Las llanuras del tránsito (38 page)

La mujer percibió casi inmediatamente el cambio de paso; afortunadamente, su primera reacción instintiva fue aceptar la actitud de la yegua, a pesar de que su pensamiento en ese momento era conseguir la cena. Frenó en el mismo momento en que Jondalar y Corredor llegaban al galope. El joven corcel también sintió el suelo más blando, pero llevaba más impulso, de modo que avanzó unos pocos pasos más.

El hombre casi salió despedido cuando las patas delanteras de Corredor se hundieron en una masa de lodo espeso y limoso, pero consiguió sostenerse y saltó al costado del caballo. Con un relincho agudo y un movimiento brusco, el joven corcel, con las patas traseras todavía apoyadas en suelo firme, logró sacar una pata del pantano que comenzaba a absorberla. Entonces retrocedió y, al encontrar un punto de apoyo firme, Corredor tiró hasta que la otra pata se liberó bruscamente de la arena movediza con un gorgoteo sonoro.

El joven caballo estaba impresionado, y el hombre se detuvo para apoyar la mano, en un gesto tranquilizador, sobre el cuello arqueado; después, arrancó una rama de un arbusto cercano y la usó para explorar el terreno que tenía al frente. Cuando el pantano se tragó la rama, tomó la tercera pértiga larga, que no se utilizaba en las angarillas, y exploró el suelo con ella; aunque cubierto de juncos y eneas, el estrecho campo era un profundo vertedero de arcilla y limo mezclados con agua. La ágil retirada de los caballos había impedido un posible desastre, pero en adelante Jondalar y Ayla se aproximaron con más prudencia al Río de la Gran Madre. Su caprichosa diversidad podía encerrar algunas sorpresas inesperadas.

Las aves continuaban siendo la vida silvestre predominante en el delta, en particular varias especies de garzas, airones y patos, así como una cantidad de pelícanos, cisnes, gansos, grullas y algunas cigüeñas negras e iris de brillantes colores que anidaban en los árboles. Las temporadas para anidar variaban según las especies, pero todas tenían que reproducirse durante el período más cálido del año. Los viajeros recogieron huevos de las diferentes aves para preparar comidas rápidas y fáciles –incluso Lobo descubrió el truco consistente en romper las cáscaras– y se aficionaron a algunas de las variedades que tenían un leve sabor a pescado.

Al cabo de algún tiempo, se acostumbraron a las aves del delta. Hubo menos sorpresas cuando comenzaron a tomar conciencia de lo que podían esperar, pero una tarde, cuando se acercaban cabalgando a los bosques de sarga plantada que crecían junto al río, presenciaron una escena asombrosa. Los árboles crecían frente a un amplio estanque, casi un lago, aunque al principio creyeron que era tierra más firme, pues los grandes nenúfares lo cubrían por completo. La visión que atrajo la atención de los dos consistía en la presencia de centenares de airones más pequeños, posados –los largos cuellos formaban una S y los largos picos estaban preparados para atrapar al pez– en casi todos los resistentes nenúfares que rodeaban a cada flor blanca, abierta y fragante.

Seducidos por el espectáculo, observaron un rato y después decidieron alejarse, temerosos de que Lobo acudiera a la carrera y asustase a las aves que ocupaban cada una su puesto. Estaban a poca distancia del lugar, atareados en organizar su campamento, cuando vieron centenares de airones de cuello largo elevándose en el aire. Jondalar y Ayla se detuvieron y contemplaron la escena mientras las aves, moviendo las grandes alas, se convertían en siluetas oscuras sobre el fondo de nubes rosadas del cielo del este. El lobo apareció trotando en el campamento, y Ayla supuso que era él quien había espantado a los airones. Aunque Lobo en realidad no intentaba atrapar ningún ejemplar, le divertía tanto perseguir a las bandadas de aves del pantano que Ayla se preguntaba si acaso procedía así porque le gustaba verlas elevarse hacia el cielo. En todo caso, ella desde luego se sentía maravillada por el espectáculo.

Ayla despertó a la mañana siguiente sintiéndose acalorada y con la piel pegajosa. El calor era cada vez más intenso y no tenía ganas de levantarse. Experimentó el deseo de descansar siquiera fuese un día. En realidad, más que fatigada, estaba cansada de viajar. Se dijo que incluso los caballos necesitaban descansar. Jondalar había insistido en seguir adelante, y ella adivinaba la necesidad que le impulsaba, pero si un día importaba tanto en la travesía del glaciar, como él insistía en afirmar, entonces ya era demasiado tarde. Necesitarían más de un día, seguro, con el tiempo apropiado, para avanzar sin riesgo. De todos modos, cuando él se levantó y comenzó a preparar las cosas, Ayla le imitó.

A medida que la mañana avanzaba, el calor y la humedad, incluso en la llanura abierta, se hicieron cada vez más agobiantes, y cuando Jondalar propuso que se detuvieran para nadar, Ayla aceptó sin vacilar. Se acercaron al río y contemplaron complacidos el claro sombreado que terminaba en el agua. Un arroyo estacional, todavía un poco fangoso y repleto de hojas en descomposición, dejaba apenas un pequeño sector de hierba, pero era un rincón fresco y atractivo, rodeado de pinos y sauces. Conducía a una zanja fangosa llena de agua, y un poco más lejos, en un recodo del río, una playa estrecha y pedregosa avanzaba hacia un estanque tranquilo, moteado por el sol que se filtraba a través de las ramas colgantes de los sauces.

–¡Esto es perfecto! –exclamó Ayla con una ancha sonrisa.

Al ver que la joven comenzaba a desenganchar las angarillas, Jondalar preguntó:

–¿Crees que es realmente necesario? No permaneceremos aquí mucho tiempo.

–Los caballos también necesitan descansar, y quizá deseen revolcarse en el suelo o bañarse –dijo Ayla, mientras retiraba de Whinney los canastos y la manta–. Y me gustaría esperar a que Lobo nos alcanzara. No le he visto en toda la mañana. Seguramente descubrió el olor de algo maravilloso y estará persiguiéndolo con todas sus fuerzas.

–Está bien –concedió Jondalar, y comenzó a desatar las cuerdas que sujetaban los canastos al lomo de Corredor. Los depositó en el interior del bote redondo que estaba al lado de Ayla y descargó sobre la grupa del corcel una palmada amistosa, para indicarle que era libre de seguir a su madre.

La joven se despojó rápidamente de sus escasas prendas y entró en el estanque, mientras Jondalar se detenía para orinar. Miró a Ayla y ya no pudo apartar los ojos. Estaba de pie con el agua reluciente hasta las rodillas, iluminada por un rayo de sol que se deslizaba a través de una abertura entre los árboles, envuelta en un halo luminoso y dorado que le encendía los cabellos y arrancaba reflejos a la piel desnuda y bronceada de su cuerpo flexible.

Al observarla, Jondalar se sintió impresionado por la belleza de Ayla. Durante un momento, el amor intenso que sentía por ella le abrumó y pareció que le anudaba la garganta. Ayla se inclinó para recoger agua con las manos y mojarse el cuerpo; aquel gesto acentuó la redonda plenitud de sus caderas y mostró la piel más pálida del interior del muslo, al mismo tiempo que provocaba en Jondalar una oleada de calor y deseo. Jondalar miró el miembro que aún sostenía en la mano y sonrió, y comenzó a pensar en algo más que en la posibilidad del baño.

Ella le miró cuando comenzó a internarse en el agua, vio su sonrisa y la expresión conocida y apremiante en los intensos ojos azules, y después vio la forma de su virilidad que comenzaba a cambiar. Experimentó una agitación profunda como respuesta; luego, se relajó, y cierta tensión de la que no se había dado cuenta se disipó. Ese día no continuarían el viaje, por lo menos si ella podía evitarlo. Ambos necesitaban un cambio de rumbo, una distracción que les complaciera y excitase.

Él había advertido la mirada que Ayla le dirigió, y en cierto momento percibió la respuesta positiva y un leve cambio de postura de la joven. Sin que en realidad cambiase de posición, su actitud se hizo más invitadora. La reacción de Jondalar fue evidente. No habría podido ocultarla, aunque lo deseara.

–El agua está maravillosa –dijo Ayla–. Ha sido una buena idea venir a nadar. Hace demasiado calor.

–Sí, siento mucho calor –confirmó Jondalar, con una sonrisa pícara mientras se acercaba a ella–. No sé cómo lo consigues, pero no puedo controlarme cuando estás cerca.

–¿Por qué quieres controlarte? Yo tampoco me domino cuando tú estás cerca. Es suficiente que me mires de ese modo, y ya estoy dispuesta.

Sonrió, con la sonrisa amplia y hermosa que a él le encantaba.

–¡Oh, mujer! –suspiró Jondalar mientras la abrazaba. Ella le echó los brazos al cuello y Jondalar se inclinó para tocar los labios suaves de Ayla con los suyos en un beso firme y prolongado. Deslizó las manos por la espalda de Ayla y sintió la piel bronceada por el sol. A ella le encantaba la caricia de Jondalar y respondió con un ansia instantánea y sorprendente.

Él bajó más las manos, hasta las nalgas suaves y redondeadas, y la estrechó aún más. Ella sintió toda la longitud de su tibia dureza contra el estómago, pero el movimiento la hizo perder el equilibrio. Trató de reaccionar, pero una piedra se hundió bajo su pie. Se prendió de Jondalar para sostenerse y desequilibró al hombre cuando los pies se le deslizaron. Golpearon ruidosamente el agua al caer y después se incorporaron riendo.

–No te habrás lastimado, ¿verdad? –preguntó Jondalar.

–No –contestó ella–, pero el agua está fría y yo pretendía entrar poco a poco. Ahora que estoy mojada creo que iré a nadar. ¿No es lo que hemos venido a hacer?

–Sí, pero eso no significa que no podamos hacer también otras cosas –dijo Jondalar. Vio que el agua llegaba exactamente bajo los brazos de Ayla y que sus pechos llenos flotaban, recordándole las proas curvas de un par de botes con extremos duros y rosados. Se inclinó y lamió un pezón, sintiendo su tibieza en el agua fría.

Ella respondió estremecida y echó la cabeza hacia atrás para permitir que la sensación la colmase. Él buscó el otro pecho, lo encerró en la mano; después deslizó la otra mano por el costado de Ayla y la acercó más. Ayla sentía intensamente, y la presión de la palma de Jondalar que rozaba el pezón duro enviaba nuevos ramalazos de placer a través del cuerpo femenino. Él succionó el otro pezón y después lo frotó y besó el resto del pecho y ascendió por la garganta y el cuello. Le sopló suavemente al oído y después buscó los labios de la joven. Ella entreabrió apenas la boca y sintió el contacto de la lengua del hombre y a continuación su beso.

–Ven –dijo él, cuando se separaron; se incorporó y le ofreció una mano para ayudarla–. Vamos a nadar.

Se internaron en el estanque, hasta que el agua alcanzó la cintura de Ayla; después apretó contra su cuerpo a la joven para besarla otra vez. Ella sintió la mano del hombre entre sus piernas y la frescura del agua cuando él le entreabrió los pliegues, y una sensación más intensa cuando encontró el nudo pequeño y duro y lo frotó.

Ayla dejó que la sensación la recorriese. Después, pensó que aquello estaba sucediendo con demasiada prisa, tanto que casi estaba dispuesta. Respiró hondo, se apartó de la mano de Jondalar, y riendo, le salpicó.

–Creo que deberíamos nadar –dijo Ayla, y extendió los brazos, nadando unas cuantas brazadas. El estanque en que nadaban era pequeño y estaba cerrado en el lado opuesto por una isla sumergida cubierta por un denso lecho de juncos. Después de atravesar el estanque, ella se puso de pie y miró a Jondalar. Éste sonrió y Ayla sintió la fuerza del magnetismo masculino, de su necesidad, de su amor, y le deseó. Jondalar nadó hacia ella y Ayla comenzó a nadar de regreso a la playa. Cuando se encontraron, él se volvió y la siguió.

Donde el agua era menos profunda, Jondalar se puso de pie y dijo:

–Bien, ya hemos nadado. –Y le cogió la mano y la llevó hacia la playa. La besó otra vez y sintió que ella le aferraba con más fuerza; Ayla pareció derretirse en los brazos de Jondalar, cuando sus pechos, su estómago y muslos se apretaron contra el cuerpo del hombre.

–Ahora es el momento de hacer otras cosas –dijo él.

Ayla sintió que se le cortaba la respiración y él vio que sus ojos se dilataban. La voz de Ayla se estremeció un poco cuando intentó hablar.

–¿A qué te refieres? –preguntó, tratando de insinuar una sonrisa burlona.

Él se echó sobre la alfombra de hierba y tendió una mano a Ayla.

–Ven aquí, te lo demostraré.

Ayla se sentó al lado de Jondalar. Él la acostó al mismo tiempo que la besaba, y enseguida, sin más preliminares, se movió para cubrirla. Deslizándose, le abrió las piernas y le pasó la lengua tibia sobre los pliegues húmedos y frescos. Los ojos de Ayla se abrieron de forma desmesurada y se estremeció ante la súbita y palpitante oleada que la invadió en lo más profundo de su ser. Después sintió una dulce comezón cuando él le succionó en el lugar de los placeres.

Jondalar deseaba saborearla, bebérsela, y sabía que ella estaba preparada. Su propia excitación se acentuó cuando percibió la respuesta de la joven, y las entrañas le dolían de deseo en el instante mismo en que su virilidad, poderosa y levemente curva, alcanzaba su máxima proporción. La frotó con la nariz, la mordisqueó, la sorbió, manipulándola con la lengua, y después se inclinó para saborear el interior de Ayla, y la degustó. Pese a toda su ansiedad, deseaba continuar así eternamente. Le encantaba darle placer.

Ayla sintió que el frenesí se acentuaba en su interior, gimió, después gritó cuando percibió que se aproximaba a la culminación y casi llegaba a la cima.

Si él hubiera querido, podría haberse liberado incluso sin penetrar en ella, pero también le encantaba sentirla cuando estaba dentro. Deseaba que hubiese un modo de hacer todo simultáneamente.

Ella extendió las manos hacia Jondalar y se alzó para ir a su encuentro mientras el clamoroso torbellino que se desataba en su interior se acentuaba; entonces, casi sin darse cuenta, de pronto, se produjo la erupción. Él sintió la humedad y la tibieza de Ayla; entonces se elevó un poco y, al acercarse, encontró la deliciosa entrada; con un movimiento enérgico e impetuoso, la llenó por completo. Su ansiosa virilidad estaba tan dispuesta, que no sabía cuánto tiempo podría esperar.

Ella pronunció el nombre de Jondalar, le buscó con las manos, ansiaba tenerle, y se arqueaba para corresponder al ímpetu del hombre. Él se zambulló otra vez y sintió la totalidad del abrazo femenino, y entonces, estremeciéndose y gimiendo, se retiró un poco y sintió la exquisita presión en sus entrañas cuando su órgano sensible provocó sensaciones profundas en su cuerpo. Y de pronto, estaba allí, no podía esperar más; cuando atacó de nuevo, sintió que el estallido de los placeres le transportaba. Ayla gritó con él, cuando su frenético deleite la desbordó.

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