Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
»¿Por qué fueron los mejores? No puede afirmarse que yo no hiciera antes algo parecido. Pero con Ayla es distinto..., nunca me canso de ella..., consigue que desee más y más..., sólo con pensar en ella me vuelve el deseo de poseerla... y ella cree que yo sé cuál es el modo de darle placeres...
»¿Pero si se queda embarazada? Todavía no ha llegado a eso..., tal vez no pueda. Algunas mujeres no pueden tener hijos. Pero ella ya tuvo uno, eso es seguro. ¿Podría tratarse de mí?
»Viví mucho tiempo con Serenio. Ella no quedó embarazada mientras yo estuve allí, y antes había tenido un hijo. Yo podría haberme quedado con los sharamudoi si ella hubiese tenido hijos..., eso creo. Poco antes de mi partida, dijo que creía que podía estar embarazada. ¿Por qué no me quedé allí? Dijo que no deseaba unirse conmigo, a pesar de que me amaba, porque yo no la amaba del mismo modo. Afirmó que yo amaba a mi hermano más que a cualquier mujer. Sin embargo, yo la amaba, quizá no de la misma manera en que amo a Ayla, pero si yo lo hubiese deseado realmente, creo que ella se habría unido a mí. Y eso yo lo sabía entonces. ¿Lo utilicé como una excusa para marcharme? ¿Por qué me alejé? ¿Porque Thonolan se había ido y yo estaba preocupado por él? ¿Ésa es la única razón?
»Si Serenio estaba embarazada cuando yo me fui, si tuvo otro hijo, ¿lo iniciaría la esencia de mi virilidad? ¿Ese hijo sería... mi hijo? Es lo que Ayla diría. No, eso no es posible. Los hombres no tienen hijos, salvo que la Gran Madre use el espíritu de un hombre para formar uno. ¿Se trata entonces de mi espíritu?
»Cuando lleguemos allí, por lo menos sabré si ella tuvo un hijo. ¿Qué sentirá Ayla si Serenio ha tenido un hijo que en cierto modo puede ser parte de mí? ¿Y qué pensará Serenio cuando vea a Ayla? ¿Y qué pensará Ayla de ella?».
A la mañana siguiente, Ayla se levantó temprano, deseosa de ponerse en marcha lo antes posible, aunque el tiempo no era menos bochornoso que la víspera. Mientras arrancaba chispas con el pedernal, pensó que no le atraía tomarse la molestia de encender fuego. El alimento que había preparado la noche anterior y un poco de agua bastaría como desayuno, y al pensar en los placeres que ella y Jondalar habían compartido, sintió el deseo de olvidar la medicina mágica de Iza. Si no bebía la infusión especial, tal vez podría descubrir que entre los dos habían iniciado un niño. Pero Jondalar se excitaba tanto ante la idea de que ella quedara embarazada durante este viaje, que tendría que beberla.
La joven no sabía cómo actuaba la medicina. Solamente sabía que si bebía un par de amargos tragos de un concentrado de hilos de oro todas las mañanas hasta el período lunar, y un pequeño cuenco del líquido obtenido hirviendo raíces de salvia diariamente, mientras sangraba, conseguía evitar un embarazo.
No sería tan difícil cuidar del niño mientras viajaban, pero Ayla no deseaba estar sola cuando diese a luz. No sabía si habría sobrevivido al nacimiento de Durc de no haber estado Iza a su lado.
Ayla aplastó un mosquito que se había posado sobre su brazo y después examinó su provisión de hierbas en tanto se calentaba el agua. Tenía suficiente cantidad de ingredientes, de modo que la infusión matutina duraría algún tiempo; y más valía que fuera así, pues no había visto que ninguna de aquellas plantas creciera en los alrededores del pantano. Por lo visto, preferían mayores elevaciones y terrenos más secos. Tras inspeccionar los saquitos y paquetes contenidos en su gastado bolso de piel de nutria, llegó a la conclusión de que poseía cantidades adecuadas de la mayor parte de las hierbas medicinales que necesitaba en caso de emergencia, aunque hubiera sido conveniente sustituir algunos productos de la cosecha del año anterior con plantas más frescas. Por suerte, hasta ahora no había tenido muchas ocasiones de utilizar las hierbas curativas.
Poco después de reanudar la marcha hacia el oeste, llegaron a un río bastante ancho, de curso rápido. Mientras desataba los canastos que colgaban de los flancos de Corredor y los cargaba en el bote redondo montado sobre las angarillas, Jondalar se tomó el tiempo necesario para estudiar los ríos. El pequeño afluente se unía a la Gran Madre formando un ángulo agudo que comenzaba río arriba.
–Ayla, ¿ves cómo este afluente se une a la Madre? Corre en línea recta y las aguas siguen su curso sin dividirse. Creo que ésta es la causa de la corriente rápida que nos empujó ayer.
–Me parece que tienes razón –dijo Ayla, comprendiendo lo que el hombre quería decir. Después, le dirigió una sonrisa–. Te gusta conocer la razón de las cosas, ¿verdad?
–Bueno, el agua no comienza a correr veloz sin un motivo. Me pareció que tenía que existir una explicación.
–Y la hallaste –concluyó Ayla.
La joven pensó que el humor de Jondalar parecía excelente al continuar la marcha una vez cruzado el río, y eso le complacía. Lobo permanecía con ellos en lugar de alejarse, y eso también le agradaba. Incluso los caballos parecían más animados. El descanso les había sentado bien. Ayla se sentía también activa y descansada, y tal vez porque acababa de inspeccionar sus medicinas, estaba alerta a los detalles de la vida vegetal y animal en la desembocadura del gran río y en los pastizales adyacentes que ahora estaban atravesando. Aunque se trataba de algo bastante sutil, percibía leves cambios.
Las aves eran todavía la forma dominante de la vida silvestre que los rodeaba, y prevalecía sobre todo la familia de las garzas, aunque la abundancia de otras aves sólo era menor en comparación. Grandes bandadas de pelícanos y de bellos cisnes surcaban el cielo, así como numerosas especies de aves de rapiña, entre ellas los milanos negros y las águilas de cola blanca, los alfaneques y los sacres parecidos al halcón. Vio gran número de aves pequeñas que saltaban, volaban, cantaban y desplegaban sus brillantes colores: ruiseñores y currucas, alondras y papamoscas de pecho rojo, oropéndolas doradas, y otras muchas.
Los pequeños alcaravanes eran comunes en el delta, pero las aves del pantano, esquivas y bien camufladas, podían ser más fácilmente oídas que vistas. Emitían el día entero sus notas características, bastante resonantes y ásperas, y con mayor intensidad al caer la noche, pero cuando alguien se aproximaba, alzaban los largos picos y se confundían tan eficazmente con los juncos entre los cuales anidaban que daban la impresión de que se esfumaban. Sin embargo, Ayla vio muchas volando sobre las aguas en busca de peces. Los alcaravanes eran muy peculiares en el vuelo. El plumaje –las plumitas en la parte frontal de las alas y en la base de la cola, las cuales cubrían el extremo de los cañones de las grandes plumas que les permitían sostener el vueloera muy claro y ofrecía un marcado contraste con las alas oscuras y el dorso del cuerpo.
Pero los pantanos también albergaban una cantidad enorme de animales que necesitaban una variedad de ambientes: el corzo y el jabalí salvaje de los bosques, las liebres, los hámsteres gigantes y los ciervos gigantes de la periferia, entre otros. A medida que Ayla y Jondalar avanzaban, montados en sus caballos, advirtieron la presencia de muchas criaturas a las cuales hacía tiempo que no veían, y se las señalaban el uno al otro: el antílope saiga, que corría y dejaba atrás a los pesados uros; un pequeño gato salvaje de pelaje rayado, que acechaba a un pájaro, y a su vez era observado por un leopardo que se había encaramado a un árbol; una familia de zorros con sus crías; una pareja de rechonchos tejones, y algunas raras mofetas con sus pelajes en los que se combinaban el blanco, el amarillo y el marrón. Vieron nutrias en el agua, visones, así como su alimento favorito, las ratas almizcleras.
Y había insectos. Las grandes libélulas amarillas pasaban a gran velocidad, y las delicadas mariposas relucientes de alas azules y verdes que adornaban las apagadas flores espinosas de los plátanos eran las excepciones más hermosas de los enjambres insufribles que aparecían repentinamente. Parecía como si todo sucediera en una jornada, aunque la humedad abundante y el calor de los perezosos arroyos laterales y los fétidos estanques habían estado nutriendo sin cesar los minúsculos huevos. Las primeras nubes de pequeños cínifes habían aparecido por la mañana, cerniéndose sobre el agua, pero el cercano pastizal seco estaba ahora libre de ellos y por eso los habían olvidado.
Hacia el atardecer fue imposible olvidarlos. Los mosquitos se hundían en el pelaje denso y sudoroso de los caballos, zumbaban alrededor de los ojos, se metían en la boca y la nariz. El lobo no lo pasaba mejor. Los pobres animales estaban fuera de sí a causa del sufrimiento provocado por los millones de insectos. Los molestos cínifes incluso se adherían a los cabellos de seres humanos, y tanto Ayla como Jondalar descubrieron que estaban escupiendo y frotándose los ojos para desembarazarse de los minúsculos bichos mientras cabalgaban. Los enjambres de cínifes eran mucho más densos cerca del delta, y ya comenzaban a preguntarse dónde acamparían durante la noche.
Jondalar divisó una colina cubierta de hierba a la derecha y pensó que la elevación les permitiría una visión más amplia. Cabalgaron hasta la cumbre de la elevación y vieron abajo las aguas luminosas de un lago cerrado. No tenía la vegetación frondosa del delta –ni las aguas estancadas que facilitaban la proliferación de los insectos–; en cambio, unos pocos árboles y unos cuantos arbustos crecían en las orillas, encerrando una playa amplia y sugestiva.
Lobo descendió a la carrera y los caballos le siguieron sin necesidad de animarlos a ello. El hombre y la mujer apenas pudieron contenerlos el tiempo suficiente para retirar los canastos y desenganchar las angarillas de Whinney. Todos se arrojaron a las aguas claras en una carrera contenida únicamente por la resistencia del agua. Incluso el inquieto Lobo, a quien le desagradaba cruzar los ríos, no vaciló lo más mínimo mientras chapoteaba en el lago.
–¿Crees que por fin empieza a gustarle el agua? –preguntó Ayla.
–Así lo espero. Aún tenemos que cruzar muchos ríos más.
Los caballos inclinaron la cabeza para beber, resoplaron y arrojaron agua por la nariz y la boca, y después regresaron a la orilla fangosa donde se acostaron para revolcarse y rascarse; Ayla no pudo evitar la risa al ver las muecas en las caras y los ojos que se movían y centelleaban expresando complacencia. Cuando se incorporaron, estaban cubiertos de lodo; pero cuando éste se secase, el sudor, la piel muerta, los huevos de los insectos y otros elementos que eran la causa del prurito caerían con el polvo.
Acamparon al borde del lago y partieron temprano al día siguiente. Hacia el anochecer confiaban en que se les ofreciese la posibilidad de hallar otro lugar igual de agradable. Una ola de mosquitos reemplazó a los cínifes, provocando inflamaciones rojas y ardientes que obligaron a Ayla y a Jondalar a vestir ropas protectoras más gruesas, pese a que esto les provocaba un incómodo calor después de haberse acostumbrado a ir semidesnudos o totalmente desnudos. Ninguno de los dos podía determinar cuándo habían aparecido las moscas. Siempre habían visto algunos tábanos rondándoles, pero ahora había aumentado súbitamente la cantidad de moscas más pequeñas que picaban inclementes. Aunque era una tarde cálida, se cubrieron temprano con las pieles de dormir, sólo para escapar de las hordas voladoras.
No levantaron el campamento hasta bien entrado el día siguiente, y sólo después de que Ayla hubiera buscado hierbas que podía usar para calmar las picaduras y preparar repelentes contra los insectos. Halló escrofularia, con su flexible racimo de flores pardas de extraña forma, en un lugar húmedo y sombreado cercano al agua, y recolectó las plantas enteras para preparar un líquido que curaba la piel y aliviaba el escozor. Cuando vio las anchas hojas de llantén, las arrancó para agregarlas a la colección. Eran excelentes para curar distintos males, desde picaduras a forúnculos, e incluso úlceras graves y heridas. En un paraje más alejado de la estepa, donde el terreno era más seco, recogió flores de ajenjo para utilizarlas como antídoto general de los venenos y las reacciones tóxicas.
Le complació encontrar caléndulas intensamente amarillas, poseedoras de virtudes antisépticas y curativas, para suavizar el ardor de las picaduras; además, eran muy eficaces para ahuyentar a los insectos frotándose el cuerpo con su esencia en forma de una solución concentrada. Y en el lindero soleado de los bosques, encontró orégano, que no sólo era un eficaz repelente de los insectos, preparado en una infusión para lavar la superficie de la piel, sino que, bebido, proporcionaría al sudor de una persona un olor picante que desagradaba a los cínifes, las pulgas y la mayor parte de las moscas. Ayla incluso trató de lograr que los caballos y Lobo bebiesen un poco, aunque en realidad no se sintió demasiado segura de su éxito.
Jondalar observaba los preparativos de la joven, le formulaba preguntas y escuchaba con interés sus explicaciones. Cuando se aliviaron las irritantes picaduras y comenzó a sentirse mejor, pensó que era muy afortunado al viajar con una persona que podía hacer algo para combatir a los insectos. De haber estado solo, no habría tenido más remedio que soportarlo.
Más o menos a media mañana estaban de nuevo en camino; los cambios que Ayla había advertido antes se acentuaban de manera mucho más acusada. Ahora veían menos pantanos y más agua, y había disminuido el número de islas. El brazo septentrional del delta veía reducirse su red de sinuosos cursos de agua y todos ellos confluían en uno. Después, casi sin aviso previo, el brazo septentrional y uno de los cursos intermedios del gran delta fluvial se reunieron, duplicando la amplitud del canal y creando un enorme curso de aguas móviles. Un poco más lejos, el río se amplió de nuevo cuando el brazo meridional, que se había unido con el otro canal principal, se fusionó con el resto, de modo que los cuatro brazos formaron un solo canal profundo.
El gran curso de agua había recibido centenares de afluentes y el desagüe de dos cadenas cubiertas de hielo en su curso a través de un continente entero, pero las masas de granito de antiguas montañas habían bloqueado su avance hacia el mar en los territorios más meridionales. Finalmente, incapaces de resistir la presión inexorable del río en marcha, habían cedido, mas el obstinado lecho de las rocas se había sometido con cierta rebeldía. La Gran Madre, contenida por el estrecho pasaje, agrupaba durante un breve trecho sus distintos brazos, antes de virar bruscamente y desembocar en el mar a través del inmenso delta.