Las llanuras del tránsito (91 page)

–No, no combatirás conmigo, porque sabes que yo triunfaré. Soy mujer. Tengo de mi lado el poder de Muna. La Madre ha honrado a las mujeres; son las que traen vida. Y tienen que ser las jefas.

–No –replicó Jondalar. Algunas de las personas que estaban observando retrocedieron al ver que el hombre desafiaba tan francamente a Attaroa–. El liderazgo no pertenece siempre a quien tiene la bendición de la Madre, del mismo modo que no pertenece a los que tienen fuerza física. Por ejemplo, el jefe de los recolectores de bayas es el que sabe dónde crecen las bayas, cuándo estarán maduras y el mejor modo de recogerlas. –Parecía casi que Jondalar estaba arengándose a sí mismo–. Un jefe tiene que ser un individuo fiable, responsable; los jefes tienen que saber lo que hacen.

Attaroa frunció el entrecejo. Las palabras de Jondalar no producían en ella ningún efecto; aquella mujer escuchaba su propio pensamiento, pero no le agradaba el tono crítico de la voz de Jondalar; aquel hombre hablaba como si tuviese el derecho de expresarse con entera libertad o presumiera de que podía enseñar algo a Attaroa.

–No importa cuál sea la tarea –continuó diciendo Jondalar–. El jefe de la cacería es el que sabe dónde estarán los animales y cuándo estarán allí; es él quien puede seguirles el rastro. Es el más hábil en la caza. Marthona siempre dijo que los jefes de las personas deben cuidar de la gente a la que conducen. Si no lo hacen, no seguirán mucho tiempo siendo los jefes. –Jondalar estaba sermoneando, exteriorizando su cólera, indiferente al rostro encendido de Attaroa–. ¿Por qué ha de importar que sean hombres o mujeres?

–No permitiré que los hombres vuelvan a ser jefes –interrumpió Attaroa–. Aquí los hombres saben que las mujeres dirigen y se educa a los pequeños de manera que lo comprendan. Las mujeres son aquí las que cazan. No necesitamos que los hombres sigan el rastro o dirijan. ¿Crees que las mujeres no saben cazar?

–Por supuesto, las mujeres saben cazar. Mi madre fue cazadora antes de ser jefa, y la mujer con quien he viajado era una de las mejores cazadoras que he conocido. Le gustaba cazar y era muy eficaz rastreando. Yo puedo arrojar más lejos la lanza, pero ella tenía mejor puntería. Podía abatir un pájaro del cielo o matar a un conejo en fuga con una sola piedra de su honda.

–¡Más historias! –rezongó Attaroa–. Es muy fácil afirmar cosas de una mujer que no existe. Mis mujeres no cazaban; no se les permitía hacerlo. Cuando Brugar era el líder, no se permitía a las mujeres ni siquiera tocar un arma, y las cosas no fueron fáciles para nosotras cuando me convertí en jefa. Nadie sabía cazar, pero yo les enseñé. ¿Has visto esos blancos que usamos para practicar?

Attaroa señaló una serie de robustos postes hundidos en el suelo. Jondalar ya los había visto antes, aunque ignoraba su uso. Ahora vio un trozo del cuerpo de un caballo que colgaba de un grueso sostén de madera, cerca del extremo superior de un poste. Unas cuantas lanzas estaban clavadas en la carne muerta.

–Todas las mujeres deben practicar diariamente, y no se trata sólo de arrojar la lanza con fuerza suficiente para matar, también tienen que practicar el modo de lanzarla. Las mejores son mis cazadoras. Pero incluso antes de que aprendiéramos a fabricar y usar lanzas, sabíamos cazar. Hay un promontorio al norte de aquí, cerca del lugar donde yo crecí. Allí se caza a los caballos, obligándolos a saltar al precipicio, por lo menos una vez al año. Aprendimos a cazar caballos de ese modo. No es tan difícil espantar a los caballos y obligarlos a saltar al abismo, si se consigue atraerlos al terreno alto.

Attaroa miró a Epadoa con evidente orgullo.

–Epadoa descubrió que la sal agrada mucho a los caballos. Utiliza la orina de las mujeres para atraer a los caballos. Mis cazadoras son mis lobos –dijo Attaroa, sonriendo en dirección a las mujeres armadas de lanzas que se habían reunido a su alrededor.

Era evidente que el elogio complacía a las mujeres, que habían enderezado el cuerpo mientras ella hablaba. Jondalar no había prestado antes mucha atención al atuendo que usaban, pero ahora advirtió que todas las cazadoras llevaban en su vestimenta algo que provenía de un lobo. La mayoría tenía un ribete de piel de lobo en las capuchas, y por lo menos un diente de lobo, pero a menudo algo más que les colgaba del cuello. Algunas también tenían un ribete de piel de lobo alrededor de los puños de sus chaquetas, o en el ruedo, o en ambos lugares, además de otros adornos. La capucha de Epadoa era totalmente de piel de lobo, y parte de una cabeza de lobo, con los colmillos desnudos, adornaba el extremo superior. Tanto el ruedo como los puños de su chaqueta tenían ribetes, unas patas de lobo colgaban de los hombros hacia delante y una cola peluda colgaba por detrás, prendida de un adorno central de piel de lobo.

–Sus lanzas son los colmillos, matan en manada y traen el alimento. Sus pies son las patas del animal y corren veloces el día entero salvando una gran distancia –arengó Attaroa con un modo de decir rítmico, que Jondalar pensó había sido repetido muchas veces–. Zelandonii, Epadoa es la jefa. Yo no intentaría engañarla. Es muy inteligente.

–No lo dudo –dijo Jondalar, que se sentía abrumado por el número. Pero tampoco podía evitar un poco de admiración por lo que habían logrado a partir de un conocimiento tan precario–. Pero me parece un despilfarro que los hombres permanezcan ociosos cuando también podrían colaborar, ayudando en la caza, cooperando en la recolección de alimentos y fabricando herramientas. De ese modo, las mujeres no tendrían que trabajar tanto. No digo que las mujeres no puedan hacerlo, pero ¿por qué tienen que aguantar ellas solas toda la carga, la de los hombres y la que corresponde a las propias mujeres?

Attaroa rio, con una risa áspera y enloquecida que provocaba un escalofrío en Jondalar.

–Me he preguntado lo mismo. Las mujeres son las que producen vida nueva; ¿para qué necesitamos a los hombres? Algunas mujeres no quieren renunciar todavía a los hombres, pero ¿de qué nos sirven? ¿Para los placeres? Los hombres son quienes reciben el placer. Y aquí no nos interesa continuar dando placeres a los hombres. En lugar de compartir un hogar con un hombre, he reunido a las mujeres. Comparten el trabajo, se ayudan unas a otras con los hijos, se comprenden. Cuando no haya hombres alrededor, la Madre tendrá que mezclar los espíritus de las mujeres y sólo nacerán niñas.

Jondalar se preguntó: ¿Podría ser así? S’Amodun había dicho que en los últimos años habían nacido muy pocos niños. De pronto, recordó la idea de Ayla de que los placeres compartidos por los hombres y las mujeres iniciaban el crecimiento de una nueva vida en el cuerpo de una mujer. Attaroa había mantenido separados a las mujeres y los hombres. ¿Quizá por eso había tan pocos niños?

–¿Cuántos niños han nacido? –preguntó, movido por la curiosidad.

–No muchos, pero sí algunos, y donde hay algunos puede haber más.

–¿Todos han sido niñas? –preguntó después.

–Los hombres todavía están demasiado cerca. Eso confunde a la Madre. Dentro de poco tiempo todos los hombres desaparecerán; entonces veremos cuántos varones nacen –desafió Attaroa.

–O cuántos niños nacen entonces –dijo Jondalar–. La Gran Madre Tierra creó tanto a los hombres como a las mujeres, y como Ella, las mujeres pueden crear tanto a los varones como a las hembras, pero la Madre es quien decide el espíritu de qué hombre se mezcla con el espíritu de qué mujer. Y siempre es el espíritu de un hombre. ¿Crees realmente que puedes cambiar lo que Ella ha establecido?

–¡No intentes decirme lo que da la Madre! Zelandonii, no eres mujer –dijo despectivamente–. Sucede sencillamente que no te agrada que te digan qué poco vales, o quizá no deseas renunciar a tus placeres. Es eso, ¿verdad?

De pronto, Attaroa cambió de tono y fingió que se sentía atraída.

–Zelandoni, ¿deseas placeres? Si no luchas contra mí, ¿qué harás para conquistar tu libertad? ¡Ah, lo sé! Placeres. Como eres fuerte y apuesto, tal vez Attaroa quiera darte placeres. Pero ¿puedes dar placeres a Attaroa?

El cambio de S’Armuna, que comenzó a hablar acerca de la mujer, y no tanto como ella misma, determinó que Jondalar cobrase de pronto conciencia de que todo lo que había escuchado era una traducción. Una cosa era hablar como la voz de Attaroa la jefa y otra muy distinta era hablar como la voz de Attaroa la mujer. S’Armuna podía traducir las palabras, pero no podía representar la personalidad íntima de la mujer. Y mientras S’Armuna continuaba traduciendo, Jondalar oyó las dos voces.

–Tan alto, tan rubio, tan perfecto, podrías ser el compañero de la Madre misma. Mira, incluso es más alto que Attaroa, y no muchos hombres lo son. Has dado placer a muchas mujeres, ¿verdad? Una sonrisa del hombre alto, corpulento y apuesto, con los ojos muy azules, y las mujeres ya quieren meterse bajo sus pieles. Zelandonii, ¿diste placer a todas?

Jondalar rehusó contestar. Sí, otrora había gozado dando placer a muchas mujeres, pero ahora sólo deseaba a Ayla. Un dolor desgarrador comenzó a abrumarle. ¿Qué haría sin ella? ¿Qué importaba si él moría o vivía?

–Ven, zelandonii. Si otorgas un gran placer a Attaroa puedes recobrar tu libertad. Attaroa sabe que puedes hacerlo. –La jefa alta y atractiva avanzó seductoramente hacia él–. ¿Ves? Attaroa se entregará a ti. Muestra a todos cómo un hombre fuerte otorga placeres a una mujer. Comparte el don de Muna, la Gran Madre Tierra, con Attaroa, Jondalar de los zelandonii.

Attaroa le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. Jondalar no respondió. Ella trató de besarle, pero Jondalar era demasiado alto y no pareció dispuesto a inclinarse. Attaroa no estaba acostumbrada a un hombre que era más alto; no era frecuente que tuviese que esforzarse por llegar a los labios de un hombre, sobre todo si él no se sometía. Se sintió en ridículo, y su cólera se reavivó.

–¡Zelandonii! ¡Estoy dispuesta a unirme contigo y a ofrecerte la oportunidad de conquistar tu libertad!

–En estas circunstancias no compartiré el don de los Placeres de la Madre –dijo Jondalar. Su voz serena y controlada disimulaba su intensa cólera, pero no la ocultaba. ¿Cómo se atrevía ella a insultar así a la Madre?–. El don es sagrado y debe ser compartido con buena voluntad y alegría. Unirse así implicaría despreciar a la Madre. Mancillaría Su don y la irritaría tanto como podría irritarla tomar a una mujer contra su voluntad. Elijo a la mujer con quien deseo unirme y no deseo compartir Su don contigo, Attaroa.

Jondalar podría haber respondido a la invitación de Attaroa, pero sabía que no era sincera. Era un hombre sugestivo y apuesto a los ojos de la mayoría de las mujeres. Había llegado a ser muy hábil a la hora de complacerlas y tenía experiencia en las manifestaciones de la atracción y la invitación mutuas. Pero, pese a sus movimientos sinuosos, no había calidez en Attaroa y no provocó en Jondalar la chispa del deseo. Él adivinó que, aunque lo intentara, no podría complacerla.

Pero Attaroa pareció desconcertada cuando escuchó la traducción. La mayoría de los hombres se habían mostrado más que dispuestos a compartir el don de los placeres para conquistar su libertad. Los visitantes que tenían la desgracia de atravesar el territorio y ser apresados por las cazadoras, generalmente no habían vacilado en aprovechar la oportunidad de escapar tan fácilmente de las Lobas de los s’armunai. Aunque algunos habían vacilado, porque dudaban de lo que ella se proponía, ninguno había rechazado abiertamente. Pero pronto habían descubierto que tenían motivos más que suficientes para dudar.

–Te niegas... –balbució incrédula la mujer. La traducción llegó en tono neutro, pero la reacción de Attaroa era bastante clara–. Te niegas a Attaroa. ¡Cómo te atreves a rechazarme! –gritó, y después se volvió hacia sus Lobas–. Desnudadlo y atadlo al poste de prácticas.

Ésa había sido su intención desde el principio, pero no pensaba hacerlo tan pronto. Había pensado que Jondalar la mantendría entretenida durante el largo y tedioso invierno. A Attaroa le complacía torturar a los hombres con promesas de libertad a cambio de los placeres. Para ella, era el colmo de la ironía. A partir de ese punto, los sometía a renovados actos de degradación o humillación, y generalmente lograba que hicieran todo lo que ella deseaba antes de sentirse satisfecha y jugar la partida final.

Los viajeros llegaban generalmente durante la estación más cálida. La gente rara vez se aventuraba mucho durante el frío del invierno, especialmente los que hacían un viaje; últimamente se había reducido el número de viajeros y ninguno había pasado cerca durante el verano anterior. Favorecidos por la suerte, unos pocos hombres habían conseguido escapar, y también habían huido varias mujeres. Éstos alertaron a los demás. La mayoría de la gente que escuchó estas historias las desechó como rumores, o como narraciones fantásticas de cuentistas, pero los rumores acerca de las crueles Lobas se habían ido acentuando poco a poco y la gente se mantenía alejada.

Attaroa se sintió complacida cuando trajeron a Jondalar, pero comprobó que era peor que cualquiera de los hombres de su propio pueblo. No participaba en el juego; ni siquiera le concedía la satisfacción de verle suplicar. Si lo hubiese hecho, quizá ella le habría permitido vivir un poco más, sólo para saborear el placer de verle sometido a su voluntad.

Obedeciendo a una orden de Attaroa, las Lobas se arrojaron sobre Jondalar. Él luchó desesperadamente, apartando lanzas y descargando fuertes golpes, cuyos efectos se manifestarían después. Sus esfuerzos para liberarse casi tuvieron éxito, pero, al fin, debió ceder ante la mera fuerza del número. Continuó luchando mientras ellas cortaban las trabillas de su túnica y sus pantalones, para desnudarle. Pero las mujeres lo tenían previsto y le acercaron al cuello varias hojas cortantes.

Después de arrancarle la túnica y desnudarle el pecho, le ataron las manos juntas con un trozo de cuerda; y después le alzaron y colgaron con las manos sobre la cabeza del alto sostén que sobresalía del poste. Jondalar descargó puntapiés mientras le quitaban las botas y los pantalones, asestando algunos golpes fuertes que dejarían hematomas; pero toda su resistencia sólo sirvió para que las mujeres se tomaran represalias. Y ellas sabían que podían hacerlo.

Cuando colgó desnudo del poste, todas retrocedieron y le miraron con gestos de autosatisfacción, complacidas consigo mismas. Aunque era corpulento y fuerte, su resistencia activa de nada le había servido. Los pies de Jondalar tocaban el suelo, aunque escasamente, y era evidente que la mayoría de los hombres puestos así habrían colgado del poste. Jondalar experimentó una leve sensación de seguridad porque tocaba el suelo y dirigió una llamada indefinida y muda a la Gran Madre Tierra, a la que pidió que le librase de aquella imprevista y terrible situación. Attaroa se fijó intrigada en la ancha cicatriz que se marcaba en el extremo superior del muslo y la ingle. Había curado bien. Jondalar no dejaba entrever que hubiera sufrido una herida tan grave; no cojeaba ni evitaba el esfuerzo de esa pierna. Si era tan fuerte, quizá durara más que otros. Era posible que todavía pudiese depararle alguna satisfacción. Attaroa sonrió ante la idea.

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