Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
De pronto, Ayla pensó que si un hombre era tan responsable como la mujer del comienzo de la nueva vida que crecía en una mujer, entonces la «prima» a quien él llamaba Joplaya era en realidad su hermana; una hermana con el mismo derecho que lo era la llamada Folara. Jondalar decía que era su prima cercana: ¿quizá porque ellos reconocían la existencia de un vínculo más estrecho que la relación con los hijos de las hermanas de la madre o los compañeros de sus hermanos? La conversación acerca de la madre de Jondalar se había desarrollado mientras ella meditaba acerca de las implicaciones del parentesco de Jondalar.
–... Después, mi madre entregó el liderazgo a Joharran, aunque éste insistió en que ella continuara aconsejándole –dijo Jondalar–. ¿Cómo llegaste a conocer a mi madre?
S’Armuna vaciló un momento, su mirada se perdió en el espacio, como si estuviera contemplando una imagen del pasado, y después comenzó a hablar lentamente.
–Yo era poco más que una niña cuando me llevaron allí. El hermano de mi madre era el jefe y yo era su niña favorita, la única niña nacida de sus dos hermanas. Había realizado un viaje en su juventud, y sabía de la renombrada Zelandonia. Cuando se pensó que yo tenía cierto talento o don para Servir a la Madre, quiso que los mejores maestros me enseñaran. Me llevó a la Novena Caverna, porque su Zelandoni era el primero entre los Que Sirven a la Madre.
–Parece ser una tradición en la Novena Caverna. Cuando yo aparecí, nuestro Zelandoni acababa de ser elegido el primero –comentó Jondalar.
–¿Conoces el nombre anterior de quien ahora es el primero? –preguntó S’Armuna, bastante interesada.
Jondalar insinuó una sonrisa sesgada y Ayla creyó comprender la causa.
–La conocí con el nombre de Zolena.
–¿Zolena? Es joven para ser la primera, ¿verdad? No era más que una hermosa niñita cuando yo estaba allí.
–Quizá joven, pero consagrada a su función –dijo Jondalar.
S’Armuna asintió y después retomó el hilo de su historia.
–Marthona y yo teníamos casi la misma edad, y el hogar de su madre tenía una elevada jerarquía. Mi tío y tu abuela, Jondalar, llegaron a un acuerdo para que yo viviese con ella. Él permaneció allí sólo el tiempo necesario para asegurarse de que yo estaba bien. –Los ojos de S’Armuna tenían una expresión distante; después sonrió–. Marthona y yo éramos como hermanas. Incluso más unidas que hermanas, más bien como mellizas. Nos gustaban las mismas cosas y lo compartíamos todo. Incluso decidió adaptarse al modo de vida zelandonii al mismo tiempo que yo.
–No lo sabía –dijo Jondalar–. Quizá fuese allí donde desarrolló sus cualidades como jefa.
–Quizá, pero en ese momento ninguna de nosotras pensaba en el mando. Éramos inseparables y nos gustaban las mismas cosas..., hasta que aquello se convirtió en un problema.
De pronto, S’Armuna se calló.
–¿Problema? –inquirió Ayla–. ¿Era un problema sentirse tan unida a una amiga?
Había estado pensando en Deegie y en lo maravilloso que habría sido tener una buena amiga, aunque fuese por poco tiempo. Le habría encantado conocer a una persona semejante cuando ella estaba creciendo. Uba había sido como una hermana, pero por mucho que Ayla la amase, Uba pertenecía al clan. Por mucha intimidad que ella sintiera, había ciertas cosas que una jamás podría comprender acerca de la otra; por ejemplo, la curiosidad innata de Ayla y los recuerdos de Uba.
–Sí –dijo S’Armuna, mirando a la joven, súbitamente consciente de su extraño acento–. El problema fue que nos enamoramos del mismo hombre. Creo que Joconan pudo habernos amado a las dos. Cierta vez habló de una doble unión, y creo que Marthona y yo habríamos aceptado; pero para entonces el anciano Zelandoni había fallecido, y cuando Joconan acudió al nuevo pidiendo consejo, él le dijo que eligiese a Marthona. Pensé entonces que se debía a la belleza de Marthona y a que su rostro no estaba deformado; pero ahora creo que puede haber sido porque mi tío les había dicho que deseaba mi regreso. No asistí a la ceremonia matrimonial, estaba demasiado enfadada y resentida. Regresé apenas me lo dijeron.
–¿Volviste aquí sola? –preguntó Jondalar–. ¿Y cruzaste sola el glaciar?
–Sí –dijo la mujer.
–No muchas mujeres emprenden viajes tan largos, y sobre todo solas. Era realmente una empresa peligrosa y requería valor –dijo Jondalar.
–Peligroso, sí. Estuvo a punto de caer en una grieta, pero no estoy tan segura de mi valor. Creo que la cólera me sostenía. Pero cuando volví, todo había cambiado; había estado ausente muchos años. Mi madre y mi tía se habían ido al norte, donde viven muchos otros s’armunai, mis primos y hermanos; mi madre murió allí. También mi tío estaba muerto y era jefe otro hombre, un extraño llamado Brugar. No sé muy bien de dónde venía. De entrada parecía afable, no apuesto, aunque sí muy atractivo en su rudeza, pero era cruel y perverso.
–Brugar... Brugar –dijo Jondalar, cerrando los ojos y tratando de recordar dónde había oído aquel nombre–. ¿No fue el compañero de Attaroa?
S’Armuna se puso en pie y, de pronto, pareció muy agitada.
–¿Alguien desea seguir bebiendo? –preguntó. Tanto Ayla como Jondalar aceptaron. Trajo a cada uno una taza de infusión caliente preparada con hierbas y después se sirvió una ella misma; pero antes de sentarse se dirigió a sus visitantes–. Nunca he hablado de todo esto con nadie.
–¿Por qué nos lo dices ahora? –preguntó Ayla.
–Para que comprendáis. –Se volvió hacia Jondalar–. Sí, Brugar fue el compañero de Attaroa. Parece que comenzó a cambiar las cosas poco después de convertirse en jefe y empezó dando más importancia a los hombres que a las mujeres. Al principio fueron pequeños detalles. Las mujeres tenían que sentarse y esperar hasta que se les concediera permiso para hablar. No se permitía que las mujeres tocasen las armas. Al principio, el asunto no parecía grave, y a los hombres les agradaba ese poder; pero después de que la primera mujer fue muerta a golpes como castigo por haber expresado lo que pensaba, el resto comenzó a comprender que las cosas eran muy graves. En ese momento, la gente no sabía lo que había sucedido o cómo volver a la situación anterior. Brugar destacaba lo más degradante de los hombres. Tenía un grupo de secuaces, y creo que a los otros les atemorizaba la idea de contrariarle.
–Sería interesante saber dónde concibió esas ideas –dijo Jondalar.
Movida por una súbita inspiración, Ayla preguntó:
–¿Cómo era este tal Brugar?
–Tenía rasgos acentuados y ásperos, como he dicho antes, aunque era encantador y atractivo cuando se lo proponía.
–¿En esta región hay mucha gente del clan, muchos cabezas chatas? –preguntó Ayla.
–Solía haberlos, pero ahora no son tantos. Son mucho más numerosos al oeste de aquí. ¿Por qué?
–¿Qué piensan de ellos los s’armunai? ¿Sobre todo de los que tienen espíritus mezclados?
–Bien, no se les considera abominables, como creen los zelandonii. Algunos hombres han tomado como compañeras a mujeres de los cabezas chatas; y los hijos son tolerados, pero, según tengo entendido, nadie los acepta realmente.
–¿Crees que Brugar pudo haber sido un hombre de espíritus mezclados? –preguntó Ayla.
–¿Por qué formulas todas esas preguntas?
–Porque creo que él debe de haber vivido y quizá crecido con los hombres a quienes tú llamas cabezas chatas –replicó Ayla.
–¿Qué te lleva a pensar así? –preguntó la hechicera.
–Porque las cosas que tú describes son costumbres del clan.
–¿El clan?
–Es el nombre que se dan a sí mismos los «cabezas chatas» –explicó Ayla; después comenzó a hacer conjeturas–. Pero si él podía hablar tan bien que era encantador, no pudo haber vivido siempre con ellos. Probablemente no nació de ellos, pero fue a vivir con esa gente más tarde, y como era una mezcla, difícilmente le tolerarían y quizá hasta le consideraran deforme. Dudo que él realmente comprendiese las costumbres de los cabezas chatas y por eso le habrían tratado como un forastero. Su vida probablemente fue dolorosa.
S’Armuna se mostró sorprendida. Se preguntó cómo era posible que Ayla, una forastera recién llegada, pudiera saber tanto.
–Para tratarse de una persona a quien nunca has visto, pareces saber mucho de Brugar.
–Entonces, ¿nació de espíritus mezclados? –preguntó Jondalar.
–Sí. Attaroa me habló de su pasado, de lo que sabía sobre él. Al parecer, su madre fue realmente una mezcla, medio humana, medio cabeza chata; había nacido de una madre que era completamente cabeza chata –comentó S’Armuna.
Probablemente, pensó Ayla, una criatura originada por algún hombre de los Otros que la había forzado, como la niña de la Asamblea del Clan prometida a Durc.
–Su niñez seguramente fue desgraciada. Abandonó a su pueblo, cuando era apenas una mujer, con un hombre de una caverna del pueblo que vive al oeste de aquí.
–¿Los losadunai? –preguntó Jondalar.
–Sí, creo que así les llaman. De todos modos, no mucho después que ella huyó, tuvo un varón. Era Brugar –continuó diciendo S’Armuna.
–Brugar, pero ¿a veces no se le llama Brug? –la interrumpió Ayla.
–¿Cómo lo sabes?
–Es posible que Brug fuese su nombre en el clan.
–Creo que el hombre de quien su madre huyó solía castigarla. ¿Quién sabe por qué? Algunos hombres son así.
–Se educa a las mujeres del clan para que acepten eso –dijo Ayla–. No se permite a los hombres que se golpeen unos a otros, pero pueden castigar a una mujer para reprenderla. Se supone que no las castigan, pero algunos lo hacen.
S’Armuna asintió, en actitud comprensiva.
–De modo que quizá al principio la madre de Brugar consideró natural que el hombre con quien vivía la castigase, pero después la situación debió empeorar. Los hombres de esa condición suelen caer en excesos y él comenzó a castigar también al chico. Lo cual quizá fuese la causa por la que, finalmente, ella se alejó. Sea como fuere, tomó al niño y escapó de su compañero y regresó con su pueblo –dijo S’Armuna.
–Y si para ella era difícil crecer con el clan, seguramente era peor para su hijo, que ni siquiera era completamente mezclado –dijo Ayla.
–Si los espíritus se mezclaron como era previsible que sucediera, habría tenido tres partes humanas y sólo una parte cabeza chata –confirmó S’Armuna.
De pronto, Ayla pensó en su hijo Durc. Broud le hacía difícil la vida. ¿Y si se volviera como Brugar? Pero Durc es una mezcla completa y tiene a Uba para que le quiera y a Brun para que le enseñe. Brun le aceptó en el clan cuando era el jefe y Durc era un niño. Se ocupará de que Durc conozca las costumbres del clan. Sé que sería capaz de hablar si alguien le enseñase, pero también puede evocar los recuerdos. En ese caso, podría ser un miembro pleno del clan, con la ayuda de Brun.
S’Armuna tuvo una súbita sospecha en relación con la misteriosa joven.
–Ayla, ¿cómo sabes tanto acerca de los cabezas chatas? –preguntó.
La pregunta sorprendió a Ayla. No estaba alerta como lo había estado con Attaroa, y tampoco estaba preparada para soslayar la pregunta. En definitiva, dijo toda la verdad.
–Ellos me criaron –contestó–. Mi pueblo sucumbió en un terremoto y ellos me recibieron.
–Tu niñez seguramente fue incluso más difícil que la de Brugar –dijo S’Armuna.
–No. Creo que, en cierto sentido, fue más fácil. No me consideraban un niño deforme del clan; simplemente, era distinta. Uno de los Otros, así es como nos llaman. Nada esperaban de mí. Algunos de mis actos les parecían tan extraños que no sabían qué pensar acerca de mí. Excepto que estoy segura de que algunos de ellos creían que yo era un poco lenta, porque me costaba mucho recordar las cosas. No digo que fuese fácil crecer con ellos. Tuve que aprender a hablar a su modo y a vivir de acuerdo con sus costumbres, aprender sus tradiciones. Me vi en dificultades para introducirme, pero tuve suerte. Iza y Creb, las personas que me criaron, me amaban, y sé que sin ellos ni siquiera hubiera podido sobrevivir.
Cada una de estas afirmaciones suscitó interrogantes en la mente de S’Armuna, pero no era aquél el momento adecuado para formularlos.
–Es una suerte que en ti no haya mezcla –dijo, dirigiendo una mirada significativa a Jondalar–, sobre todo porque irás a reunirte con los zelandonii.
Ayla captó la mirada y tuvo una cierta idea de lo que la mujer quería decir. Recordó el modo en que Jondalar había reaccionado inicialmente cuando supo quién la había criado, y todavía fue peor cuando descubrió que había concebido un hijo de espíritus mezclados.
–¿Cómo sabes que todavía no los conoce? –preguntó Jondalar.
S’Armuna hizo una pausa para pensar en la pregunta. ¿Cómo lo había sabido? Dirigiéndose al hombre, sonrió.
–Has dicho que volviste a su casa, y ella dijo «su lenguaje», no el que ella habla. –De pronto, le asaltó un pensamiento, una revelación–. ¡La lengua! ¡El acento! Ahora sé dónde lo escuché antes. ¡Brugar tenía un acento como el tuyo! No tan claro como el tuyo, Ayla, aunque él no hablaba su propia lengua tan bien como tú hablas la de Jondalar. Pero seguramente se acostumbró a ese modo de hablar..., a ese amaneramiento, no es del todo un acento, mientras vivió con los cabezas chatas. Hay algo en el sonido de tu habla, y ahora que lo escucho, creo que jamás lo olvidaré.
Ayla se sintió avergonzada. Se había esforzado mucho para hablar correctamente, pero nunca había podido dominar ciertos sonidos. En general, ya no le molestaba que la gente aludiera a ello, pero S’Armuna estaba atribuyéndole excesiva importancia.
La hechicera notó la incomodidad de Ayla.
–Lo siento, Ayla. No quise avergonzarte. En realidad, hablas muy bien el zelandoni, probablemente mejor que yo, porque yo lo he olvidado mucho. Y a decir verdad, no tienes acento. Es otra cosa. Estoy segura de que la mayoría de la gente no lo advierte. Lo que sucede simplemente es que me has proporcionado una visión más clara de Brugar y eso me ayuda a comprender a Attaroa.
–¿Te ayuda a comprender a Attaroa? –preguntó Jondalar–. Ojalá pudiese yo comprender cómo alguien puede ser tan cruel.
–No siempre fue tan mala. En realidad, llegué a admirarla al principio, aunque también la compadecí mucho. Pero, en cierto modo, ella estaba preparada para Brugar y de pocas mujeres podría decirse lo mismo.
–¿Preparada? ¡Qué cosas tan extrañas dices! ¿Preparada para qué? –inquirió Jondalar.
–Preparada para su crueldad –explicó S’Armuna–. Attaroa fue muy maltratada cuando era niña. Ella nunca habla mucho sobre eso, pero sé que pensaba que incluso su propia madre la odiaba. He sabido por otras personas que, en efecto, su madre la abandonó o, por lo menos, eso afirmaban. Se marchó y no volvieron a oír hablar de ella. Finalmente, Attaroa fue recogida por un hombre cuya compañera había muerto de parto, en circunstancias muy sospechosas, y su hijo con ella. Las sospechas se confirmaron cuando se descubrió que golpeaba a Attaroa y que la había poseído incluso antes de que fuese mujer; pero nadie quería asumir la responsabilidad de la niña. Se comentaba algo sobre su madre, algo acerca de su pasado, pero lo cierto es que ese hombre se hizo cargo de Attaroa y la deformó con su crueldad. Finalmente, el hombre murió, y ciertas personas del campamento dispusieron su unión con el nuevo jefe de este campamento.