Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
El lobo los encontró poco después de que hubieran dejado atrás el enjambre. Una vez que los voraces insectos se instalaron en el terreno para pasar la noche, Ayla y Jondalar ya habían acampado lejos. Cuando partieron la mañana siguiente, enfilaron de nuevo hacia el norte, si bien se desviaron un poco hacia el oeste, en dirección a una alta colina, con el fin de obtener una visión del paisaje llano, porque deseaban tener cierta idea de la distancia que les separaba del Río de la Gran Madre. Más allá de la cima de la colina vieron el borde de la región que había sido visitada por la nube de langostas, la hirviente masa empujada hacia el mar por los fuertes vientos. Se sintieron abrumados al contemplar la devastación.
La bella y primaveral campiña colmada de flores coloridas y hierbas nuevas había desaparecido; estaba totalmente desnuda. Hasta donde les alcanzaba la vista, no existía vegetación sobre la tierra. Ni una hoja, ni una mata de hierba, ni un solo indicio de verde cubría el suelo desnudo. Todo lo que era vegetación había sido devorado por la hambrienta horda. Los únicos signos de vida eran algunos estorninos que buscaban las últimas y escasas langostas que habían quedado atrás. La tierra había sido asolada, convertida en un erial, y aparecía en un estado de indecente desnudez. Sin embargo, se recuperaría de esa indignidad provocada por criaturas que ella misma había creado en ciclos vitales naturales, y de las raíces ocultas y las semillas empujadas por el viento volvería a formar de nuevo su propia vestidura verde.
Cuando el hombre y la mujer desviaron la vista, contemplaron un espectáculo completamente distinto, que aceleró el latido de sus corazones. Hacia el este, un vasto espejo de agua relucía al sol; era el Mar de Beran.
Mientras miraba, Ayla comprendió que era el mismo mar que había conocido en su niñez. En el extremo meridional de una península que, desde el norte penetraba en aquel gran espejo de agua, se encontraba la caverna donde ella había vivido con el Clan de Brun cuando era pequeña. La vida en el pueblo del clan a menudo había sido difícil. De todos modos, Ayla conservaba muchos recuerdos felices de su niñez, aunque, cuando pensaba en el hijo que se había visto obligada a abandonar, inevitablemente sentía tristeza. Pero sabía que eso era todo lo que le quedaba de aquel hijo a quien nunca volvería a ver.
Era mejor que él viviese con el clan. Uba era su madre, y el viejo Brun le enseñaría a cazar con una lanza, una bola y una honda y le inculcaría las costumbres del clan; de ese modo, Durc sería honrado y aceptado, y no zaherido y escarnecido como le había sucedido a Rydag. Pero Ayla no podía dejar de formularse preguntas acerca de su hijo. ¿El clan continuaría viviendo en la península, o se habría acercado más a otros clanes que vivían en tierra firme o en las altas montañas orientales?
–¡Ayla! Mira allí. Ése es el delta, y puedes ver el Donau, o por lo menos una parte. Al lado opuesto de la gran isla, ¿ves ese curso de agua fangosa y parda? Creo que es el brazo principal, el que está al norte. ¡Allí está el final del Río de la Gran Madre! –concluyó Jondalar, con voz excitada.
También él se sentía abrumado por recuerdos teñidos de tristeza. La última vez que había visto ese río estaba con su hermano, y ahora Thonolan se había ido al mundo de los espíritus. De pronto, recordó la piedra con la superficie opalescente que él había retirado del lugar donde Ayla había sepultado a Thonolan. Ella le había dicho que esa piedra guardaba la esencia del espíritu de Thonolan, y Jondalar se proponía entregarla a su propia madre y a Zelandoni cuando regresara. Estaba en su canasto. Quizá, pensó, debería sacarla y llevarla consigo.
–¡Oh, Jondalar! Allí, junto al río, ¿es humo? ¿Hay gente que vive cerca de ese río? –preguntó Ayla, entusiasmada ante la perspectiva.
–Es posible –dijo Jondalar.
–Entonces, démonos prisa. –Ayla comenzó a descender la ladera de la colina y Jondalar cabalgó a su lado–. ¿Quiénes crees que puedan ser? –preguntó ella–. ¿Los conoces?
–Tal vez. Los sharamudoi a veces llegan hasta aquí en sus botes para traficar. Fue así como Markeno conoció a Tholie. Ella estaba con un campamento mamutoi y había ido en busca de sal y conchas. –Jondalar se interrumpió y echó una ojeada en torno, mirando más atentamente el delta y la isla que estaba a continuación de un estrecho canal; finalmente, estudió la tierra que se extendía sobre el curso inferior–. A decir verdad, creo que no estamos muy lejos del lugar en que Brecie estableció el Campamento del Sauce... ¿el último verano? ¿Fue entonces? Nos llevó allí después de que su campamento nos salvara a Thonolan y a mí de las arenas movedizas...
Jondalar cerró los ojos, pero Ayla percibió su sufrimiento.
–Fueron las últimas personas a quienes mi hermano vio... aparte de mí. Viajamos juntos un poco más. Yo tenía la esperanza de que él la olvidaría, pero Thonolan no quiso vivir sin Jetamio. Ansiaba que la Madre se lo llevase –dijo Jondalar. Después, bajando los ojos, agregó–: Y entonces encontramos a Bebé.
Jondalar miró a Ayla y ella vio que la expresión del hombre cambiaba. El dolor continuaba allí y Ayla identificó la expresión especial que se reflejaba en el rostro varonil cuando el amor que sentía por ella era más de lo que podía soportar, más de lo que ella misma podía soportar. Pero había también otra cosa, algo que la atemorizaba.
–Nunca pude comprender por qué quiso morir... después. –Se volvió, y animando a Corredor para que avanzara más deprisa, gritó–: ¡Vamos! Dijiste que querías que nos diésemos prisa.
Ayla indicó a Whinney que debía correr, aunque con más cuidado, y siguió al hombre que se adelantaba montado en el corcel lanzado al galope, en dirección al río. La carrera los reanimó, logró disipar el estado de ánimo extraño y triste que el lugar había provocado en ambos. El lobo, excitado por el ritmo de los caballos y los jinetes, corrió en pos de ellos, y cuando llegaron por fin al borde del agua y se detuvieron, Lobo alzó la cabeza y emitió una melodiosa canción lobuna de aullidos prolongados. Ayla y Jondalar se miraron y sonrieron, y ambos pensaron que era un modo adecuado de anunciar que habían llegado al río que sería su compañero durante la mayor parte del resto del viaje.
–¿Es esto? ¿Hemos llegado al Río de la Gran Madre? –preguntó Ayla, los ojos chispeantes.
–Sí, es esto –confirmó Jondalar, y después miró hacia el oeste, río arriba. No deseaba apagar el entusiasmo que Ayla sentía por haber llegado al río, pero sabía que aún les faltaba mucho trecho.
Tenían que desandar todo el camino a través del continente, para llegar a la meseta helada que cubría las tierras altas en el nacimiento de la gran corriente de agua, y después ir aún más lejos, casi hasta las Grandes Aguas del borde de la tierra, muy al oeste. A lo largo de su curso sinuoso de dos mil novecientos kilómetros, el Donau –el río de Doni, la Gran Madre Tierra de los zelandonii– recibía las aguas de más de trescientos afluentes, el drenaje de dos cadenas de montañas cubiertas por glaciares, e incorporaba también una carga de sedimento.
Dividiéndose a menudo en numerosos canales mientras serpenteaba a través de las extensiones más llanas de su curso, el gran río transportaba una prodigiosa acumulación de sedimento suspendido en su voluminoso caudal. Pero antes de llegar al final de su curso, la tierra fina se depositaba en una inmensa extensión en forma de abanico, una maraña fangosa de islas bajas y orillas rodeadas por lagos poco profundos y arroyos serpenteantes, como si la Gran Madre de los ríos se hubiese fatigado tanto después de su largo viaje que abandonaba su pesada carga de limo poco antes de llegar a su destino, y como si en adelante avanzara lentamente, trastabillando, para caer al mar.
El ancho delta al que habían llegado, de una longitud doble que su anchura, comenzaba a muchos kilómetros del mar. El río, tan crecido que no podía contenerlo un solo canal en la llanura lisa entre el antiguo macizo de rocas afloradas al este y las suaves y onduladas colinas que descendían gradualmente desde las montañas al oeste, se dividía en cuatro brazos principales, cada uno de los cuales seguía una dirección distinta. Los canales interconectaban los diferentes brazos, creando un laberinto de arroyos sinuosos que, a su vez, se ampliaban para formar muchos lagos y lagunas. Grandes extensiones de juncos rodeaban la tierra firme, que formaba una amplia gama, desde los salientes arenosos y desnudos hasta las grandes islas donde había bosques y estepas, y que estaban pobladas por uros y ciervos, así como sus correspondientes depredadores.
–¿De dónde provenía ese humo? –preguntó Ayla–. Seguramente hay cerca un campamento.
–Creo que de esa isla grande que hemos visto río abajo, pasado el canal –dijo Jondalar, y señaló en aquella dirección.
Cuando Ayla miró, todo lo que vio al principio fue una pared de altos juncos, con los extremos superiores plumosos, de color púrpura, doblegándose a impulsos de la brisa, unos cuatro metros sobre el suelo empapado de agua en que crecían. Después, vio las hermosas hojas de color verde plateado de las mimbreras que se extendían más a lo lejos. Pasó un momento antes de que pudiera hacer otra observación que la desconcertó. La mimbrera era generalmente un arbusto que crecía tan cerca del agua que, con frecuencia, sus raíces quedaban sumergidas durante las estaciones húmedas. Se parecía a ciertos sauces, pero la mimbrera nunca alcanzaba la altura de un árbol. ¿Tal vez estaba equivocada? ¿Se trataría de sauces? Ayla rara vez cometía un error semejante.
Continuaron avanzando río abajo, y cuando estuvieron frente a la isla, entraron en el canal. Ayla miró hacia atrás para asegurarse de que las pértigas de las angarillas, apoyadas en el suelo, con el bote redondo atado entre ellas, no quedaran atascadas; luego comprobó que los extremos cruzados al frente se movían libremente mientras las pértigas flotaban en el agua, detrás de la yegua. Cuando habían preparado los bultos, disponiéndose a dejar detrás el ancho río, al principio habían pensado en abandonar el bote. Había cumplido su finalidad, que era permitirles cruzar el río; pero después de todo el trabajo que su construcción les había exigido, y aunque la travesía no se había desarrollado exactamente como ellos lo habían planeado, ahora rechazaban la posibilidad de abandonar la pequeña embarcación redonda.
Ayla tuvo la idea de sujetarlo a las pértigas, aunque eso significaba que Whinney tendría que llevar puesto el arnés y arrastrar constantemente la carga, pero Jondalar comprendió que la pequeña embarcación les facilitaría el cruce de los ríos. Podían cargar el bote con todas sus cosas, y de ese modo nada se mojaría; y en lugar de obligar a los caballos a tratar de cruzar guiándolos con una cuerda atada a su vez al bote, Whinney podría atravesar a nado a su propio paso, arrastrando una carga liviana y flotante. Cuando ensayaron el método en el siguiente río que tuvieron que cruzar, incluso descubrieron que era necesario despojar del arnés a Whinney.
La corriente tendía a arrastrar el bote y las pértigas, y eso preocupó a Ayla, sobre todo al ver que Whinney y Corredor se asustaban al verse sometidos a tirones en una situación en la que ellos no podían controlar su propio paso. Decidió diseñar de otro modo las correas de cuero y el arnés, para que fuera posible cortarlos en el instante en que pareciera ponían en peligro a la yegua; pero el caballo compensó el impulso de la corriente y aceptó sin mucha dificultad la carga. Ayla se había tomado el tiempo necesario para que el caballo se familiarizase con la nueva idea, y Whinney se había acostumbrado a las angarillas y confiaba en la mujer.
En cualquier caso, el ancho bote abierto era una invitación a aumentar los bultos. Comenzaron usándolo para llevar madera, estiércol seco y otros materiales combustibles que recogían en el camino y destinaban al fuego de la noche, y a veces dejaban allí sus canastos después de cruzar el agua. Habían llegado a varios cursos de agua de diferente importancia que corrían en dirección al mar interior, y Jondalar sabía que muchos afluentes aparecerían en su camino mientras realizaban su viaje, desplazándose a lo largo del Río de la Gran Madre.
Mientras vadeaban las aguas claras del canal más externo del delta, el corcel se inquietó y relinchó nerviosamente. Corredor se mostraba receloso con los ríos después de su temida aventura, pero Jondalar se había mostrado muy paciente todas las veces que tuvo que guiar al animal joven y sensible para cruzar los pequeños cursos de agua que se interponían en el camino, lo que ayudaba al caballo a superar su temor. Esa actitud complacía al hombre, pues antes de llegar a su hogar tendría que cruzar un número mucho más elevado de ríos.
El agua se desplazaba lentamente y era tan transparente que podían verse los peces nadando entre las plantas acuáticas. Después de abrirse paso a través de los altos juncos, llegaron a la isla larga y angosta. Lobo fue el primero en llegar a la lengua de tierra. Se sacudió enérgicamente y a continuación remontó la orilla en pendiente, formada por arena húmeda y bien comprimida, mezclada con arcilla, que terminaba en un bosque próximo de hermosas mimbreras de color verde plateado que alcanzaban el tamaño de árboles.
–Lo sabía –dijo Ayla.
–¿Qué sabías? –preguntó Jondalar, sonriendo ante la expresión satisfecha de la joven.
–Estos árboles son iguales a los arbustos que crecían en el lugar donde dormimos aquella noche, cuando llovió tanto. Pensé que eran mimbreras, pero nunca había visto que alcanzaran el tamaño de árboles. Las mimbreras generalmente son arbustos, pero éstos podrían ser sauces.
Montaron y condujeron a los caballos al espacio fresco y aireado del bosque. Avanzaron en silencio, vieron las sombras de las hojas que se mecían a impulsos de la ligera brisa, moteando la alfombra de hierba abundante iluminada por el sol, y entre los árboles del bosque divisaron algunos uros que pastaban a lo lejos. El viento soplaba en esa dirección, y cuando el ganado salvaje olió la presencia de los forasteros, los animales se alejaron deprisa. Jondalar pensó que sin duda ya habían sido perseguidos por seres humanos.
Los caballos arrancaron bocados de forraje verde con los dientes delanteros, mientras avanzaban por la bella región boscosa. Ayla se paró y empezó a retirar el arnés de Whinney.
–¿Por qué te detienes aquí? –preguntó Jondalar.
–Los caballos desean pastar. Pensé que podíamos detenernos un rato.
–Creo que podríamos avanzar un poco más. –Jondalar parecía preocupado–. Estoy seguro de que hay personas en esta isla y quisiera saber quiénes son antes de detenernos.