Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–Te traeré alguna leña –dijo. Mirando a su alrededor, añadió–: Y guardaré todo lo que no estás usando; de ese modo estaremos listos para partir.
Ayla necesitó más tiempo del que había previsto; alrededor de media mañana Jondalar se fue con Lobo a explorar el lugar, más con el propósito de asegurarse de que Epadoa no estaba cerca que de buscar animales. Le sorprendió un poco el entusiasmo con que el lobo le acompañó... una vez que Ayla se lo ordenó. Siempre había pensado que el animal pertenecía exclusivamente a Ayla y nunca se le había ocurrido llevarlo consigo. El animal demostró que era una buena compañía y, además, levantó alguna presa; pero Jondalar decidió que le permitiría consumir sólo el conejo que había atrapado.
Cuando regresaron, Ayla entregó a Jondalar una generosa porción caliente de la deliciosa pasta que había preparado para el campamento. Aunque generalmente comían sólo dos veces al día, apenas vio el cuenco repleto de alimento, Jondalar se dio cuenta de que tenía mucho apetito. Ayla retiró una parte de la ración y dio también un poco a Lobo.
Poco después de mediodía estuvieron listos para partir. Mientras se cocía el alimento, Ayla había terminado dos canastos redondos y altos, ambos de buen tamaño, pero uno un poco más grande que el otro; los dos fueron cargados con la espesa y sabrosa combinación. Incluso había agregado algunas aceitosas nueces de pino de las piñas arrancadas de los árboles. Suponía que a causa de su dieta formada principalmente por carne magra, la abundancia de grasas y aceites sería sobremanera atractiva para los habitantes del campamento. Sabía también, sin comprender muy bien la razón, que era lo que más necesitaban, sobre todo en invierno, como fuente de calor y de energía, y para lograr que, con el complemento de los cereales, todos se sintieran saciados y satisfechos.
Ayla cubrió los cuencos repletos con canastos vacíos invertidos, en funciones de tapas; los colocó sobre el lomo de Whinney y los aseguró con un tosco sustentáculo de hierba seca y ramas de sauce que había entrelazado rápidamente, pues los utilizaría sólo una vez para desecharlos después. Finalmente, retornaron al asentamiento s’armunai, pero por un acceso distinto. Durante el trayecto comentaron lo que iban a hacer con los animales apenas llegaran al campamento de Attaroa.
–Podemos ocultar los caballos en los bosques, junto al río. Atarlos a un árbol y hacer a pie el resto del trayecto –propuso Jondalar.
–No quiero atarlos. Si las cazadoras de Attaroa los encontraran, para ellas sería demasiado fácil matarlos –dijo Ayla–. Si están libres, por lo menos tienen la posibilidad de escapar y acudir a nosotros cuando silbemos. Prefiero más bien tenerlos cerca, donde podamos verlos.
–En ese caso, el campo de pasto seco que está junto al campamento puede ser un lugar apropiado. Creo que se quedarán allí sin necesidad de que los atemos. Generalmente se mantienen cerca si los llevamos a un lugar donde tienen algo que comer –dijo Jondalar–. Y a Attaroa y a los s’armunai les impresionará mucho si ambos entramos en el campamento montando caballos. Si son como los demás que hemos conocido, los s’armunai probablemente sentirán temor ante quienes pueden controlar a los caballos. Todos piensan que todo eso tiene que ver con los espíritus o los poderes mágicos, o algo por el estilo; pero mientras teman, estamos en ventaja. Como somos sólo dos, necesitamos todas las salvaguardas posibles.
–Es cierto –dijo Ayla, frunciendo el entrecejo, tanto a causa de la preocupación que sentía por ellos mismos y por los animales, como porque detestaba la idea de aprovecharse de los temores infundados de los s’armunai. Le parecía como si estuviera mintiendo, pero ahora sus vidas corrían peligro y muy probablemente sucedía lo mismo con la vida de los niños y los hombres del cercado.
Fue un momento difícil para Ayla. Se le exigía que eligiera entre dos males, pero había sido ella la que había insistido en regresar para ayudar a aquella gente, a pesar de que retornar constituía una amenaza para la vida de ambos. Tenía que dominar su innata compulsión a decir siempre la verdad absoluta; tenía que elegir el mal menor, adaptarse, si deseaba tener la posibilidad de salvar a los niños y a los hombres del campamento y salvarse ellos mismos de la locura de Attaroa.
–Ayla –dijo Jondalar–. ¿Ayla? –repitió, en vista de que no había respondido a su observación anterior.
–¡Ah!... ¿sí?
–¿Qué me dices de Lobo? ¿También vamos a entrar con él en el campamento?
Ayla meditó sobre el particular.
–No, no lo creo conveniente. Están enterados de lo de los caballos, pero nada saben de un lobo. En vista de lo que les encanta hacer con los lobos, no veo razón alguna para darles la oportunidad de acercarse demasiado al animal. Le diré que se mantenga oculto. Creo que lo hará, si me ve de vez en cuando.
–¿Dónde se podrá esconder? Alrededor del poblado es casi todo campo abierto.
Ayla reflexionó un momento.
–Lobo puede permanecer donde yo me ocultaba mientras estaba observándote. Podemos dar un rodeo desde aquí hasta la falda de la colina. Hay unos árboles y algunos matorrales a lo largo de un arroyuelo que corre en esa dirección. Puedes esperarme aquí con los caballos; después retornaremos y entraremos en el campamento desde otra dirección.
Nadie les vio entrar en el campamento desde la faja boscosa; los primeros que divisaron a la mujer y al hombre, cada uno en su caballo, atravesando a campo abierto en dirección al poblado, tuvieron la sensación de que habían surgido pura y simplemente de la nada. Cuando llegaron a la amplia morada de Attaroa, todos los que pudieron se reunieron para observarlos. Incluso los hombres del cercado se habían agrupado detrás de la empalizada y espiaban a través de las rendijas.
Attaroa estaba en pie, con las manos en jarras y las piernas separadas, adoptando su actitud de mando. Aunque jamás lo hubiera reconocido, estaba impresionada y bastante inquieta de verlos; y, ahora, a los dos montando caballos. Las pocas veces que alguien había escapado de ella, lo había hecho corriendo con toda la velocidad que sus piernas le permitían. Y nadie había regresado jamás voluntariamente. ¿Qué poder asistía a aquellos dos para decidirse a regresar con tanta confianza? Dominada por su temor profundo a la venganza de la Gran Madre y a Su Mundo de los Espíritus, Attaroa se preguntaba ahora qué significado podía tener la reaparición de la enigmática mujer y del hombre alto y apuesto. Pero sus palabras no dejaron traslucir la inquietud que sentía.
–De modo que habéis decidido volver –dijo, mirando a S’Armuna para indicarle que debía traducir.
Jondalar pensó que la hechicera también parecía sorprendida, pero percibió que aquella mujer se sentía aliviada. Antes de traducir al zelandoni las palabras de Attaroa, S’Armuna habló directamente a los dos viajeros.
–No importa lo que ella diga; os aconsejo, hijo de Marthona, que no os alojéis en su vivienda. Mi ofrecimiento todavía sigue en pie para ambos –dijo, antes de repetir el comentario de Attaroa.
La jefa miró a S’Armuna, segura de que había dicho más palabras de las necesarias para traducir. Pero, como no conocía la lengua, no podía asegurarlo.
–Attaroa, ¿por qué no habíamos de volver? ¿No hemos sido invitados a un festín en nuestro honor? –preguntó Ayla–. Hemos traído nuestra contribución a la comida.
Mientras S’Armuna traducía estas palabras, Ayla pasó la pierna sobre el cuello de Whinney y se deslizó hasta el suelo; después retiró el recipiente más grande y lo depositó entre Attaroa y S’Armuna. Levantó el canasto que servía de tapadera y el delicioso aroma del enorme montículo de cereales cocidos junto con otros alimentos hizo que todos miraran hacia allí maravillados mientras la boca se les hacía agua. Era un manjar que rara vez habían saboreado en los últimos años, sobre todo en invierno. Incluso Attaroa se sintió momentáneamente desconcertada.
–Parece que hay suficiente para todos –dijo.
–Esto es sólo para las mujeres y los niños –añadió Ayla. Después cogió otro recipiente un poco más pequeño que Jondalar acababa de traer y lo depositó al lado del primero. Retiró la tapa y anunció–: Éste es para los hombres.
Se oyó un murmullo procedente de un lugar que estaba detrás de la empalizada y de las mujeres que habían salido de sus viviendas; pero Attaroa estaba furiosa.
–¿Qué significa eso de «para los hombres»?
–Se da por sentado que, cuando el jefe de un campamento anuncia un festín en honor de un visitante, incluye a toda la gente. He supuesto que tú eres la jefa de todo el campamento y que se esperaba que yo trajera suficiente para todos. Tú eres la jefa de todos, ¿no es así?
–Por supuesto, soy la jefa de todos –masculló Attaroa, quien, de pronto, no supo qué añadir.
–Si todavía no estás preparada, creo que llevaré dentro estos recipientes para que no se enfríen –dijo Ayla, cogiendo de nuevo el más grande y volviéndose hacia S’Armuna. Jondalar, por su parte, cogió el otro recipiente.
Attaroa reaccionó deprisa.
–Os invité a quedaros en mi vivienda –dijo.
–Estoy segura de que los preparativos te tienen muy atareada –dijo Ayla–, y no deseo molestar a la jefa de este campamento. Es más apropiado que nos alojemos con La Que Sirve a La Madre. –S’Armuna tradujo y después agregó–: Así se hace siempre.
Ayla se volvió y dijo por lo bajo a Jondalar:
–¡Comienza a caminar hacia la morada de S’Armuna!
Mientras Attaroa les veía alejarse con la hechicera, una sonrisa de verdadera perversidad deformó lentamente sus rasgos y convirtió una cara, que podría haber sido bella, en una caricatura repugnante e infrahumana. «Han sido unos estúpidos volviendo aquí», pensó, al darse cuenta de que su regreso le daba la oportunidad que estaba deseando: la de destruirlos. Pero también sabía que debía sorprenderlos desprevenidos. Al pensar en ello, se alegró de que se hubiesen ido con S’Armuna. De ese modo no se cruzarían en su camino. Necesitaba tiempo para pensar y discutir un plan con Epadoa, que aún no había regresado.
Pero, por el momento, tendría que continuar con el proyectado festín. Hizo una señal a una de las mujeres, que tenía una niña pequeña y que era su favorita; le dijo que comunicase a las demás mujeres que preparasen alimentos para una celebración.
–Que haya suficiente para todos –dijo la jefa–, incluso para los hombres del cercado.
La mujer pareció sorprendida, pero asintió y se alejó a toda prisa.
–Supongo que querréis tomar una infusión caliente –dijo S’Armuna, después de señalar a Ayla y Jondalar los lugares donde podían dormir, esperando que Attaroa irrumpiese en cualquier momento. Después de haber bebido la infusión sin que nadie les molestase, se relajaron un tanto. Cuanto más tiempo Ayla y Jondalar estuviesen allí sin que la jefa se opusiera, más probable era que les permitieran permanecer en aquel lugar.
Pero una vez que cedió la tensión provocada por la posible aparición de Attaroa, un silencio incómodo se cernió sobre las tres personas sentadas alrededor del hogar. Ayla estudió a la mujer Que Servía a la Madre, evitando que su interés fuera demasiado evidente. Su cara presentaba una extraña irregularidad; el lado izquierdo era mucho más prominente que el derecho; supuso incluso que S’Armuna podía sentir un poco de dolor en el malformado lado derecho cuando masticaba. La mujer no hacía nada para disimular esa anormalidad y exhibía con sencilla dignidad sus cabellos de color claro salpicados de canas, peinados hacia atrás y recogidos en un moño cerca de la coronilla. Por alguna razón que ella misma no atinaba a explicar, Ayla se sentía atraída por aquella mujer mayor.
Pero Ayla no pudo dejar de advertir cierta vacilación en el comportamiento de S’Armuna y pudo adivinar que la torturaba una profunda indecisión. Insistió en mirar a Jondalar como si deseara decirle algo, pero no veía la forma de hacerlo, como si deseara hallar un modo delicado de obviar un tema difícil.
Guiada por su instinto, Ayla tomó la palabra.
–S’Armuna, Jondalar me ha dicho que conociste a su madre –empezó–. Yo me preguntaba dónde aprendiste a hablar tan bien su lengua.
La mujer se volvió sorprendida hacia el visitante. «¿Su lengua, pensó, no la de Ayla?» Ayla casi percibió la súbita e intensa evaluación que la hechicera hacía de ella, pero la mirada que le dirigió fue igualmente franca.
–Sí, conocí a Marthona, y también al hombre con el que se unió.
Parecía como si deseara decir algo más; pero, por el contrario, guardó silencio. Jondalar llenó el vacío, pues deseaba hablar acerca de su hogar y su familia, especialmente con alguien que antes los había conocido.
–¿Joconan era el jefe de la Novena Caverna cuando estuviste allí? –preguntó Jondalar.
–No, pero no me sorprende que le nombraran jefe.
–Dicen que Marthona casi compartió el liderazgo, me imagino que con las mismas funciones de una jefa mamutoi. Por eso, después de que Joconan murió...
–¿Joconan ha muerto? –le interrumpió S’Armuna. Ayla percibió el choque emocional que la noticia le produjo y detectó un gesto que era más o menos afín al pesar. Después pareció reaccionar–. Seguramente fue un momento difícil para tu madre.
–Sin duda lo fue, aunque no creo que dispusiera de mucho tiempo para pensar en ello o para prolongar demasiado su duelo. Todos se apresuraron para obligarla a aceptar el puesto de jefa. No sé cuándo conoció a Dalanar, pero cuando se unió a él ya había sido jefa de la Novena Caverna durante varios años. Zelandoni me dijo que antes de la unión ya había recibido la bendición que condujo a mi nacimiento y, por tanto, hubieran debido ser felices; pero se separaron un par de años después de mi nacimiento y él decidió alejarse. No sé qué sucedió, pero todavía se recuerdan sombrías anécdotas y canciones acerca de su amor. Y todo eso perturba a mi madre.
Ayla le animó a continuar, pues le interesaba la narración; el interés de S’Armuna también era evidente.
–Volvió a unirse y tuvo más hijos, ¿verdad? Sé que tuviste otro hermano.
Jondalar continuó hablando y dirigió sus comentarios hacia S’Armuna.
–Mi hermano Thonolan nació en el hogar de Willomar, y también mi hermana Folara. Creo que para ella fue una buena unión. Marthona es muy feliz con él, y siempre fue condescendiente conmigo. Solía viajar mucho y salía en misiones comerciales para mi madre. A veces me llevaba consigo. También a Thonolan, cuando tuvo edad suficiente. Durante mucho tiempo consideré que Willomar era el hombre de mi hogar, hasta que fui a vivir con Dalanar y le conocí un poco mejor. Todavía me siento cerca de él, aunque Dalanar fue también muy bueno conmigo y llegué a amarle igualmente. Pero todos simpatizan con Dalanar. Descubrió una mina de pedernal, conoció a Jerija y fundó su propia caverna. Tenía una hija, Joplaya, que es prima mía cercana...