Las llanuras del tránsito (29 page)

El artefacto era invención de Ayla y el resultado de la necesidad, la oportunidad y cierta visión intuitiva. Cuando vivía sola y nadie la ayudaba, a menudo había afrontado la necesidad de mover cosas que eran demasiado pesadas y que ella no podía transportar o arrastrar –por ejemplo, un animal adulto entero– y generalmente tenía que dividirlo en trozos más pequeños; después debía pensar en el modo de proteger de los depredadores lo que quedaba atrás. Su único recurso era la yegua que ella había criado y la posibilidad de utilizar la fuerza de un caballo para ayudarse. Mas su especial ventaja era un cerebro que sabía vislumbrar una posibilidad e idear los medios necesarios.

Cuando llegaron a la morada, Ayla y Jondalar desataron al uro, y después de dedicar a Whinney palabras de elogio y acariciarla en señal de agradecimiento, regresaron con ella al claro del bosque, para recoger las entrañas del animal, ya que también éstas eran útiles. Cuando llegaron al claro, Jondalar recogió su lanza rota. El frente del eje se había quebrado; la punta todavía seguía enterrada en el cuerpo del uro, pero la larga y recta sección posterior aún estaba entera. Jondalar pensó que quizá podría usarla, y decidió llevársela.

De vuelta al campamento, le quitaron el arnés a Whinney. Lobo se dedicaba a olfatear las entrañas, su plato favorito. Ayla vaciló un momento. De haberle hecho falta, podría aprovechar los intestinos para diversos fines, desde el almacenamiento de grasa a la confección de un recipiente impermeable; pero no era posible llevar con ellos mucho más de lo que ya tenían.

¿Por qué sería que, precisamente por tener caballos y poder llevar consigo más cosas, parecían necesitar aún más? Tras haberse hecho esta pregunta, Ayla recordó que, al abandonar el clan y viajar a pie, llevaba todo lo necesario en un canasto que cargaba a la espalda. Verdad era que la tienda que ahora usaban ambos era mucho más cómoda que el refugio de cuero de escasa altura utilizado por ella en aquel entonces, y que tenían mudas y prendas de invierno que aún no usaban, y más comida, más utensilios, y... comprendió que ahora no podría llevar todo eso en un canasto cargado a la espalda.

Arrojó a Lobo los intestinos, que eran útiles, pero por el momento innecesarios, y ella y Jondalar se dedicaron a descuartizar el bovino salvaje. Después de practicar varios cortes estratégicos, juntos comenzaron a arrancarle la piel, un proceso que era más eficaz que desprenderlo con un cuchillo. Usaban un instrumento afilado para cortar unos pocos puntos de adherencia. Con escaso esfuerzo, la membrana que separaba la piel del músculo podía desprenderse limpiamente, y así, al terminar, tuvieron una piel perfecta afeada únicamente por los dos agujeros de las puntas de las lanzas. La enrollaron para evitar que se secara con excesiva rapidez y separaron la cabeza. La lengua y los sesos eran sabrosos y tiernos, y se propusieron comer por la noche tan deliciosos bocados. Pero dejarían en el campamento el cráneo con los grandes cuernos. Podía tener un significado especial para alguien, y en todo caso, aún ofrecía muchas partes aprovechables.

Después, con el propósito de lavarlos, Ayla llevó el estómago y la vejiga al arroyuelo que suministraba agua al campamento, y Jondalar descendió al río en busca de mimbres y árboles delgados que fueran lo bastante flexibles para preparar un armazón redondo en forma de cuenco, es decir, la base de la pequeña embarcación. También buscaron ramas secas y madera arrastrada hasta allí por las aguas. Necesitarían varias hogueras para mantener alejados de la carne del uro a los animales y a los insectos, y también tendrían que encender fuego durante la noche en la morada.

Trabajaron casi hasta el anochecer; dividieron al uro en grandes pedazos, y después cortaron la carne en pequeñas piezas alargadas, que colgaron a secar sobre bastidores improvisados hechos con maderas del matorral; aunque eso no significaba que hubiesen terminado. Por la noche metieron los bastidores en la vivienda. La tienda aún estaba húmeda, pero la plegaron y la metieron también. Volverían a desplegarla al día siguiente, cuando sacaran al aire libre la carne; entonces el viento y el sol acabarían de secarla.

Por la mañana, cortados los últimos trozos de carne, Jondalar comenzó a construir el bote. Utilizando el vapor y las piedras calientes puestas al fuego, curvó la madera para formar la estructura del bote. Ayla se mostró muy interesada y quiso saber dónde había aprendido el método.

–De mi hermano Thonolan. Fabricaba lanzas –explicó Jondalar, mientras inclinaba el extremo de un arbolillo recto que había curvado, y ella lo unía a una sección circular con un tendón extraído de las patas traseras del uro.

–Pero ¿qué tiene que ver la fabricación de lanzas con la del bote?

–Thonolan podía fabricar el vástago de una lanza perfectamente recto y seguro. Sin embargo, para eliminar la curva de la madera, primero hay que aprender a doblarla, y él sabía hacerlo con la misma eficacia. En eso era mucho más hábil que yo. Tenía verdadero talento. Imagino que podría decirse que su oficio no era sólo el de fabricar lanzas, sino el de trabajar la madera. Podía confeccionar los mejores zapatos para la nieve; para ello tenía que coger una rama o un árbol recto y curvarlos por completo. Quizá por eso se sentía tan cómodo con los sharamudoi. Ellos eran expertos artesanos de la madera. Utilizaban agua caliente y vapor para dar a sus piraguas la forma que deseaban.

–¿Qué es una piragua? –preguntó Ayla.

–Es una embarcación trabajada sobre el tronco entero de un árbol. El extremo delantero forma un fino borde, y el posterior también, y puede deslizarse en el agua tan fácil y suavemente como si se la cortara con un cuchillo afilado. Son unas hermosas embarcaciones. La que estamos fabricando ahora es un tanto tosca comparada con la auténtica piragua, pero por aquí no hay árboles grandes. Verás piraguas cuando hayamos llegado al país de los sharamudoi.

–¿Cuánto tiempo nos falta para llegar?

–Todavía falta mucho. Hay que pasar esas montañas –dijo Jondalar, mirando hacia el oeste, en dirección a las altas cumbres casi cubiertas por la bruma estival.

–¡Oh! –exclamó Ayla, sintiéndose decepcionada–. Confiaba en que no estarían tan lejos. Me gustaría ver a algunas personas. Ojalá hubiera aquí alguien en este campamento. Tal vez regresen antes de que nos marchemos.

Jondalar percibió ansiedad en el tono de voz de Ayla.

–¿Te sientes sola y deseas ver gente? –preguntó–. Pasaste tanto tiempo sola en tu valle, que creí que te habías acostumbrado.

–Quizá sea ésa la razón de lo que ahora siento. Ya pasé demasiado tiempo sola. No me importa si se trata de unos días, y a veces me gusta, pero hace mucho que no vemos a nadie..., me pareció que sería agradable conversar con alguien –dijo Ayla, y miró a Jondalar–. ¡Me alegro tanto de que estés conmigo! Me sentiría muy sola sin ti.

–Yo también soy feliz, Ayla. Feliz porque no tengo que hacer solo este viaje, y más feliz de lo que soy capaz de expresar porque has venido conmigo. También ansío ver gente. Cuando lleguemos al Río de la Gran Madre, veremos gente. Hemos estado avanzando a campo traviesa. La gente tiende a vivir cerca del agua dulce, de los ríos o los lagos, no a campo descubierto.

Ayla asintió, y después sostuvo el extremo de otro delgado tallo, que había estado calentándose sobre las piedras calientes y al vapor, mientras Jondalar lo curvaba cuidadosamente para formar un círculo; luego ella le ayudó a unirlo a los restantes. Fijándose en el tamaño del armazón, Ayla advirtió que se necesitaría toda la piel del uro para cubrirlo. Sólo sobrarían algunos trozos que no bastarían para confeccionar otro saco de cuero crudo donde guardar la carne, en sustitución del que habían perdido en la súbita inundación. Necesitaban el bote para cruzar el río, y ella tenía que pensar en la posibilidad de emplear otro material. Pensó que quizá serviría una canasta; la confeccionaría con un tejido muy apretado dándole una forma alargada, y más bien chata, además de añadir una tapa. Allí había espadañas, juncos y mimbres, es decir, abundancia de materiales para confeccionar canastas. Pero ¿serviría realmente la que se proponía hacer?

Al transportar la carne de un animal recién sacrificado, el problema era que la sangre continuaba manando, y por muy apretado que fuese el tejido, en algún momento se filtraba. Por eso el cuero crudo, grueso y duro era tan eficaz. Absorbía la sangre, pero lentamente, y no filtraba; después de un período de uso podía ser lavado para volver a secarlo. Ayla necesitaba algo que cumpliese la misma función.

El problema de reemplazar la alforja continuaba fijo en su mente, y una vez concluido el armazón, mientras dejaban que se asentase y aguardaban a que el tendón se secara, de modo que quedase duro y firme, Ayla bajó al río para recoger algunos materiales destinados a confeccionar una canasta. Jondalar la acompañó, pero sólo hasta el bosque de hayas. Puesto que se había dedicado a trabajar la madera, decidió fabricar algunas lanzas nuevas para sustituir a las que se habían perdido o roto.

Antes de partir, Wymez le había regalado buen pedernal tallado y con una forma especial para fabricar puntas nuevas con facilidad. Había confeccionado las lanzas de punta de hueso antes de que abandonaran la Reunión de Verano, para demostrar cómo se hacían. Eran típicas del estilo de su pueblo, pero Jondalar había aprendido también a fabricar las lanzas mamutoi de punta de pedernal, y como era un experto tallador del pedernal, empleaba menos tiempo en hacerlas que en dar forma y alisar las puntas de hueso.

Por la tarde, Ayla comenzó a confeccionar un canasto especial para guardar carne. Cuando vivía en el valle, había pasado muchas y largas noches de invierno aliviando su soledad con la fabricación de canastos y esteras, entre otras cosas, y, además de lograr un buen tejido, había llegado a ser muy rápida. Casi podía fabricar un canasto en la oscuridad, y el nuevo contenedor de carne quedó concluido antes de acostarse. Estaba muy bien confeccionado; Ayla había pensado mucho en la forma y el tamaño, los materiales y la firmeza del tejido, pero aun así no se sentía del todo satisfecha con el resultado.

Salió a la penumbra cada vez más densa para cambiar su paño de lana absorbente y lavar en el arroyuelo la prenda que usaba. Puso el paño a secar cerca del fuego, pero fuera de la vista de Jondalar. Después, sin mirarlo, se acostó al lado del hombre, entre las pieles de dormir. A las mujeres del clan se les enseñaba a evitar todo lo posible a los hombres cuando sangraban y a no mirarlos nunca de frente. Los hombres del clan se inquietaban mucho si se hallaban próximos a las mujeres durante ese período. Ayla se había sorprendido cuando vio que Jondalar no modificaba su actitud hacia ella en tales circunstancias, pero de todas formas se sentía incómoda y hacía todo lo posible por cuidar de su propia persona con cierta discreción.

Jondalar siempre se había mostrado considerado con ella durante el período lunar, pues adivinaba las molestias de Ayla; pero cuando ella se acostó, Jondalar se inclinó para besarla. Aunque mantuvo los ojos cerrados, Ayla respondió cálidamente, y cuando él se puso de nuevo boca arriba, y estaban el uno al lado del otro mirando el juego de las luces del fuego sobre las paredes y el techo de la cómoda estructura, empezaron a conversar, si bien ella evitaba cuidadosamente mirarle.

–Desearía revestir ese pellejo después de montarlo sobre el armazón –dijo Jondalar–. Si hiervo los cascos y los restos de piel, junto con algunos huesos, durante varias horas, obtendré una especie de caldo muy espeso y pegajoso, que, al secarse, se endurecerá. ¿Tenemos algo que pueda usar para hacerlo?

–Seguramente podré pensar en algo. ¿La cocción dura mucho tiempo?

–Sí. Es necesario que se consuma el agua para que espese.

–En ese caso, será mejor cocerlo directamente sobre el fuego, como una sopa..., quizá con un pedazo de cuero. Habrá que vigilarlo, y agregar agua, pues mientras se mantenga húmedo, no se quemará... Espera..., ¿qué te parece el estómago de ese uro? Lo he llenado de agua, conque no se secará, porque necesito una provisión para cocinar y lavar, pero creo que también te serviría –concluyó Ayla.

–No lo creo –dijo Jondalar–. No tenemos que preocuparnos de agregar agua. Lo que hace falta es que espese.

–Entonces, creo que será preferible utilizar un buen canasto impermeable y las piedras calientes. Puedo hacer uno por la mañana –dijo Ayla, pero después, mientras yacía en silencio, su mente no le permitía dormir. Pensaba que había un modo mejor de hervir la mezcla que Jondalar deseaba obtener. Sólo que no atinaba con el sistema perfecto. Casi se había dormido cuando, de pronto, lo descubrió–: ¡Jondalar! –gritó–. Ahora lo recuerdo...

También él estaba medio dormido y se despertó sobresaltado.

–¿Qué? ¿Qué sucede?

–Nada malo. Sólo que acabo de recordar cómo hacía Nezzie para derretir la grasa, y creo que sería la mejor manera de preparar esa sustancia espesa que tú quieres. Cavas un hoyo poco profundo en el suelo, en forma de cuenco, y lo revistes con un pedazo de pellejo, seguramente queda un trozo bastante grande del uro; eso servirá. Partes algunos huesos; los distribuyes sobre el fondo y después echas el agua y los cascos y todo lo que desees. Puedes hervirlo mientras continuemos calentando piedras; los pequeños trozos de hueso evitarán que las piedras calientes toquen directamente el pellejo, y así éste no se perforará.

–Muy bien, Ayla, eso es lo que haremos –murmuró Jondalar, que todavía seguía medio dormido. Se volvió, y al poco rato estaba profundamente dormido.

Pero en la mente de Ayla había otra cosa que la mantenía despierta. Había pensado dejar el estómago del uro a la gente del campamento, con la idea de que lo usaran como recipiente de agua después de que ellos se marcharan; pero era necesario mantenerlo húmedo. Cuando se secara, se convertiría en un material rígido y no recuperaría su condición original, la de una sustancia flexible y casi impermeable. Incluso en el caso de que lo llenara de agua, más tarde o más temprano el agua desaparecería, y ella no sabía cuándo volverían aquellas personas.

De pronto, concibió la idea. Estuvo a punto de llamar otra vez a su compañero, pero se contuvo a tiempo. Jondalar dormía y no quería despertarle. Dejaría que el estómago se secara, lo emplearía para forrar su nuevo depósito de carne y mientras aún estuviese húmedo le daría la forma exacta. Cuando se adormecía en la morada en sombra, Ayla se sintió complacida porque había hallado un modo de reemplazar un elemento tan necesario como el que habían perdido.

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