Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
El examen objetivo de Attaroa llamó la atención de Jondalar. Sintió que la brisa le ponía la carne de gallina y se estremeció, pero no sólo a causa del frío. Cuando desvió la mirada, vio que Attaroa le sonreía. Tenía la carne sonrosada y respiraba con cierto jadeo; parecía complacida y tenía una expresión extrañamente sensual. Siempre gozaba más intensamente si el hombre que le proporcionaba placeres era apuesto. Atraída a su manera por el hombre alto, de inconsciente carisma, preveía que haría que éste durase todo lo posible.
Jondalar desvió la mirada hacia la empalizada de estacas y comprendió que los hombres miraban a través de las grietas. Se preguntó por qué no le habían prevenido. Seguramente no era la primera vez que sucedía una cosa así. ¿Habría servido de algo que le avisaran? ¿Habría podido anticiparse al temor? Quizá ellos creían que era mejor que Jondalar no supiera lo que le esperaba.
En realidad, algunos de los hombres habían hablado sobre ese particular. Todos simpatizaban con el zelandonii y admiraban su capacidad como artesano. Con los afilados cuchillos y herramientas que constituían su legado, cada uno esperaba que podría encontrar una oportunidad de huir. Siempre lo recordarían por eso, pero todos sabían en el fondo del corazón que, si pasaba mucho tiempo entre un visitante y otro, Attaroa probablemente colgaría a uno de ellos de uno de los postes de entrenamiento. Un par de ellos ya habían sido colgados allí anteriormente y sabían que sus diversiones abyectas probablemente no la inducirían a postergar de nuevo el juego mortal. Secretamente admiraban la negativa de Jondalar a ceder a las exigencias de Attaroa, pero temían que el más mínimo rumor atrajese la atención sobre ellos, de modo que observaban en silencio el desarrollo de aquella escena ya conocida; todos experimentaban compasión, miedo y una pequeña punzada de vergüenza.
Se suponía que no sólo las Lobas, sino todas las mujeres del campamento debían presenciar la tortura de ese hombre. La mayoría detestaba asistir a la escena, pero temían a Attaroa, e incluso a sus cazadoras. Se mantenían tan lejos como era posible. El espectáculo producía náuseas a algunas, pero si no comparecían, el hombre en cuya defensa habían hablado antes sería el próximo elegido. Algunas mujeres habían intentado huir, y unas pocas lo habían conseguido, pero a la mayoría las atrapaban y las hacían volver. Si en el cercado había hombres a quienes amaban –compañeros, hermanos, hijos–, como castigo se obligaba a las mujeres a verlos sufrir días enteros en la jaula, sin alimento ni agua. Y a veces, aunque eso era menos frecuente, también las mujeres iban a parar a la jaula.
Las mujeres con niños eran las que estaban particularmente asustadas, pues no sabían qué destino aguardaba a sus hijos, sobre todo después de lo que Attaroa había hecho a Odevan y Ardovan, pero las que más miedo sentían eran las dos que tenían niños pequeños y la que estaba embarazada. Attaroa se mostraba complacida con ellas, les ofrecía bocados especiales y preguntaba por su bienestar, pero cada una de esas mujeres guardaba un secreto culpable y temían que, si se descubría, acabarían colgando de los postes de entrenamiento.
La jefa se adelantó a sus cazadoras y cogió una lanza. Jondalar advirtió que el arma era bastante pesada y tosca y, a pesar de sí mismo, se dijo que él hubiera podido hacer algo mejor. De todos modos, la punta gruesa y mal trabajada tenía filo y era eficaz. Vio que la mujer apuntaba con cuidado y advirtió que su intención era alcanzar la parte inferior del cuerpo. No buscaba matar, sino sólo dañar. Jondalar tenía conciencia de que estaba completamente a merced del sufrimiento que ella decidiese infligirle y contuvo el impulso instintivo de levantar las piernas en un intento de protegerse. Pero, aunque lo hiciera, de todos modos continuaría colgado, y pensó que ese gesto le haría más vulnerable aún y descubriría su miedo.
Attaroa le miró con los ojos entrecerrados, consciente de que él la temía, y eso era lo que más le complacía en aquella situación. Algunos suplicaban. Ella sabía que éste no lo haría. Por lo menos no inmediatamente. Echó hacia atrás el brazo y se preparó para arrojar la lanza. Él cerró los ojos y pensó en Ayla: se preguntó si viviría o habría muerto, si su cuerpo estaría aplastado y quebrantado bajo una manada de caballos, en el fondo del abismo. Con un dolor más agudo que el que podía infligirle una lanza, admitió que, si ella había muerto, la vida tampoco tenía sentido para él.
Oyó un golpe seco como el de una lanza dando en el blanco, pero a cierta altura sobre su cabeza, no debajo, y no experimentó ningún dolor. De pronto, cayó sobre los talones y sintió los brazos libres. Se miró las manos y vio que el fuerte trozo de cuerda que le sostenía del saliente del poste estaba seccionado. Attaroa continuaba sosteniendo la lanza. La lanza que él había oído no venía de ella. Jondalar elevó los ojos hacia el extremo superior del poste y vio una lanza con punta de pedernal, bien trabajada y relativamente pequeña, clavada junto al sostén; el extremo emplumado continuaba temblando. La punta delgada y finamente trabajada había cortado el cordel. ¡Jondalar conocía esa lanza!
Se volvió hacia el lugar desde donde había llegado el arma. Justamente detrás de Attaroa observó movimientos. La vista se le enturbió y los ojos se le llenaron con lágrimas de alivio. Apenas podía creerlo. ¿Podía ser realmente ella? ¿En verdad estaba viva? Parpadeó varias veces para aclarar la visión. Cuando elevó la mirada, vio cuatro patas de caballo, casi negras, que terminaban en un caballo de pelaje amarillo, con una mujer sobre el lomo.
–¡Ayla! –exclamó–. ¡Estás viva!
Attaroa se volvió bruscamente para ver quién había arrojado la lanza. En el extremo más lejano del campo que estaba inmediatamente al lado del campamento, vio una mujer que se acercaba, cabalgando en un caballo. La mujer tenía echada sobre la espalda la capucha de la chaqueta de piel; su cabello rubio oscuro y el pelaje amarillo leonado del caballo se asemejaban tanto que la temible aparición parecía realmente un solo ser. Attaroa se preguntó si la lanza habría sido arrojada por la mujer-caballo. Pero ¿cómo era posible arrojar una lanza desde esa distancia? Entonces vio que la mujer tenía otra lanza al alcance de la mano.
Un escalofrío de miedo recorrió el cuero cabelludo de Attaroa, la sensación de que los cabellos se le erizaban; pero el frío terror que experimentó en ese momento tenía poco que ver con algo tan material como una lanza. La aparición que ahora veía no era una mujer; de eso estaba segura. En un momento de súbita lucidez, comprendió la cabal e inexplicable atrocidad de sus perversos actos y percibió la figura que atravesaba el campo con una de las formas espirituales de la Madre, una munai, esta vez el espíritu vengador enviado a imponer castigo. En el fondo de su corazón, Attaroa casi le daba la bienvenida; sería un alivio que terminase la pesadilla de esta vida.
La jefa Attaroa no era la única que temía a la extraña mujer-caballo. Jondalar había intentado explicárselo, pero nadie le había creído. A nadie se le había ocurrido jamás pensar que un ser humano pudiera montar un caballo; incluso viéndola, era difícil creerlo. La súbita aparición de Ayla afectó a todos y cada uno. Para algunos era sólo una presencia intimidatoria, porque era extraño ver a una mujer montando un caballo, y porque, además, temían a lo desconocido; otros creían que su sobrecogedora aparición era un signo de un poder sobrenatural y experimentaron una profunda aprensión. Muchos la veían del mismo modo que Attaroa: su propia némesis personal, el reflejo de su propia conciencia frente a las fechorías cometidas. Alentados o forzados por Attaroa, más de uno había cometido terribles brutalidades o permitido y fomentado que se cometieran; por todo eso, en el silencio de la noche, sentían profunda vergüenza o temían el castigo.
También Jondalar pensó que Ayla había llegado del otro mundo para salvarle; estaba convencido de que si así lo deseaba podía lograrlo. La miró mientras ella se acercaba sin prisa y estudió atenta y afectuosamente cada detalle, deseando colmar su visión con una imagen que creyó que jamás volvería a ver: la mujer amada cabalgando en la yegua que él tan bien conocía. Tenía la cara sonrosada del frío y los mechones de cabello que habían escapado del cordel que los sostenía sobre la nuca se agitaban al viento. Cada vez que la mujer y el caballo exhalaban el aire, se formaban nubes de vapor tibio, lo que hizo que Jondalar cobrara de pronto conciencia de su propia carne desnuda y del castañeteo de sus dientes.
Ella llevaba puesto el cinturón sobre la chaqueta de piel y, colgada de un nudo, la daga fabricada con un colmillo de un mamut, que le había regalado Talut. El cuchillo de marfil que Jondalar había fabricado para ella también descansaba en su estuche; también alcanzó a ver la hachuela sostenida por el cinturón. Del lado opuesto colgaba el gastado saquito de piel de nutria con las medicinas.
Cabalgando con desenvuelta elegancia, Ayla parecía extrañamente segura y confiada, pero Jondalar adivinó que estaba tensa y preparada. Sostenía la honda con la mano derecha; Jondalar sabía con cuánta rapidez podía disparar desde esa posición. Con la mano izquierda, que sin duda retenía un par de piedras, Ayla sostenía una lanza, puesta en el lanzador y equilibrada en diagonal sobre la cruz de Whinney, desde la pierna derecha de Ayla a la paleta izquierda de la yegua. Había otras lanzas que sobresalían de un contenedor de paja entrelazada, precisamente detrás de la pierna de la joven.
A medida que se aproximaba, Ayla había observado la cara de Attaroa, que reflejaba las reacciones íntimas de la mujer, la aprensión, el temor y la desesperación de su momento de lucidez; pero cuando la mujer a caballo se acercó más, extrañas y perturbadoras sombras enturbiaron de nuevo la mente de Attaroa. La jefa entrecerró los ojos para observar a la mujer bella y después sonrió lentamente, una sonrisa de retorcida y calculadora malicia.
Ayla nunca había visto la locura, pero interpretó las expresiones inconscientes de Attaroa y comprendió que esa mujer, que amenazaba a Jondalar, era una persona de cuidado; era una hiena. La mujer que llegaba montada en Whinney había capturado muchos carnívoros y sabía que podían ser muy imprevisibles, pero sólo despreciaba a las hienas. Era la metáfora que destinaba a la gente de peor calaña y Attaroa era una hiena, una manifestación peligrosa y perversa del mal, alguien en quien jamás debía confiarse.
La mirada colérica de Ayla se concentró en la jefa de elevada estatura, aunque se cuidó de mantener vigilado a todo el grupo, incluidas las asombradas Lobas; y fue una suerte que procediera así. Cuando Whinney estaba a pocos metros de Attaroa, Ayla percibió por el rabillo del ojo un movimiento subrepticio a un costado. Con movimientos tan veloces que era difícil seguirlos, una piedra pasó a la honda, Ayla varió levemente su posición y disparó.
Epadoa lanzó un grito de dolor y se cogió el brazo, mientras su lanza caía al suelo helado. Ayla podría haberle fracturado un hueso de haberlo intentado, pero había apuntado intencionadamente al antebrazo de la mujer y moderado su propia fuerza. Incluso así, la jefa de las Lobas tendría que soportar durante algún tiempo una magulladura muy dolorosa.
–¡Attaroa, detén a las mujeres que portan lanza! –exigió Ayla.
Jondalar necesitó un momento para advertir que Ayla hablaba en una lengua extraña, ya que comprobó que había entendido el sentido. Después le desconcertó advertir que las palabras que Ayla decía eran en s’armunai. ¿Cómo podía Ayla conocer el s’armunai? Antes jamás lo había oído, ¿verdad?
También a la jefa le sorprendió oír a una total desconocida llamarla por su nombre, pero le impresionó aún más percibir la peculiaridad del habla de Ayla, que era como el acento de otra lengua y al mismo tiempo no lo era. Esa voz evocó en Attaroa sentimientos que casi había olvidado; el recuerdo sepultado de un conjunto de emociones, entre ellas el miedo, que le provocaron una inquietante desazón. Todo eso reforzó su convicción íntima de que la figura que se aproximaba no era simplemente una mujer que montaba un caballo.
Habían pasado muchos años desde que experimentó esos sentimientos. A Attaroa nunca le habían gustado las condiciones que inicialmente los originaron y le agradaba menos todavía que ahora se los recordasen. Todo eso le provocaba nerviosismo, inquietud y cólera. Deseaba rechazar el recuerdo. Tenía que desembarazarse de todo aquello, destruirlo completamente, de modo que jamás regresara. Pero ¿cómo? Miró a Ayla, montada en el caballo, y en ese instante llegó a la conclusión de que todo era culpa de la mujer rubia. Era ella quien le había hecho evocarlo todo, el recuerdo, los sentimientos. Si la mujer desaparecía –si se la destruía–, todo se disiparía y todo volvería a andar bien otra vez. Con su rápida aunque distorsionada inteligencia, Attaroa comenzó a planear el modo de destruir a la mujer. En su rostro se dibujó una sonrisa astuta y sinuosa.
–Bien, parece que el zelandonii, después de todo, nos dijo la verdad –afirmó–. Has llegado a tiempo. Creímos que estaba tratando de robar carne cuando apenas tenemos lo suficiente para nosotros. Entre los s’armunai, la pena con que se castiga el robo es la muerte. Nos contó cierta historia acerca de un viaje montado a caballo, pero, como puedes comprender, nos pareció increíble... –Attaroa advirtió que no se traducían sus palabras y se interrumpió–: ¡S’Armuna! No estás diciendo mis palabras –rezongó.
S’Armuna había estado mirando fijamente a Ayla. Recordó que una de las primeras cazadoras que había regresado con el grupo que transportaba al hombre había mencionado una temible visión que se le había presentado durante las cacerías y deseaba que S’Armuna se la interpretase. Habló de una mujer sentada en el lomo de uno de los caballos que corrían hacia el abismo; decía que esa mujer trataba de controlarla y que, finalmente, la había obligado a volver atrás. Cuando las cazadoras que traían la segunda carga de carne dijeron que habían visto a una mujer que se alejaba sobre un caballo, S’Armuna comenzó a cavilar acerca del significado de las extrañas visiones.
Muchas cosas habían estado preocupando a La Que Servía a la Madre durante algún tiempo, pero cuando el hombre a quien las cazadoras trajeron resultó ser un joven que parecía haberse materializado emergiendo del pasado de la propia hechicera, y relató una historia acerca de una mujer a caballo, el asunto la inquietó. Tenía que ser un signo, pero ella no había podido discernir su sentido. La idea había estado rondando por la mente de S’Armuna mientras ensayaba diferentes interpretaciones de la imagen recurrente. Una mujer que ahora, en efecto, entraba a caballo en el campamento confería al signo un alcance inusitado. Era la manifestación de una visión y el impacto que le produjo provocó en ella una profunda agitación. No había prestado mucha atención a Attaroa, pero una parte de S’Armuna había escuchado y ahora se apresuró a traducir al zelandoni las palabras de la jefa.