habían unido a aquella mujer.

Había que liberar el dolor. Ayla lo sabía por la experiencia acumulada a través de sus propias pérdidas. Se había propuesto intentar el tratamiento del muchacho inmediatamente después del entierro. Pero ahora se preguntaba si no sería conveniente esperar más. Tal vez no fuera aquel el día apropiado para intentarlo, aunque era posible que la necesidad de concentrar la atención en otra cosa les beneficiase a ambos. Se acercó a Epadoa en el camino de regreso al campamento.

–Intentaré arreglar la pierna dislocada de Doban y necesitaré ayuda. ¿Quieres colaborar conmigo?

–¿No sería demasiado doloroso para él? –preguntó Epadoa. Recordaba muy bien los gritos de dolor de Doban y comenzaba a adoptar una actitud protectora con respecto al muchacho. No era su hijo, pero, por lo menos, estaba a su cargo, y ella se tomaba en serio el asunto. Además, estaba segura de que su propia vida dependía de lo que hiciera.

–Le dormiré. No sentirá nada, aunque sufrirá algo cuando despierte, y tendrá que moverse con mucho cuidado durante algún tiempo –explicó Ayla–. No podrá caminar.

–Le llevaré en brazos –dijo Epadoa.

Cuando regresaron a la morada grande, Ayla explicó al muchacho que iba a tratar de enderezarle la pierna. Doban intentó alejarse de ella, dominado por el temor, y cuando vio que Epadoa entraba en la vivienda, sus ojos expresaron verdadero terror.

–¡No! ¡Me hará daño! –gritó Doban al ver a la Loba. Si hubiera podido echar a correr, con gusto lo habría hecho.

Epadoa se detuvo, erguida y rígida, junto al lecho que el joven ocupaba.

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