Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Jondalar recogió una lámina y la examinó con ojo crítico. Deseaba fabricar varias herramientas distintas, y estaba tratando de decidir cuál de ellas se ajustaba mejor a una finalidad concreta. Un borde largo y cortante era casi recto, el otro se desviaba un poco. Comenzó alisando el borde desigual, y para lograrlo, pasó sobre él varias veces la piedra utilizada como martillo. Dejó como estaba el otro borde. Después, con el extremo largo y ahusado de un fémur roto, comenzó a desprender escamas del extremo redondeado, desprendiendo cuidadosamente pequeñas lascas, hasta que lo convirtió en una punta. Si hubiera tenido tendones, o cola, o brea, u otros materiales que sirvieran como adhesivo, habría podido incorporar un mango; pero, cuando terminó, contaba con un cuchillo bastante eficaz.
Mientras el objeto pasaba de mano en mano y era probado en el vello de un brazo o en pedazos de cuero, Jondalar cogió otra lámina de pedernal. Los dos bordes se curvaban, formando un puente estrecho cerca del punto medio. Aplicando cuidadosamente presión con el extremo abultado y redondeado del fémur, rebajó sólo el borde más cortante de ambas prolongaciones, de manera que las alisó ligeramente; pero, lo que era más importante, las rectificó, de manera que esa lámina podía usarse como raspador para dar forma y alisar un pedazo de madera o hueso. Mostró cómo podía utilizarse el objeto y después se lo pasó a los que estaban a su alrededor.
Cogió otra lámina y alisó los dos bordes, con el fin de que el instrumento se pudiese manipular fácilmente. Después, con dos golpes asestados cuidadosamente en un extremo, desprendió un par de lascas, consiguiendo una punta aguda, semejante a un cincel. Para demostrar su utilidad, hizo una muesca en un pedazo de hueso; después insistió muchas veces en el mismo lugar, profundizando cada vez más la ranura y formando un montoncito de virutas. Explicó de qué modo un eje, o una punta, o un mango, podía formarse dándole más o menos la forma deseada, para completar el trabajo raspando o puliendo.
La demostración de Jondalar fue casi una revelación. Ninguno de los jovencitos o de los hombres más jóvenes había visto nunca el trabajo de un experto tallador de pedernal dedicado a la fabricación de herramientas, y pocos de los hombres mayores habían visto jamás a uno que fuese tan hábil. En los pocos momentos de penumbra de la noche anterior, Jondalar había logrado fabricar casi una treintena de láminas utilizables, extraídas del único nódulo de pedernal, hasta que llegó el momento en que el núcleo se quedó demasiado pequeño para continuar la tarea. Al día siguiente, la mayoría de los hombres del cercado había utilizado uno o más de los objetos que Jondalar había fabricado.
Después trató de explicarles el arma de caza que deseaba mostrarles. Algunos de los hombres entendieron inmediatamente, aunque no dejaron de cuestionar la precisión y la velocidad que Jondalar atribuía a una lanza arrojada con el lanzador. Al parecer, otros no alcanzaban a entender el alcance de todo aquello, pero eso poco importaba.
El hecho mismo de manejar instrumentos eficaces y útiles, y de hacer algo positivo con ellos, determinó que los hombres sintieran que su vida cobraba cierto sentido. Y hacer algo que permitía oponerse a Attaroa y a las condiciones que ella había impuesto alivió la desesperación del Campamento de los Hombres y alimentó la esperanza de que quizá algún día fuese posible recuperar el control de su propio destino.
Epadoa y sus guardias percibieron un cambio de actitud durante los días siguientes y presintieron que algo estaba sucediendo. Al parecer, los hombres caminaban con paso más ágil y sonreían demasiado, pero por mucho que miraban, no alcanzaban a ver nada diferente. Los hombres se habían mostrado sumamente cuidadosos para ocultar no sólo los cuchillos, los raspadores, los cinceles fabricados por Jondalar, así como los objetos que estaban elaborando, sino también los materiales de desecho de su trabajo. La más mínima lasca o resto de pedernal, las minúsculas virutas de madera o hueso fueron enterradas dentro del refugio y cubiertas con una tabla del techo o un pedazo de cuero.
Pero el principal cambio se manifestó en los dos jovencitos inválidos. Jondalar no sólo les enseñó cómo se hacían las herramientas, sino que les fabricó instrumentos especiales, y después les enseñó a usarlos. Dejaron de ocultarse en las sombras del refugio y comenzaron a relacionarse con los otros varones más maduros encerrados también en el cercado. Ambos comenzaron a idolatrar al alto zelandonii; ésa fue la actitud sobre todo de Doban, que tenía edad suficiente para comprender más, aunque se resistía a demostrarlo.
Hasta donde su memoria alcanzaba, en el curso de su vida con la perturbada e irracional Attaroa, Ardoban siempre se había sentido impotente, completamente a merced de circunstancias que él no controlaba. En un minúsculo rincón de su ser, siempre había esperado que le sucediese algo terrible, y después del trauma doloroso y terrorífico de su experiencia, estaba convencido de que su vida sólo podía ir a peor. A menudo deseaba la muerte, pero el hecho mismo de ver a una persona que recogía dos piedras cerca de un arroyo y con ellas, poniendo a contribución la habilidad de sus manos y el saber de su mente, le abría la esperanza de cambiar su mundo, suscitaba en el jovencito una profunda impresión. Doban temía preguntar –aún no podía confiar en nadie–, pero, sobre todo, deseaba aprender a fabricar herramientas con la piedra.
Jondalar percibió su interés y hubiera deseado disponer de más pedernal para comenzar a enseñarle, o por lo menos para iniciarle. Se preguntó si aquellas gentes concurrían a las Reuniones o Encuentros de Verano, donde podían intercambiar ideas, información y objetos. Seguramente había en la región talladores de pedernal que podrían enseñar a Doban. Necesitaba aprender un oficio como ése, para lo cual su condición de tullido poco importaba.
Una vez que Jondalar fabricó con madera un modelo de lanzavenablos, para mostrarles cómo era y cómo se fabricaba, varios hombres comenzaron a hacer copias del extraño instrumento. También elaboró puntas de lanza de pedernal con algunas de las esquirlas, y del cuero más fuerte que tenían cortó delgadas tiras para asegurar las puntas. Además Ardemun descubrió el nido que un águila dorada había abandonado en el suelo y trajo algunas plumas que podían servir. Pero, por el momento, carecían de astas para completar las lanzas.
En un intento de fabricar un mango con los escasos materiales disponibles, Jondalar cortó de una tabla un astil largo y delgado, utilizando el aguzado cincel. Lo aprovechó para mostrar a los hombres más jóvenes cómo se aseguraba la punta y se agregaban las plumas; también mostró el modo de sostener el lanzavenablos y la técnica básica de su empleo, aunque no llegó a arrojar la lanza. Pero elaborar un asta de lanza a partir de una tabla era una tarea larga y tediosa; y, además, la madera disponible estaba seca y era quebradiza, carecía de flexibilidad y se rompía fácilmente.
Necesitaba arbolillos jóvenes y rectos, ramas más o menos largas que pudieran enderezarse; pero, para enderezarlas, necesitaba el calor de un fuego. Su encierro del cercado le hacía sentirse profundamente frustrado. Si, por lo menos, pudiera salir y buscar algo que le permitiese fabricar los mangos. Tenía que convencer a Attaroa de que le permitiera salir de allí. Cuando comunicó a Ebulan, mientras se preparaban para dormir, lo que pensaba, el hombre le miró de un modo extraño; comenzó a decir algo, después meneó la cabeza, cerró los ojos y le dio la espalda. Jondalar consideró que era una reacción extraña, pero pronto olvidó el asunto y se durmió pensando en el problema.
Attaroa también había estado pensando en Jondalar. Estaba pensando en la forma de entretenimiento que podría proporcionarle durante el prolongado invierno; quería controlarle, tenerle a su servicio, demostrar a todos que ella era más poderosa que el hombre alto y apuesto. Después, cuando hubiese acabado con él, le tenía reservados otros planes. Había estado preguntándose si Jondalar podría salir del cercado y si lograría obligarle a trabajar. Epadoa le había dicho que creía que algo estaba sucediendo en el cercado y que en ello estaba implicado el forastero; pero aún no había descubierto de qué se trataba. Quizá había llegado el momento de separarle durante algún tiempo de los restantes hombres; Attaroa pensó que tal vez debía devolverle a la jaula. Era un método eficaz para acentuar la inseguridad de todos los hombres.
Por la mañana, Attaroa dijo a sus mujeres que necesitaba un equipo de trabajadores, entre los que debían incluir al zelandonii. Jondalar se alegró de salir del cercado, pues de ese modo podría ver algo más que el suelo desnudo y los hombres desesperados. Era la primera vez que le permitían salir del cercado para trabajar; no tenía idea de lo que Attaroa le reservaba, pero abrigaba la esperanza de que se le presentaría la oportunidad de encontrar árboles jóvenes de tronco recto. Hallar un modo de introducirlos en el cercado era otro problema distinto.
Más avanzado el día, Attaroa salió de su vivienda, acompañada por dos de sus mujeres y de S’Armuna, vistiendo –exhibiendo– la chaqueta de piel de Jondalar. Los hombres habían estado transportando huesos de mamut traídos antes de otro lugar; los apilaban donde Attaroa ordenaba. Habían trabajado toda la mañana y hasta bien entrada la tarde, comiendo poco y sin beber. Aunque Jondalar estuvo fuera del cercado, no había podido buscar el material para los futuros mangos de las lanzas, y mucho menos pensar en el modo de cortar la madera y traerla a su prisión. Estaba vigilado de cerca y no se le concedía tiempo para descansar. Se sentía no sólo frustrado, sino también fatigado, hambriento, sediento y colérico.
Jondalar apoyó en el suelo un extremo del fémur que él y Olamun estaban transportando; se irguió y miró a las mujeres que se aproximaban. Mientras Attaroa se acercaba, advirtió que era muy alta, más alta que muchos hombres. Habría podido ser muy atractiva. Se preguntó cuál sería la causa de que odiase tanto a los hombres. Cuando ella le habló, dejó bien claro su tono sarcástico, aunque él no comprendió lo que la mujer decía.
–Bien, zelandonii, ¿te propones contarnos otro cuento como el último? Me agradaría que me entretuvieras.
S’Armuna tradujo, sin omitir la entonación sarcástica.
–No te he contado un cuento. Te he dicho la verdad –afirmó Jondalar.
–¿Que viajabas con una mujer que monta en los caballos? ¿Y dónde está esa mujer? ¿Si tiene el poder que tú le atribuyes, por qué no ha venido a reclamarte? –preguntó Attaroa, de pie, las manos en jarras, como si deseara obligarle a someterse.
–No sé dónde está. Ojalá lo supiera. Temo que haya saltado al abismo con los caballos que vosotros cazabais –dijo Jondalar.
–¡Mientes, zelandonii! Mis cazadoras no vieron ninguna mujer sobre el lomo de un caballo y entre los caballos no encontraron el cuerpo de una mujer. Creo que ya has oído decir que la pena por robar a los s’armunai es la muerte, y ahora intentas eludir la responsabilidad mintiendo –dijo Attaroa.
¿No habían encontrado un cuerpo humano? A pesar de sí mismo, Jondalar se alegró cuando S’Armuna tradujo y sintió que se avivaba en él la esperanza de que Ayla aún estuviese viva.
–¿Por qué sonríes cuando acabo de decirte que la muerte es el castigo aplicado a los que roban? ¿Dudas de que lo vaya a hacer? –preguntó Attaroa, señalando a Jondalar y señalándose luego a sí misma para subrayar sus propias palabras.
–¿La muerte? –dijo Jondalar, y palideció. ¿Era posible que matasen a alguien por buscar comida? Se había sentido tan feliz al pensar que Ayla quizá viviera aún, que no había entendido realmente lo que Attaroa decía. Cuando comprendió, se reavivó su cólera–. Los caballos no fueron dados en exclusiva a los s’armunai. Están ahí para que los disfruten todos los Hijos de la Tierra. ¿Cómo puedes afirmar que cazarlos es robar? Incluso si yo hubiese estado cazando los caballos, lo estaría haciendo para comer.
–¡Ah! Mira, te he cogido en tus propias mentiras. Reconoces que estuviste cazando los caballos.
–¡No he reconocido nada! Dije: «Incluso si hubiese estado cazando los caballos». No dije que estuviera haciéndolo –miró a la traductora–. S’Armuna, dile que Jondalar de los zelandonii, hijo de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna, no miente.
–¿Y ahora dices que eres hijo de una mujer que fue jefa? Este zelandonii es un consumado mentiroso y solapa una mentira acerca de una mujer que hace milagros con otra acerca de una mujer jefa.
–He conocido a muchas mujeres que fueron jefas. Attaroa, no eres la única mujer que es jefa. Muchas mujeres mamutoi son jefas –dijo Jondalar.
–¡Colíderes! Comparten la dirección con un hombre.
–Mi madre fue jefa durante diez años. Llegó a ocupar el cargo cuando su compañero murió y no lo compartió con nadie. La respetaban tanto los hombres como las mujeres y traspasó la dirección a mi hermano Joharran. Pero el pueblo no deseaba que diera ese paso.
–¿Respetada por hombres y mujeres? ¡Escuchadlo! ¿Crees que no conozco a los hombres, zelandonii? ¿Crees que nunca he estado casada? ¿Soy tan fea que un hombre no puede quererme?
Attaroa casi estaba gritándole, y S’Armuna traducía más o menos simultáneamente, como si ya conociera las palabras que la jefa se proponía decir. Jondalar casi podía olvidar que la hechicera hablaba en nombre de su jefa; era como si estuviese oyendo y entendiendo a la propia Attaroa, pero el tono neutro de la hechicera confería a las palabras un extraño distanciamiento respecto de la mujer que se comportaba con tanta animosidad. Una expresión agria y extraviada se reflejó en sus ojos mientras continuaba gritando a Jondalar.
–Mi compañero fue el jefe aquí. Fue un jefe fuerte y un hombre fuerte.
Attaroa se interrumpió.
–Mucha gente es fuerte. La fuerza no hace a un jefe –dijo Jondalar.
En realidad, Attaroa no le oyó. No estaba escuchando. Había hecho una pausa sólo para atender a sus propios pensamientos, para ordenar sus íntimos recuerdos.
–Brugar era un jefe tan fuerte que tenía que golpearme todos los días para demostrarlo –esbozó una sonrisa burlona–. ¿No fue una lástima que las setas que ingirió fuesen venenosas? –Su sonrisa era maligna–. Derroté al hijo de su hermana en lucha justa para quitarle el cargo de jefe. Pero era un débil. Y murió –miró a Jondalar–. Pero tú no eres débil, zelandonii. ¿Deseas que te ofrezca la oportunidad de luchar conmigo por tu vida?
–No deseo pelear contigo, Attaroa. Pero si es necesario, me defenderé.