Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–La muerte de un cazador como castigo por haber cazado no es el estilo de la Gran Madre de Todos –dijo Ayla en zelandoni, después de escuchar la traducción, aunque había entendido el sesgo de la perorata de Attaroa. El s’armunai era tan parecido al mamutoi que podía comprender gran parte de lo que se hablaba y, además, había aprendido unas cuantas palabras; pero el zelandoni era más fácil y Ayla podía expresarse mejor en esa lengua–. La Madre recomienda a Sus hijos que compartan el alimento y ofrezcan hospitalidad a los visitantes.
Cuando la oyó hablar en zelandoni, S’Armuna advirtió la peculiaridad del habla de Ayla; aunque hablaba perfectamente la lengua, había algo..., pero ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Attaroa esperaba.
–Por eso hemos establecido el castigo –explicó fluidamente Attaroa, aunque la cólera que ella pretendía controlar era evidente tanto para S’Armuna como para Ayla–. Previene el robo, de modo que haya suficiente para compartir. Pero una mujer como tú, tan eficaz con las armas, no puede comprender cuál era nuestra situación cuando ninguna mujer sabía cazar. El alimento escaseaba. Todos sufrimos.
–Pero la Gran Madre Tierra suministra sobrada carne para Sus hijos. No cabe duda de que las mujeres que viven aquí conocen los alimentos que crecen y pueden ser recolectados –dijo Ayla.
–¡Pero tuve que prohibir eso! Si les hubiese permitido que pasaran el tiempo recolectando, no habrían aprendido a cazar.
–Entonces, la escasez que padecisteis fue obra de vosotros mismos y la decisión de quienes te acompañaron. Eso no es motivo para matar a la gente que no conoce tus costumbres –dijo Ayla–. Has asumido el derecho que corresponde a la Madre. Ella llama a Sus hijos cuando Ella lo desea. No te corresponde a ti asumir Su autoridad.
–Todos los pueblos tienen costumbres y tradiciones que son importantes, y si se las infringe, algunos imponen el castigo de la muerte –dijo Attaroa.
Eso era bastante cierto; Ayla lo sabía por experiencia.
–Pero ¿por qué vuestra costumbre exige un castigo de muerte si alguien necesita comer? –dijo–. Las costumbres de la Madre priman sobre todas las demás costumbres. Ella impone que se comparta el alimento y se dé hospitalidad a los visitantes. Attaroa, eres... descortés y poco hospitalaria.
¡Descortés y poco hospitalaria! Jondalar trató de evitar una risa burlona. ¡Más bien era criminal e inhumana! Había estado observando y escuchando asombrado, y sonrió apreciativamente cuando oyó la declaración tan moderada de Ayla. Recordó la época en que ella ni siquiera podía comprender una broma y mucho menos proferir insultos sutiles.
Attaroa estaba visiblemente irritada; era todo lo que podía hacer para contenerse. Había sentido la punzada de la crítica «cortés» de Ayla. La había reprendido como si no fuera más que una niña; una niña desobediente. Habría preferido el poder implícito de ser calificada de perversa, una mujer poderosamente perversa, a quien había que respetar y temer mucho. La suavidad de las palabras la convertía en un ser más bien cómico. Attaroa advirtió la sonrisa de Jondalar y le miró malévola, segura de que todos los que asistían deseaban reírse con él. Se prometió que Jondalar lo lamentaría y también aquella mujer.
Ayla pareció acomodarse mejor en Whinney, pero en realidad había variado discretamente su posición para coger mejor el lanzador.
–Creo que Jondalar necesita sus ropas –siguió diciendo Ayla, y levantó un poco la lanza, de modo que se viese que la sostenía, aunque sin adoptar una actitud francamente amenazadora–. No olvides la chaqueta, la que estás usando. Y quizá deberías enviar a alguien a tu vivienda para recoger su cinturón, sus mitones, el saco de agua, el cuchillo y las herramientas que llevaba consigo.
Esperó a que S’Armuna tradujese.
Attaroa rechinó los dientes, pero sonrió, aunque sólo consiguió una mueca. Con un gesto de la cabeza hizo una señal a Epadoa. Con el brazo izquierdo, el que no estaba dolorido –Epadoa sabía que también tenía un hematoma en la pierna, en donde Jondalar le había asestado un puntapié–, la jefa de las Lobas de Attaroa recogió las ropas que habían arrancado con tanto esfuerzo al hombre y las dejó caer frente a él; después, entró en la amplia vivienda.
Mientras esperaban, de pronto la jefa habló, tratando de adoptar un tono cordial.
–Habéis viajado mucho, sin duda estáis cansados... ¿Cómo dijo que te llamas? ¿Ayla?
La mujer a caballo asintió, pues había comprendido bastante bien las palabras de Attaroa. Aquella jefa no prestaba atención a las presentaciones formales, advirtió Ayla; no era una mujer muy sutil.
–Puesto que atribuís tanta importancia a eso, me permitiréis que os ofrezca la hospitalidad de mi vivienda. Os alojaréis conmigo, ¿verdad?
Antes de que Ayla o Jondalar pudiesen contestar, S’Armuna habló.
–Creo que es la costumbre ofrecer a los visitantes un lugar con La Que Sirve a la Madre. Serán bienvenidos si desean compartir mi vivienda.
Mientras escuchaba a Attaroa y esperaba la traducción, el hombre tembloroso se puso los pantalones. Jondalar no había pensado mucho hasta entonces en el frío que sentía, porque su vida corría un peligro inmediato, pero ahora descubrió que tenía los dedos tan duros que se vio en dificultades para hacer los nudos con las cuerdas cortadas que sostenían sus calzones. Aunque estaba desgarrada, recibió agradecido una túnica, pero se detuvo un momento, sorprendido, cuando escuchó el ofrecimiento de S’Armuna. Cuando desvió la mirada, después de pasar la túnica sobre su cabeza, vio que Attaroa miraba hostilmente a la hechicera; después se sentó para ponerse el calzado y las polainas con la mayor rapidez posible.
Attaroa pensó: «Esa mujer tendría que oírme», pero se limitó a decir:
–Entonces, Ayla, me permitirás compartir el alimento contigo. Prepararemos un festín y vosotros seréis mis huéspedes de honor. Los dos –incluyó a Jondalar en su mirada–. Hace poco hemos realizado una caza con éxito, y no puedo permitir que os marchéis con tan mala opinión de mí.
Jondalar pensó que el intento de sonrisa cordial de Attaroa era ridículo, y por su parte no deseaba consumir el alimento de esa gente o permanecer un momento más en el campamento; pero antes de que pudiese manifestar su opinión, Ayla contestó.
–Attaroa, aceptamos complacidos tu hospitalidad. ¿Cuándo te propones organizar ese festín? Yo también querría traer algo, pero ya es tarde.
–Sí, es tarde –dijo Attaroa–, y yo también necesito preparar algunas cosas. El festín será mañana, pero, por supuesto, compartiréis esta noche nuestra sencilla colación.
–Debo preparar algo para contribuir al festín. Volveremos mañana –dijo Ayla. Y después agregó–: Attaroa, Jondalar necesita su chaqueta. Por supuesto, devolverá la «capa» que ha estado usando.
La mujer pasó la chaqueta sobre su cabeza y la entregó al hombre. Tenía el olor de Attaroa cuando él se la puso, pero, de todos modos, apreció la calidez. La sonrisa de Attaroa mostraba su entera perversidad mientras permanecía allí expuesta al frío, con su delgada prenda interior.
–¿Y el resto de las cosas? –le recordó Ayla.
Attaroa desvió la mirada hacia la entrada de su vivienda e hizo un gesto a la mujer que estaba allí plantada desde hacía un rato. Epadoa se apresuró a traer las cosas de Jondalar y las depositó en el suelo, a unos metros de distancia del hombre. No le hacía ninguna gracia devolver sus cosas a Jondalar. Attaroa le había prometido algunas. Sobre todo, deseaba el cuchillo. Nunca había visto uno tan bellamente trabajado.
Jondalar se ajustó el cinturón y después devolvió a sus lugares las herramientas y los objetos, casi sin creer que lo había recuperado todo. Había dudado de que volviese a ver los diferentes objetos. En realidad, había dudado de que jamás pudiera salir vivo de allí. Después, para sorpresa de los presentes, montó el caballo detrás de la mujer. Era un campamento que deseaba perder de vista cuanto antes. Ayla paseó la mirada de un extremo a otro del campamento, para asegurarse de que nadie intentaría impedirles la partida o arrojarles una lanza. Después obligó a volver grupas a Whinney y partió al galope.
–¡Seguidles! Los quiero de vuelta aquí. No escaparán tan fácilmente –rugió Attaroa a Epadoa, mientras entraba en su morada, temblando de frío.
Ayla mantuvo el galope de Whinney hasta que estuvieron a cierta distancia del campamento, descendiendo la ladera de la colina. Marcharon más lentamente cuando entraron en una faja boscosa del llano, cerca del río, y después retornaron por donde habían venido, en busca del campamento que Ayla había instalado y que, en realidad, estaba bastante cerca del poblado s’armunai. Cuando ya avanzaban a un paso más tranquilo de la yegua, Jondalar cobró conciencia de la cercanía de Ayla y sintió una gratitud tan abrumadora por estar con ella de nuevo que casi se quedó sin aliento. Rodeó con los brazos la cintura de Ayla y la sujetó, sintiendo los cabellos de la joven en su mejilla y respirando su aroma femenino, único y tibio.
–Estás aquí, conmigo. Es tan difícil creerlo. Temí que te hubieras ido y que estuvieras caminando en el otro mundo –dijo en voz baja–. ¡Agradezco mucho tenerte de nuevo!; no sé qué decir.
–Jondalar, te amo tanto... –replicó ella. Se inclinó hacia atrás, apretando aún más su cuerpo contra el pecho del hombre y sintiendo un gran alivio porque de nuevo estaban juntos. Su amor por él la colmaba y desbordaba–. Encontré una mancha de sangre, y mientras seguía el rastro, tratando de encontrarte, no sabía si estabas vivo o muerto. Cuando comprendí que te llevaban, pensé que debías estar vivo, pero tan herido que no podías caminar. Me inquieté mucho, porque no era fácil seguir el rastro y sabía que estaba rezagándome. Las cazadoras de Attaroa pueden andar muy rápido, aunque van a pie, y conocen el camino.
–Llegaste a tiempo. Era el momento oportuno. Un poco después hubiera sido demasiado tarde –confirmó Jondalar.
–No llegué en aquel momento.
–¿No? ¿Y cuándo llegaste?
–Inmediatamente después de la segunda carga de carne de caballo. Al principio estaba delante de la caravana, pero las que llevaban la primera carga me alcanzaron en el cruce del río. Felizmente vi a dos mujeres que salían al encuentro del grupo. Encontré un lugar donde ocultarme y esperé a que pasaran, y después las seguí; pero las cazadoras que traían la segunda carga de carne estaban más cerca de lo que yo calculaba. Creo que pudieron verme, por lo menos desde lejos. En ese momento yo montaba en Whinney y me alejé deprisa del rastro. Más tarde volví y las seguí otra vez, pero puse más cuidado, porque había un tercer cargamento.
–Eso explicaría la «conmoción» de la cual habló Ardemun. Ignoraba qué era, sólo sabía que todos estaban nerviosos y comentaban algo después de traer la segunda carga. Pero si ya habías llegado, ¿por qué esperaste tanto para sacarme de allí? –preguntó Jondalar.
–Tuve que vigilar mucho tiempo, esperando la oportunidad de sacarte de ese lugar cercado... ¿Cómo lo llaman? ¿El cercado?
Jondalar asintió.
–¿No temías que alguien te viese?
–He observado a verdaderos lobos en su madriguera; comparados con ellos, las Lobas de Attaroa son ruidosas y es fácil esquivarlas. Casi constantemente estuve tan cerca que oía sus conversaciones. Detrás del campamento hay un promontorio en la colina. Desde allí uno puede ver todo el poblado, y directamente el cercado. Detrás, si elevas la mirada, puedes ver tres grandes rocas blancas que forman una hilera, cerca de la cima.
–Las he visto. Ojalá hubiera sabido que estabas allí. Me habría sentido mejor cada vez que miraba esas piedras blancas.
–Oí a una pareja de mujeres que las denominaban las Tres Niñas, o quizá las Tres Hermanas –dijo Ayla.
–Lo llaman el Campamento de las Tres Hermanas –dijo Jondalar.
–Creo que todavía no conozco bien la lengua.
–Sabes más que yo. Creo que sorprendiste a Attaroa cuando le hablaste en su lengua.
–El s’armunai se parece tanto al mamutoi que es fácil conocer el sentido de las palabras –indicó Ayla.
–Nunca pensé en preguntar si las rocas blancas tenían nombre. Son una señal tan apropiada, que parece lógico que se les asigne un nombre.
–Toda la meseta es una buena señal. Puedes verla desde muy lejos. Desde cierta distancia parece un animal dormido, como tendido de costado. Ya verás que allí delante hay un lugar desde el cual se puede ver muy bien todo el panorama.
–Estoy seguro de que la colina también tiene nombre, sobre todo porque es un lugar muy conveniente para cazar; pero vi sólo una pequeña parte cuando asistimos a los funerales. Hubo dos desde que llegué aquí; la primera vez enterraron a tres jóvenes –dijo Jondalar, inclinando la cabeza para evitar la rama desnuda de un árbol.
–Te seguí en el segundo funeral –confesó Ayla–. Creí que podría salir a liberarte entonces, pero te vigilaban muy estrechamente. Y después encontraste el pedernal y comenzaste a enseñar a todos el modo de fabricar lanzavenablos –dijo Ayla–. Tenía que esperar el momento oportuno para sorprenderlos. Lamento haber tardado tanto.
–¿Cómo supiste lo del pedernal? Creíamos que éramos muy cuidadosos –dijo Jondalar.
–Estaba observándoos constantemente. Esas Lobas en realidad no son vigías muy eficaces. Tú lo habrías descubierto y encontrado el modo de liberarte por ti mismo, si no te hubieses distraído con el pedernal. Y, por lo demás, tampoco son muy buenas cazadoras –criticó Ayla.
–Cuando tienes en cuenta que al principio no sabían nada, hay que reconocer que no lo han hecho del todo mal. Attaroa dijo que no sabían usar las lanzas y por eso necesitaban perseguir a los animales –dijo Jondalar.
–Pierden el tiempo recorriendo toda la distancia que las separa del Río de la Gran Madre para empujar a los caballos y obligarlos a saltar al abismo, cuando podrían cazar mejor aquí mismo. Los animales que siguen el curso de este río tienen que cruzar un pasaje estrecho entre el agua y la meseta, y es fácil verlos llegar –dijo Ayla.
–Observé eso cuando fuimos al primer funeral. El lugar en que se enterraban los cadáveres sería un eficaz puesto de observación, y alguien estuvo haciendo señales con fuego desde la cima, aunque no sé si eso sucedió hace poco o mucho tiempo. Alcancé a ver los restos quemados de las grandes hogueras –comentó Jondalar.
–En lugar de construir cercados para encerrar a los hombres, podrían haber construido uno para guardar animales y empujarlos luego hacia allí, incluso sin necesidad de lanzas –dijo Ayla; después obligó a Whinney a detenerse–. Mira, ahí están. –Señaló la meseta de piedra caliza que se recortaba contra el horizonte.