Las llanuras del tránsito (102 page)

A través de las rendijas, Ayla escudriñó los ojos y las caras de los observadores silenciosos que estaban en el interior de la empalizada. Contemplados más de cerca, ofrecían un espectáculo lamentable; estaban sucios y desgreñados, cubiertos con pieles raídas, pero lo peor de todo era el hedor que se desprendía del cercado. No sólo era maloliente; para el olfato agudo de la hechicera también era revelador. Los olores normales del cuerpo de los individuos sanos no le molestaban, al igual que tampoco le mortificaba una cantidad prudencial de desechos corporales normales, pero allí había olor a enfermedad. El hálito fétido del hambre extrema, el hedor penetrante y repulsivo de excrementos procedentes de organismos que padecían de disturbios gástricos y fiebre, el espantoso olor del pus que manaba de las heridas infectadas y supurantes, mezclado con el pútrido de la gangrena, todas estas sensaciones asaltaron sus sentidos y la irritaron.

Epadoa se detuvo frente a Ayla, con la intención de impedirle que mirara, pero la joven ya había visto lo suficiente. Volviéndose, se encaró a Attaroa.

–¿Por qué retenéis aquí a estas personas, detrás de una empalizada, como si fueran animales en un corral?

Hubo una exclamación de sorpresa de la gente que observaba la escena cuando oyeron la traducción, y todos contuvieron la respiración, en espera de la airada reacción de la jefa. Nadie se había atrevido jamás a formularle una pregunta semejante.

Attaroa miró hostil a Ayla, quien a su vez la contempló con un sentimiento incontenible de cólera. Tenían casi la misma estatura; si acaso, la mujer de ojos negros era un poco más alta. Ambas eran mujeres vigorosas, Attaroa más corpulenta, como atributo natural de su herencia, mientras que los músculos de Ayla eran lisos y resistentes, fortalecidos por el ejercicio. La jefa era algo mayor que la forastera, poseía más experiencia y astucia, y sobre todo era totalmente imprevisible. La visitante era una rastreadora y cazadora experta, percibía rápidamente los detalles, sacaba conclusiones y podía actuar según su propio criterio.

De pronto, Attaroa lanzó una carcajada, cuyo sonido vesánico, ya conocido por Jondalar, provocó en éste un escalofrío.

–¡Porque lo merecen! –exclamó la mujer.

–Nadie merece ese trato –replicó Ayla, antes de que S’Armuna pudiese traducir. De modo que la mujer repitió el comentario de Ayla en beneficio de Attaroa.

–¿Qué sabes tú? No estabas aquí. No sabes cómo nos trataban –dijo la mujer de ojos negros.

–¿Te obligaron a permanecer a la intemperie cuando hacía frío? ¿No te dieron comida ni ropa? –Algunas de las mujeres allí congregadas parecían un tanto inquietas–. ¿Serás mejor que ellos si los tratas peor de como te trataron?

Attaroa no se molestó en contestar a las palabras repetidas por la hechicera, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios era dura y cruel.

Ayla advirtió un movimiento detrás de la empalizada y vio que algunos de los hombres se apartaban para permitir que se adelantaran los dos adolescentes que habían estado en el refugio. Todos los demás se agruparon alrededor de ellos. Ayla se encolerizó más cuando vio a muchachos heridos, y a los niños que tenían frío y hambre. Entonces observó que algunas de las Lobas habían entrado en el cercado con sus lanzas. Sintió tanta furia que apenas podía contenerse, y habló directamente a las mujeres.

–¿También te maltrataron estos niños? ¿Qué te hicieron para justificar esto?

S’Armuna se encargó de que todos entendieran las palabras de Ayla.

–¿Dónde están las madres de estos niños? –preguntó la joven a Epadoa.

La jefa de las Lobas miró a Attaroa después de escuchar las palabras en su propia lengua, en espera de que ésta dijera algo en su descargo, pero Attaroa se limitó a mirarla con su sonrisa cruel, como si aguardara a que Epadoa hablase.

–Algunas han muerto –dijo ésta.

–Las mataron cuando intentaban huir con sus hijos –declaró una de las mujeres más cercanas–. El resto no se atreve a hacer nada, por miedo a que lastimen a sus hijos.

Ayla vio que quien había hablado era una anciana, mientras Jondalar comprobaba que era la misma que había llorado tan ruidosamente en el funeral de los tres jóvenes. Epadoa le asestó una mirada amenazadora.

–Epadoa, ¿qué más puedes hacerme? –dijo la mujer, avanzando audazmente. Ya te llevaste a mi hijo, y de una forma u otra mi hija pronto desaparecerá. Soy demasiado vieja y no me importa si vivo o muero.

–Nos traicionaron –dijo Epadoa–. Ahora, todos saben lo que les sucederá si intentan huir.

Attaroa no dio muestras de compartir o rechazar lo que Epadoa acababa de decir. En lugar de ello, con una expresión de desagrado en su semblante, volvió la espalda a la tensa escena y caminó hacia su morada, dejando a cargo de Epadoa y sus Lobas la vigilancia del cercado. No obstante, se detuvo volviéndose bruscamente cuando oyó un zumbido estridente y agudo. Una fugaz expresión de miedo reemplazó su sonrisa fría y cruel cuando vio a los dos caballos, que habían permanecido casi fuera del alcance de la vista, al fondo del campo, dirigiéndose al galope hacia Ayla. A continuación se apresuró a entrar en su vivienda.

El resto de los presentes experimentaron un sentimiento mezcla de asombro y desconcierto cuando la mujer rubia y el hombre de cabellos de color amarillo claro montaron de un salto en los animales y se alejaron al galope. La mayoría de los que estaban allí deseaban que se les ofreciera la oportunidad de partir con la misma rapidez y facilidad, y muchos se preguntaban si volverían a ver alguna vez a los dos forasteros.

–Ojalá pudiéramos seguir el viaje –dijo Jondalar, después de haber aminorado la marcha y cuando ya había logrado que Corredor caminara a la altura de Ayla y Whinney.

–También a mí me gustaría –aseguró Ayla–. Ese campamento es insoportable; me produce cólera y tristeza. Incluso me irrita que S’Armuna haya tolerado que la situación se prolongara tanto tiempo, aunque la compadezco y comprendo su remordimiento. Dime, Jondalar, ¿cómo liberaremos a los niños y a esos hombres?

–Tendremos que planearlo con S’Armuna –repuso Jondalar–. Me parece evidente que la mayoría de las mujeres desea que cambie su existencia, y estoy seguro de que muchas de ellas nos ayudarían si supieran cómo actuar. S’Armuna sabrá quiénes son.

Procedentes de la llanura, habían entrado en el bosque abierto y cabalgaron entre los árboles, que en algunos sitios raleaban bastante, en dirección al río. Dieron después un rodeo para regresar al lugar en el que habían dejado al lobo. Apenas se aproximaron, Ayla emitió un silbido suave y Lobo se abalanzó a saludarles, casi fuera de sí a causa de su alegría. Se había mantenido alerta en el paraje donde Ayla le había ordenado permanecer, y ahora los dos humanos lo elogiaron y premiaron su espera. Ayla advirtió que el animal había cazado y llevado su presa al lugar donde se mantenía al acecho; lo cual significaba que había abandonado durante algún tiempo su escondrijo. El detalle la inquietó, pues estaban demasiado cerca del campamento y las Lobas; pero no tuvo valor para reprenderlo. De cualquier modo, se sintió aún más decidida a alejarlo cuanto antes de las cazadoras que comían carne de lobo.

En silencio llevaron los caballos de regreso al río y se acercaron al bosquecillo en el que habían ocultado sus cosas. Ayla extrajo una de las pocas tortas que aún les quedaban, la partió en dos y entregó a Jondalar el trozo más grande. Se sentaron entre los matorrales y empezaron a comer, contentos por estar lejos del ambiente deprimente del campamento s’armunai.

De pronto, Ayla oyó el gruñido grave y prolongado de Lobo y sintió un escalofrío.

–Alguien viene –murmuró Jondalar, alarmado a su vez por el aviso del animal.

Dispuestos a no dejarse sorprender, Ayla y Jondalar pasearon la mirada por toda el área, convencidos de que los sentidos más agudos de Lobo habían percibido el peligro inminente. Al ver la dirección en que apuntaba el hocico de Lobo, Ayla examinó con cuidado la barrera de arbustos y no tardó en descubrir que se acercaban dos mujeres. Estaba casi segura de que una de ellas era Epadoa. Tocó el brazo de Jondalar y señaló en aquella dirección. Cuando la vio, él asintió.

–Espera; calma a los caballos –dijo ella con signos, en la lengua muda del clan–. Yo haré que Lobo se oculte. Seguiré a las mujeres y las mantendré alejadas.

–Voy contigo –contestó Jondalar, también con signos.

–Las mujeres me hacen más caso –dijo Ayla.

Jondalar asintió a regañadientes.

–Vigilaré desde aquí, con el lanzavenablos –aceptó Jondalar de mala gana–. Coge el tuyo.

Ayla asintió, siempre en silencio, explicando que llevaba también su honda.

Con movimientos subrepticios, Ayla describió un círculo frente a las dos mujeres, y luego aguardó. Cuando ellas se aproximaron con paso lento, Ayla oyó la conversación.

–Unavoa, estoy segura de que vinieron aquí después de abandonar el campamento que habitaban anoche –dijo la jefa de las Lobas.

–Pero ya han visto nuestro campamento. ¿Por qué continuamos buscando aquí?

–Tal vez regresen por este camino, y aunque no sea así, podemos averiguar algo acerca de ellos.

–Hay quien dice que desaparecen o que se convierten en aves o caballos cuando se alejan –dijo la Loba más joven.

–No seas tonta –replicó Epadoa–. ¿Acaso no descubrimos dónde acamparon anoche? ¿Para qué necesitarían organizar un campamento si pudiesen convertirse en animales?

«Tiene razón», pensó Ayla, «por lo menos usa la cabeza y razona. En realidad no es tan mala rastreadora; hasta es probable que sea una buena cazadora. Lástima que esté tan cerca de Attaroa».

Ayla, agazapada detrás de una maraña de matorrales y altas hierbas amarillas, las vio acercarse. En un momento en que las dos mujeres tenían los ojos clavados en el suelo, se incorporó silenciosamente, con el lanzavenablos preparado.

Epadoa se sobresaltó, sorprendida, y Unavoa saltó hacia atrás y emitió un breve chillido de miedo cuando levantaron los ojos y vieron a la forastera rubia.

–¿Me buscabais? –preguntó Ayla, en la lengua de las dos mujeres–. Aquí estoy.

Unavoa parecía dispuesta a huir, e incluso Epadoa se mostraba nerviosa y asustada.

–Estábamos..., estábamos cazando –tartamudeó Epadoa.

–Aquí no hay caballos para arrojarlos al abismo –dijo Ayla.

–No estábamos cazando caballos.

–Lo sé. Estabais cazando a Ayla y Jondalar.

Su repentina aparición, así como el acento extraño con que hablaba la lengua de las dos mujeres, hacían que la joven pareciera exótica, un ser proveniente de un lugar muy lejano, quizá incluso de otro mundo. En cualquier caso, las dos mujeres sólo deseaban alejarse cuanto antes de alguien que parecía poseer atributos de carácter sobrehumano.

–Creo que esas dos deberían regresar a su campamento, pues de lo contrario se perderán el gran festín de esta noche.

La voz procedía del bosque y hablaba mamutoi, pero las dos recién llegadas entendían la lengua y comprendieron que quien hablaba era Jondalar. Volvieron la mirada en dirección a la voz y vieron que el hombre alto y rubio se apoyaba con aparente descuido en el tronco de un ancho alerce de corteza blanca, con la lanza y el lanzavenablos preparados.

–Sí. Tenéis razón. No queremos perdernos el festín –dijo Epadoa. Empujó a su joven compañera, que había enmudecido, y ambas les dieron la espalda, alejándose a toda prisa.

Cuando se hubieron perdido de vista, Jondalar no pudo resistir la tentación de sonreír abiertamente.

El sol se ponía al caer la tarde del corto día invernal cuando Ayla y Jondalar cabalgaban en dirección al campamento s’armunai. Habían cambiado el escondite de Lobo, dejándole un poco más cerca del poblado, pues pronto oscurecía y la gente rara vez se alejaba de la luz del fuego durante la noche, aunque, de todos modos, Ayla continuaba temiendo que lo capturasen.

S’Armuna salía de su vivienda en el momento en que los dos viajeros desmontaban en el límite del campo, y la mujer sonrió aliviada al verles. A pesar de las promesas de Jondalar y de Ayla, era inevitable que se hubiera preguntado si regresarían. Después de todo, ¿por qué los forasteros iban a mostrarse dispuestos a afrontar riesgos para ayudar a personas que ni siquiera conocían? Hacía varios años que los propios parientes de los habitantes del poblado no se habían acercado por allí para cerciorarse de que todos estaban bien. Por supuesto, ni amigos ni parientes habían sido bien recibidos durante las últimas visitas.

Jondalar retiró el cabestro de Corredor, porque deseaba que el animal tuviera total libertad de movimientos. Tanto Ayla como él despidieron a los caballos con unas palmadas amistosas en la grupa, para inducirlos a alejarse del campamento. S’Armuna se acercó a los dos.

–Estamos terminando los preparativos para la Ceremonia del Fuego, que será mañana. Siempre encendemos fuego la víspera, ¿queréis venir a calentaros? –preguntó la mujer.

–Hace frío –dijo Jondalar con un gesto de asentimiento. Ambos siguieron a S’Armuna hasta el horno situado en el lado opuesto del campamento.

–Ayla, he encontrado la forma de calentar la comida que trajiste. Recuerdo tu comentario de que caliente estaría más sobrosa, y sin duda tenías razón. Huele maravillosamente –afirmó S’Armuna sonriente.

–¿Cómo puedes calentar una mezcla tan espesa en canastos? –preguntó la joven.

–Te lo demostraré; ven conmigo –invitó la mujer, y se inclinó para entrar en la antesala de la pequeña estructura. Ayla la siguió, imitada por Jondalar. Aunque no había fuego en el pequeño hogar, la pieza estaba bastante caldeada. S’Armuna se dirigió directamente a la abertura de la segunda cámara y quitó el omoplato de mamut que la cubría. El aire que llegó del interior estaba caliente, lo suficiente para poder cocinar, pensó Ayla. Al fijarse vio que dentro de la cámara ardía un fuego y que, cerca de la entrada, pero algo retirados del fuego, estaban sus dos canastos.

–En efecto, huele bien –confirmó Jondalar.

–No tienes idea de cuántas personas han venido a preguntar a qué hora comenzará el festín –dijo S’Armuna–. El aroma llega incluso al cercado. Ardemum también ha estado aquí; quería saber si era verdad que los hombres recibirán una parte. Y no es eso sólo. Estoy sorprendida; Attaroa ordenó a las mujeres que prepararan comida para un festín, advirtiéndoles que la cantidad debería alcanzar para todos. Ya he olvidado la última vez que asistimos a un auténtico festín..., aunque bien es cierto que no hemos tenido muchos motivos para celebrar nada, lo que me obliga a preguntarme qué será lo que celebraremos esta noche.

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