Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
La comida nocturna era bastante ligera; a menudo consistía en alimentos sobrantes del mediodía, en ocasiones acompañados de unas pocas verduras frescas, cereales o carne, si habían encontrado algo en el camino. Ayla preparaba para la mañana siguiente cualquier cosa que pudiera ser consumida rápidamente y sin calentar. Por lo general también daban de comer a Lobo. El animal, si bien buscaba su propio alimento durante la noche, se había aficionado a la carne cocida, y hasta le gustaban los granos y las verduras. Rara vez armaban la tienda; sí usaban, en cambio, las cálidas pieles de dormir, porque, por las noches, la temperatura descendía deprisa y las mañanas solían ser frescas y brumosas.
De vez en cuando, las tormentas estivales y las lluvias torrenciales suponían un imprevisto baño refrescante y, en general, bien recibido, aunque a veces la atmósfera era después más agobiante todavía y, por otra parte, Ayla odiaba los truenos. Le recordaban demasiado el ruido de los terremotos. El relámpago que surcaba el cielo, iluminando la noche, siempre la llenaba de ansiedad, en tanto que lo que atemorizaba a Jondalar era el rayo que caía cerca. El hombre detestaba estar a campo abierto en tales circunstancias y siempre sentía el deseo de deslizarse bajo su piel de dormir y de tener la tienda sobre su cabeza, aunque resistía el impulso de esconderse y nunca lo reconocía.
Con el correr del tiempo, además del calor, los insectos fueron el inconveniente que más notaron los dos. Las mariposas, las abejas, las avispas, incluso las moscas y unos cuantos mosquitos no eran demasiado molestos. La principal molestia la causaban las nubes de cínifes, los más pequeños de todos ellos. Si bien las personas sufrían incomodidades, los animales lo pasaban mucho peor. Estas tenaces criaturas estaban por doquier: en los ojos, la nariz y la boca, así como en la piel sudorosa bajo el pelaje deslucido.
Los caballos de la estepa generalmente emigraban hacia el norte durante el verano. Su pelaje espeso y su cuerpo compacto estaban adaptados al frío, y aunque había lobos en las llanuras meridionales –ningún depredador estaba más difundido–, Lobo provenía del norte. En el transcurso del tiempo, los lobos que vivían en las regiones meridionales habían protagonizado varios procesos de adaptación a las condiciones extremas del sur, con sus veranos cálidos y secos y sus inviernos casi tan fríos como las regiones más próximas a los glaciares, aunque también podían presenciar nevadas mucho más intensas. Por ejemplo, perdían su pelaje en proporción mucho más elevada cuando la temperatura subía y las lenguas colgantes les refrescaban con más eficacia.
Ayla hacía todo lo posible por los dolientes animales, pero incluso los remojones cotidianos en el río y las diferentes medicaciones no les liberaban por completo de los minúsculos cínifes. Las llagas supurantes y abiertas se infectaban con los huevos que maduraban con rapidez y se desarrollaban a pesar del tratamiento aplicado por la mujer. Tanto los caballos como Lobo perdían puñados de pelo, hasta tal punto que aparecían calvas en su espeso pelaje, que se apelmazaba y perdía brillo.
Mientras lavaba con un líquido calmante una llaga purulenta abierta cerca de una de las orejas de Whinney, Ayla dijo:
–¡Estoy harta de este calor y de estos terribles mosquitos! ¿Jamás volverá a refrescar?
–Ayla, tal vez reces para volver a pasar este calor antes de que hayamos llegado al final del viaje.
Poco a poco, a medida que remontaban el curso del gran río, las accidentadas tierras altas y los elevados picos del norte comenzaban a acercarse; la cadena de montañas erosionadas del sur cobró más altura. Con todas las revueltas y todos los sesgos en la orientación general hacia el oeste, habían estado desviándose un poco hacia el norte. Después, viraron hacia el sur, antes de realizar un brusco giro que comenzó a llevarlos al noroeste, más adelante describió un arco hacia el norte y finalmente incluso hacia el este, durante largo trecho, antes de curvarse en cierto punto y conducirlos de nuevo hacia el noroeste.
Aunque no podía decir exactamente cuál era la razón –no había determinados sitios que él pudiera identificar concretamente–, Jondalar sentía que el paisaje le era familiar. Si seguían el curso del río avanzarían hacia el noroeste, pero él estaba seguro de que el curso de agua volvería a retroceder. Decidió, por primera vez desde que habían llegado al gran delta, abandonar la seguridad del Río de la Gran Madre y cabalgar hacia el norte a lo largo de un afluente e internarse en las estribaciones de las montañas altas y puntiagudas que ahora estaban mucho más cerca del río. La ruta que siguieron por la orilla del afluente giraba gradualmente hacia el noroeste.
Frente a ellos las montañas empezaban a agruparse; un risco que unía el largo arco de la cadena septentrional coronada por el hielo se aproximaba a las mesetas meridionales erosionadas, las cuales ofrecían perfiles más definidos, más elevados y con más hielo, hasta que quedaron separadas tan sólo por un estrecho barranco. El risco albergaba otrora un profundo mar interior rodeado por altas cadenas, pero, en el transcurso de muchos milenios, el agua que desbordaba de la acumulación anual comenzó a desgastar la piedra caliza, la piedra arenisca y el esquisto de las montañas. El nivel de la cuenca interior descendió lentamente para alcanzar la altura del corredor que a la sazón estaba excavándose en la roca, hasta que al fin, una vez drenado el mar, quedó detrás el fondo liso que se convertiría en un mar de hierba.
El estrecho barranco cerraba el Río de la Gran Madre con paredes ásperas y empinadas de granito cristalino, y la roca volcánica que antaño había adoptado la forma de saliente y se había incrustado en la roca más blanda y erosionada de las montañas, emergió por ambos costados. Era un largo pasaje a través de las montañas, hasta las llanuras meridionales y, al final, hasta el Mar de Beran; Jondalar sabía que no había modo de caminar junto al río cuando éste atravesaba el barranco. La única solución era rodearlo.
Excepto por la desaparición del voluminoso caudal, el terreno no cambió cuando por primera vez se desviaron y comenzaron a seguir el curso del arroyuelo –pastizales secos y despejados con arbustos achaparrados cerca del agua–, pero Ayla experimentó la sensación de haber perdido algo. La amplia extensión del Río de la Gran Madre había sido su compañera permanente durante tanto tiempo que se sentía desconcertada al no percibir su presencia consoladora allí, al lado de ellos, mostrándoles el camino. A medida que caminaban hacia las estribaciones de las montañas y alcanzaban cotas cada vez más altas, los matorrales aumentaban, se convertían en plantas más altas y más frondosas y se extendían a gran distancia en la llanura.
La ausencia del gran río afectó también a Jondalar. Un día se había convertido en otro, con tranquilizadora monotonía, mientras viajaban junto a las aguas fecundas en la calidez natural del verano. Esa generosa abundancia era previsible y les había producido una gran complacencia y calmado la ansiosa inquietud de Jondalar, que se centraba en la necesidad de llegar sano y salvo al hogar en compañía de Ayla. Después de apartarse de la abundancia de la Madre de los Ríos, sus inquietudes retornaron y la variación de la campiña le indujo a meditar en el paisaje que tenía enfrente. Comenzó a pensar en las provisiones y a preguntarse si llevaban consigo alimentos suficientes. No estaba tan seguro acerca de la fácil captura de peces en aquel curso de agua más pequeño; menos seguro aún estaba de que pudieran hallar alimentos en las montañas boscosas.
Jondalar no tenía un conocimiento tan cabal de las características de la vida silvestre en el bosque. Los animales de las llanuras abiertas tendían a congregarse en rebaños y era posible verlos desde lejos; pero la fauna que vivía en el bosque era más solitaria y se ocultaba tras los árboles y los matorrales. Cuando vivía con los sharamudoi, siempre había cazado con alguien que conocía la región.
La etnia shamudoi del pueblo gustaba de cazar la gamuza en las altas cumbres y conocía las costumbres del oso, el jabalí, el visón de la foresta y otras esquivas presas de la región boscosa. Jondalar recordó que junto a ellos Thonolan había adquirido cierta preferencia por la caza en las montañas. En cambio, la etnia ramudoi conocía el río y capturaba a sus criaturas, sobre todo el esturión gigante. Jondalar había demostrado más interés por los botes y por el aprendizaje de las formas propias del río. Aunque a veces había escalado las montañas con los cazadores de la gamuza, no le atraían mucho las alturas.
Al ver un pequeño rebaño de ciervos rojos, Jondalar pensó que sería una buena oportunidad para obtener una provisión de carne suficiente para alimentarse durante los pocos días siguientes, hasta que llegasen al territorio de los sharamudoi; y quizá hasta pudiesen llevar consigo una parte para compartirla con ellos. Ayla acogió entusiasmada la idea cuando se la propuso. Le agradaba cazar y en los últimos tiempos no había tenido muchas oportunidades, excepto la captura de unas pocas perdices y otra caza menor, lo que generalmente hacía con la honda. El Río de la Gran Madre había sido tan generoso que no parecía necesario cazar mucho.
Encontraron un lugar para establecer el campamento cerca del pequeño río, dejaron los canastos y la angarilla y partieron en dirección al rebaño, con los lanzavenablos y las lanzas dispuestas. Lobo estaba excitado; había cambiado la rutina y los lanzavenablos y las lanzas dejaban traslucir las intenciones de los humanos. Whinney y Corredor también parecían más animados, aunque sólo fuera porque ya no transportaban canastos ni tenían que arrastrar pértigas.
Aquel grupo de ciervos rojos era un rebaño de solteros; las cornamentas de los animales viejos estaban revestidas con una especie de terciopelo. Hacia el otoño, en la época de la brama, cuando los cuernos bifurcados hubiesen alcanzado el desarrollo correspondiente a ese año, el suave revestimiento de piel y los vasos sanguíneos que los nutrían se secarían y las astas se caerían; para lograr que se desprendieran, el ciervo las frotaba contra los árboles y las piedras.
El hombre y la mujer se detuvieron para estudiar la situación. Lobo estaba colmado de impaciencia, gemía y se aprestaba para el encuentro. Ayla tenía que ordenarle que permaneciese quieto, con el fin de que no iniciara la persecución y dispersara al rebaño. Jondalar, satisfecho de verle aquietado, pensó un instante con admiración en el modo en que Ayla le había entrenado; después siguió estudiando a los ciervos. Montado en el caballo, el hombre tenía ante sí todo un panorama general, otra ventaja de la cual no habría gozado si se hubiese acercado a pie. Varios de los animales de cornamenta habían cesado de ramonear, advertidos de la presencia de los recién llegados, pero los caballos no constituían una amenaza. Eran animales que también pacían y a los que generalmente se toleraba o ignoraba, si no daban señales de temor. A pesar de la presencia de los humanos y del lobo, los venados aún no estaban tan inquietos como para correr.
Al examinar el rebaño para decidir a cuál intentaría cazar, Jondalar se sintió atraído por un magnífico macho con una imponente cornamenta, que parecía mirarle directamente, como si, a su vez, estuviese evaluando al hombre. Si hubiera estado con un grupo de cazadores que necesitasen alimento para una caverna entera y hubiera sentido el deseo de exhibir su habilidad, quizá hubiese contemplado la idea de cazar al majestuoso animal. Pero estaba seguro de que, cuando en el otoño llegase la temporada de los placeres de los ciervos, muchas hembras desearían unirse al rebaño que eligiese a este animal. Jondalar no podía decidirse a matar a un animal tan orgulloso y bello sólo por un poco de carne. Eligió otro ejemplar.
–Ayla, ¿ves al que está cerca del matorral alto? ¿Sobre el borde del rebaño? –La mujer asintió–. Parece que está en posición favorable para separarse del resto. Tratemos de atraparle.
Comentaron la estrategia que aplicarían y después se separaron. Lobo observó atentamente a la mujer que montaba a caballo y, al ver la señal de Ayla, se lanzó hacia delante, en dirección al ciervo que ella indicaba. Montada en la yegua, Ayla venía a poca distancia de Lobo. Jondalar se acercaba desde el lado opuesto, el lanzavenablos y la lanza prestos.
El ciervo presintió el peligro y lo mismo le sucedió al resto del rebaño. Comenzaron a brincar en todas direcciones. El animal que ellos habían elegido saltó para evitar al lobo que le atacaba y a la mujer que le embestía, y fue a caer sobre el hombre montado en el corcel. Se acercó tanto que Corredor retrocedió asustado.
Jondalar estaba preparado con su lanza, pero el rápido movimiento del corcel le impidió apuntar y se distrajo. El macho cambió de dirección, tratando de apartarse del caballo y del humano que bloqueaban su paso, pero se encontró con un enorme lobo en su camino. Atemorizado, el ciervo saltó a un costado, se apartó del depredador que gruñía y se abalanzó entre Ayla y Jondalar.
Cuando el ciervo pegó otro brinco, Ayla modificó la posición del cuerpo y apuntó. Whinney, que comprendió la señal, se lanzó en persecución del ciervo. Jondalar recuperó el equilibrio y arrojó su lanza hacia el macho que huía, en el momento mismo en que Ayla despidió la suya.
La orgullosa cornamenta se estremeció una vez, y después otra. Las dos lanzas alcanzaron el blanco con mucha fuerza, casi simultáneamente. El gran macho trató de escapar otra vez, pero era demasiado tarde. Las lanzas habían dado en el blanco. El ciervo rojo vaciló y después cayó apenas iniciado un intento de salto.
La llanura se había quedado vacía. El rebaño había desaparecido, pero los cazadores no prestaron atención, y de un salto desmontaron de sus caballos al lado del ciervo. Jondalar desenfundó el cuchillo de mango de hueso, aferró la cornamenta aterciopelada, echó hacia atrás la cabeza y cortó el cuello del animal grande y viejo. Permanecieron de pie en silencio y vieron cómo la sangre formaba un charco alrededor de la cabeza de la presa. La tierra seca absorbió el líquido.
–Cuando retornes a la Gran Madre Tierra, preséntale nuestro agradecimiento –dijo Jondalar al venado rojo moribundo en el suelo.
Ayla asintió para ratificar su acuerdo. Estaba acostumbrada a este rito. Jondalar decía palabras análogas cada vez que mataban un animal, aunque fuese pequeño, pero ella intuía que no lo hacía por rutina, que no se limitaba a decirlo. En sus palabras había sentimiento y reverencia. Su agradecimiento era auténtico.