Las llanuras del tránsito (88 page)

–¿Por qué no trepáis por la pared y escapáis? –preguntó Jondalar.

–¿Y que Attaroa y sus mujeres nos perforen con sus lanzas? –preguntó otro hombre.

–Olamun tiene razón. Además, no sé cuántos podrían hacer ese esfuerzo –agregó Ebulan–. A Attaroa le gusta tenernos débiles... o algo peor.

–¿Peor? –repitió Jondalar, frunciendo el entrecejo.

–Muéstrale, S’Amodun –dijo Ebulan a un hombre alto, de delgadez cadavérica, con los cabellos grises apelmazados y una barba larga que era casi blanca. Tenía la cara arrugada, de rasgos acentuados, con una nariz larga y encorvada, y espesas cejas que se destacaban aún más a causa del rostro espectral, pero eran sus ojos lo que más atraía la atención. Tenían una expresión premiosa, eran tan oscuros como los de Attaroa, pero, en lugar de maldad, sugerían la profundidad de una sabiduría antigua, el misterio y la compasión. Jondalar no sabía muy bien qué había en él, si se trataba de cierta característica del porte o del comportamiento, pero intuyó que era un hombre que imponía respeto, incluso en aquellas lamentables condiciones.

El anciano asintió y señaló el camino hacia el refugio. Cuando se acercaron, Jondalar vio que dentro había aún algunas personas. Cuando se inclinó bajo el techo en pendiente, un hedor intenso agredió su olfato. Un hombre yacía sobre una tabla, que probablemente había sido arrancada del techo, y estaba cubierto con un desgarrado trozo de cuero. El anciano retiró la lámina de cuero y dejó al descubierto una herida infectada en el costado del individuo yacente.

Jondalar se sintió desconcertado.

–¿Por qué está este hombre aquí?

–Las lanceras de Attaroa le han hecho esto –dijo Ebulan.

–¿S’Armuna está al tanto de ello? Podría ayudarle.

–¡S’Armuna! ¡Ah! ¿Por qué crees que estaría dispuesta a hacer algo? –dijo Olamun, que era uno de los que le habían seguido–. ¿Quién crees que ayudó inicialmente a Attaroa?

–Pero a mí me ha limpiado la herida de la cabeza –dijo Jondalar.

–En ese caso, Attaroa tendrá planes respecto a ti –dijo Ebulan.

–¿Planes respecto a mí? ¿Qué quieres decir?

–Le encanta poner a trabajar a los hombres que son jóvenes y fuertes, mientras pueda controlarlos –dijo Olamun.

–¿Y si alguien no quiere colaborar? –preguntó Jondalar–. ¿Cómo puede controlarle?

–Privándole de alimento y agua. Si eso no basta, amenazando a sus parientes –dijo Ebulan–. Si sabes que el hombre de tu hogar o tu hermano será arrojado a la jaula sin alimento ni agua, generalmente haces lo que ella exige.

–¿La jaula?

–El lugar donde te pusieron a ti –indicó Ebulan. Después sonrió astutamente–. ¿Dónde has conseguido esa magnífica capa? –Los otros hombres también sonrieron.

Jondalar miró el cuero deteriorado que había arrancado de la tienda y con el cual se había cubierto el cuerpo.

–¡Eso sí que estuvo bien! –dijo Olamun–. Ardemun nos explicó cómo casi destruiste también la jaula. No creo que ella esperase nada parecido.

–La próxima vez, seguro que construye una jaula más fuerte –intervino otro. Era evidente que no estaba del todo familiarizado con la lengua. Ebulan y Olamun la hablaban con tal fluidez que Jondalar había olvidado que el mamutoi no era la lengua nativa de ese pueblo. Pero, al parecer, sabían un poco y la mayoría parecía entender lo que se decía.

El hombre que estaba tendido en el suelo gimió y el anciano se inclinó para reconfortarlo. Jondalar vio dos hombres que se movían hacia el fondo del refugio.

–No importará. Si ella no consigue una jaula, amenazará con herir a tus parientes para obligarte a hacer lo que desea. Si estuviste casado antes de que ella asumiera la jefatura, y fuiste tan desafortunado que un varón nació de tu hogar, Attaroa puede obligarte a hacer lo que se le antoje –sentenció Ebulan.

Jondalar no comprendió del todo las consecuencias que se desprendían de estas palabras, y frunció intensamente el entrecejo.

–¿Por qué puede considerarse desafortunado tener un varón nacido en tu hogar?

Ebulan desvió la mirada hacia el anciano.

–¿S’Amodun?

–Preguntaré si desean conocer al zelandonii –dijo el anciano.

Era la primera vez que S’Amodun había hablado y Jondalar se preguntó cómo era posible que una voz tan grave y vibrante pudiese pertenecer a un hombre tan enjuto. El viejo se acercó al fondo del refugio, inclinándose para hablar con las figuras acurrucadas en el espacio en que el techo oblicuo tocaba el suelo. Alcanzaron a oír los acentos profundos y claros de su voz, aunque no entendieron sus palabras, y después la resonancia de voces más jóvenes. Con la ayuda del anciano, una figura más joven se incorporó y, cojeando, avanzó hacia ellos.

–Éste es Ardoban –anunció el anciano.

–Soy Jondalar de la Novena Caverna de los zelandonii, y en nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te saludo, Ardoban –dijo Jondalar con mucha formalidad, extendiendo ambas manos hacia el jovencito, porque había intuido que el muchacho necesitaba que le tratasen con miramiento.

El joven trató de enderezarse y coger las manos del visitante, pero Jondalar vio que se estremecía de dolor. Comenzó a extender las manos para sostenerle, pero se contuvo.

–En realidad, prefiero que me llamen Jondalar –dijo con una sonrisa, tratando de que aquel momento embarazoso pasara cuanto antes.

–Me llamo Doban. No Ardoban. Attaroa siempre dice Ardoban. Y quiere que yo la llame S’Attaroa. Pero no se lo diré jamás.

Jondalar pareció desconcertado.

–Es difícil traducirlo. Es una forma de respeto –dijo Ebulan–. Significa que se dispensa a alguien la más elevada consideración.

–Y Doban ya no respeta a Attaroa.

–¡Doban odia a Attaroa! –dijo el jovencito, y su voz llegó casi al borde de las lágrimas cuando trató de volverse y alejarse cojeando. S’Amodun indicó con un gesto a los presentes que se apartaran, mientras él ayudaba al muchacho.

–¿Qué le ha sucedido? –preguntó Jondalar, cuando ya estaban fuera y a cierta distancia del refugio.

–Le tiraron de la pierna hasta que la dislocaron por la cadera –dijo Ebulan–. Lo hizo Attaroa, o más bien ordenó a Epadoa que lo hiciera.

–¡Qué! –exclamó Jondalar, con ojos de expresión incrédula–. ¿Estáis diciendo que intencionadamente dislocó la pierna de ese chico? ¿Qué clase de abominación es esa mujer?

–Hizo lo mismo con el otro muchacho y con el hijo más joven de Odevan.

–¿Qué justificación posible puede dar esta mujer para hacer tal cosa?

–Con el más joven quiso dar un ejemplo. La madre del niño no veía con buenos ojos el tratamiento que Attaroa nos daba y quería que le devolviesen a su compañero. Avanoa incluso conseguía entrar aquí en ocasiones y pasaba la noche con él, y nos proporcionaba algunos alimentos. No es la única mujer que a veces procede así, pero estaba soliviantando a las otras y Armodan, su hombre..., se resistía a Attaroa y se negaba a trabajar. Ella descargó su furia sobre el niño. Dijo que a los siete años tenía edad suficiente para separarse de su madre y vivir con los hombres, pero primero le dislocó la pierna.

–¿El otro niño tiene siete años? –preguntó Jondalar, moviendo la cabeza y estremeciéndose horrorizado–. Jamás he oído nada tan terrible.

–Odevan sufre y echa de menos a su madre, pero la historia de Ardoban es peor.

Quien hablaba era S’Amodun. Había salido del refugio y acababa de unirse al grupo.

–Es difícil imaginar nada peor –dijo Jondalar.

–Creo que sufre más por el dolor que le provoca la traición que por el sufrimiento físico –dijo S’Amodun–. Ardoban consideraba a Attaroa como su madre. Su propia madre murió cuando él era muy pequeño y Attaroa le recogió, pero le trataba más como un juguete favorito que como un niño. Le gustaba vestirlo con ropas de niña y adornarle con objetos ridículos, pero le alimentaba bien y a menudo le suministraba bocados especiales. Incluso a veces le mimaba y le llevaba a dormir en su cama cuando estaba de buen humor. Pero cuando se cansó de él, le alejó, le echó de su cama y le obligó a dormir en el suelo. Hace unos pocos años, Attaroa comenzó a pensar que la gente intentaba envenenarla.

–Dicen que eso es precisamente lo que hizo con su compañero –afirmó Olamun.

–Obligaba a Ardoban a probarlo todo antes de que ella lo comiese –continuó el anciano–. Y cuando él creció, a veces le ataba, convencida de que proyectaba escaparse. Pero ella era la única madre que Ardoban conocía. La amaba y trataba de complacerla. Ardoban trataba a los demás varones como ella trataba a los hombres, y comenzó a impartir órdenes a los hombres. Por supuesto, ella le alentaba.

–Era insoportable –agregó Ebulan–. Podría decirse que el campamento entero le pertenecía y logró que la vida de los restantes niños fuese una tortura.

–Pero ¿qué sucedió? –preguntó Jondalar.

–Alcanzó la edad viril –dijo S’Amodun. Y al advertir la mirada de desconcierto de Jondalar, explicó–: La Madre se le apareció en sueños en forma de una joven e infundió vida a su virilidad.

–Por supuesto, eso le sucede a todos los jóvenes –dijo Jondalar.

–Attaroa lo descubrió –explicó S’Amodun–, y fue como si Ardoban intencionadamente se hubiese convertido en hombre sólo para desagradar a Attaroa. ¡Estaba loca de furia! Le gritó, le insultó terriblemente y después le envió al Campamento de los Hombres, pero antes ordenó que le dislocasen la pierna.

–Con Odevan fue más fácil –dijo Ebulan–. Era más joven. Ni siquiera estoy seguro de que al principio la intención fuese descoyuntarlo. Creo que sólo deseaba que su madre y el compañero de la madre sufriesen al escuchar sus gritos, pero cuando sucedió, creo que Attaroa pensó que era un modo eficaz de incapacitar a un hombre, de facilitar su control.

–Tenía como ejemplo a Ardemun –dijo Olamun.

–¿También ella le dislocó la pierna? –preguntó Jondalar.

–En cierto modo –dijo S’Amodun–. Fue un accidente, pero sucedió cuando él intentaba escapar. Attaroa no permitió que S’Armuna le curase, aunque creo que ella deseaba hacerlo.

–Pero fue más difícil incapacitar a un niño de doce años. Se debatió y gritó, pero de nada le sirvió –dijo Ebulan–. Y te diré que después de presenciar su sufrimiento, ya nadie le guardó rencor. Pagó sobradamente su comportamiento infantil.

–¿Es cierto que dijo a las mujeres que todos los niños, incluso el que es esperado, sufrirán la dislocación de la pierna? –dijo Olamun.

–Es lo que dijo Ardemun –confirmó Ebulan.

–¿Cree que puede decir a la Madre lo que debe hacer? ¿Obligarla a producir sólo niñas? –preguntó Jondalar–. Me parece que está tentando a su destino.

–Quizá –dijo Ebulan–. Pero creo que la propia Madre tendrá que detenerla.

–Creo que el zelandonii tiene razón –dijo S’Amodun–. Tal vez la Madre ya ha tratado de avisarla. Mirad qué reducido es el número de niños que han nacido los últimos años. Esta última ofensa, el ataque a los niños, tal vez sea más de lo que Ella está dispuesta a soportar. Es necesario proteger a los niños, no lastimarlos.

–Sé que Ayla jamás lo soportaría. Jamás soportaría nada parecido –dijo Jondalar. Y después inclinó la cabeza–. Pero ni siquiera sé si está viva.

Los hombres se miraron y vacilaron antes de hablar, aunque todos se formularon la misma pregunta. Finalmente, Ebulan recuperó la voz.

–¿Es la mujer que, según has dicho, podía cabalgar sobre el lomo de los caballos? Sin duda, es una mujer con mucho poder si puede controlar así a los caballos.

–Ella no lo diría así –sonrió Jondalar–. Pero creo que tiene más «poder» que el que ella misma reconoce. No puede montar todos los caballos. Sólo monta la yegua que ella misma crio, aunque también ha montado mi caballo. Pero éste es más difícil de controlar. Ése fue el problema...

–¿Tú también puedes montar a los caballos? –dijo Olamun con incredulidad.

–Puedo montar uno... bien, también el de Ayla, pero...

–¿Quieres decir que la historia que contaste a Attaroa es cierta? –preguntó Ebulan.

–Por supuesto, es verdad. ¿Por qué tendría que inventar una cosa así? –contempló los rostros de expresión escéptica–. Tal vez fuera mejor que comenzara por el principio. Ayla crio una potrilla...

–¿Dónde la consiguió? –preguntó Olamun.

–Estaba cazando y mató a la madre, y entonces vio a la hija.

–Pero ¿por qué tenía que criarla? –preguntó Ebulan.

–Porque estaba sola y Ayla también estaba sola... Ésa es una historia larga. –Jondalar se detuvo–. Pero necesitaba compañía y decidió recoger a la potrilla. Cuando Whinney creció, Ayla la llamó así, tuvo un potrillo, más o menos por la época en que nos conocimos. Me enseñó a montar y me dio el potrillo, y yo lo domestiqué. Lo llamé Corredor. Le puse ese nombre porque le agrada correr muy rápido. Hemos hecho todo el camino desde la Reunión de Verano mamutoi, rodeando el extremo sur de esas montañas, hacia el este, montando esos caballos. En realidad, esto nada tiene que ver con los poderes especiales. Se trata de criarlos desde que nacen, del mismo modo que una madre criaría a un hijo.

–Bien..., si tú lo dices –dijo Ebulan.

–Lo digo así porque es cierto –replicó Jondalar, y después llegó a la conclusión de que era inútil continuar ahondando en el tema. Ellos verían si querían creerlo, y no era probable que lo hicieran. Ayla había desaparecido, y con ella los caballos.

En ese momento se abrió la puerta y todos se volvieron para mirar. Entró primero Epadoa, seguida de algunas de sus mujeres. Ahora que sabía más de ella, Jondalar examinó atentamente a la mujer que había provocado con sus manos un sufrimiento tan intenso en los dos niños. No estaba seguro de cuál de las dos era la peor, si ella o Attaroa, la que había concebido la idea o la que la había ejecutado. Aunque no dudaba de que Attaroa, en todo caso, lo habría hecho sola; era evidente que algo no funcionaba bien en esa mujer. No parecía un auténtico ser humano. Un espíritu oscuro la había tocado, y le había arrebatado una parte fundamental de su ser..., pero ¿qué podía decirse de Epadoa? Se la veía sana y buena, pero ¿cómo podía llegar a ser tan cruel e insensible? ¿También a ella le faltaba algo esencial?

Todos se sorprendieron cuando vieron que Attaroa venía detrás.

–Nunca entra aquí –dijo Olamun–. ¿Qué querrá? –El comportamiento extraño de la mujer le atemorizó.

Detrás llegaron varias mujeres que traían humeantes bandejas de carne cocida, así como canastos de apretado tejido llenos de una espesa sopa de carne de delicioso aroma. «¡Carne de caballo! ¿Los cazadores habían regresado?», se preguntó Jondalar. Hacía mucho que no comía carne de caballo y la idea de probarla no le atraía por lo general, pero en aquel momento le pareció deliciosa. También trajeron un ancho recipiente lleno de agua y algunas tazas.

Other books

Last Stand on Zombie Island by Christopher L. Eger
Lie in Wait by Eric Rickstad
The Girl In the Cave by Anthony Eaton
Hacked by Tim Miller
Cathexis by Clay, Josie
CAUSE & EFFECT by THOMPSON, DEREK
Knuckler by Tim Wakefield
Mountains of the Mind by Robert Macfarlane
Bluish by Virginia Hamilton