Las llanuras del tránsito (13 page)

–Es cierto. Siempre es maravilloso, pero esta vez..., no sé. Quizá a causa de los mamuts. Estuve pensando el día entero en esa bonita mamut roja y en su maravilloso y corpulento macho... y en ti.

–Bien; tal vez tendremos que jugar de nuevo a ser mamuts –dijo él, con una ancha sonrisa, mientras se ponía de espaldas.

Ayla se sentó.

–Está bien, pero ahora voy a jugar en el río antes de que oscurezca. –Se inclinó y besó a Jondalar, y percibió en él su propio sabor–. Después me ocuparé de la comida.

Corrió hacia el fuego, hizo girar de nuevo la carne de bisonte, retiró las piedras de cocer, agregó al fuego moribundo un par de ascuas más que aún estaban calientes, echó más astillas a las llamas, y corrió hacia el río. El agua estaba fría, pero no le importó. Estaba acostumbrada. Jondalar no tardó en acercarse; llevaba al hombro un cuero de becerro grande y suave. Lo dejó en el suelo y entró en el río con más precauciones que Ayla, hasta que por fin respiró hondo y se zambulló. Cuando emergió, se retiró los cabellos que le cubrían los ojos.

–¡Está fría! –dijo.

Ella se le acercó por el costado, y con una sonrisa de picardía, le salpicó. Él respondió del mismo modo y se entabló una ruidosa batalla en el agua. Con una última salpicadura, Ayla salió del agua, se apoderó del cuero suave y comenzó a secarse. Pasó el cuero a Jondalar cuando éste salió del río, y después volvió deprisa al campamento y se vistió rápidamente. Estaba sirviendo la sopa en los cuencos individuales cuando Jondalar regresó del río.

Capítulo 5

Los últimos rayos del sol estival atravesaron las ramas de los árboles cuando el astro ya tocaba el borde de las mesetas que se extendían hacia el oeste. Con una sonrisa satisfecha destinada a Jondalar, Ayla hundió la mano en el cuenco para retirar la última frambuesa madura, y se la introdujo en la boca. Después, se puso de pie para limpiar y ordenar las cosas, de modo que por la mañana pudieran partir cómodamente y sin demora.

Dio a Lobo los restos que había en los cuencos, y agregó granos partidos y tostados –las semillas de trigo silvestre, cebada y pie de ánade que Nezzie le había entregado al partir– a la sopa caliente y la dejó al borde del fuego. La carne asada de bisonte y la lengua que habían sobrado de la comida las colocó en una alforja de cuero crudo, en la que guardaba comida. Unió los bordes del gran envoltorio de cuero duro, lo aseguró con cordeles sólidos y lo suspendió del centro de un trípode formado por largas estacas, para mantenerlo fuera del alcance de los merodeadores nocturnos.

Aquellas estacas eran árboles enteros, altos, estrechos y rectos, despojados de las ramas y la corteza. Ayla los llevaba para usarlos como apoyos especiales; sobresalían detrás de los dos canastos que Whinney transportaba, del mismo modo que Jondalar llevaba las estacas más cortas que utilizaban para montar la tienda. Las estacas largas también eran empleadas a veces para formar unas angarillas que los caballos arrastraban, en las cuales podían transportarse cargas pesadas o voluminosas. Llevaban consigo las largas estacas de madera porque los árboles que pudieran servir para obtener piezas semejantes rara vez crecían en las estepas abiertas. Incluso en las proximidades de los ríos por lo general sólo se encontraban matorrales enmarañados y poco más.

Cuando la penumbra se acentuó, Jondalar agregó más madera al fuego; luego cogió la lámina de marfil con el mapa grabado y la acercó a la luz del fuego para estudiarla. Cuando Ayla terminó y se sentó a su lado, Jondalar parecía distraído, y en su rostro se reflejaba una inquietud ansiosa que ella había observado con frecuencia en los últimos días. Le miró un momento y después agregó piedras al fuego con el propósito de hervir agua para la infusión de la noche, como era su costumbre; pero en lugar de las hierbas sabrosas aunque inocuas que solía beber, extrajo algunos paquetes de su bolso de piel de nutria. Una infusión calmante podía ser útil, quizá matricaria o raíz de aguileña, en un cocimiento de aspérula, aunque lo que la preocupaba era no conocer el problema que a él le inquietaba. Ansiaba preguntarle, pero no estaba segura de que fuera lo más conveniente. Por fin, se decidió.

–Jondalar, ¿recuerdas el invierno pasado, cuando no estabas seguro de lo que yo sentía y yo no estaba segura de lo que tú sentías? –dijo Ayla.

Él había estado tan absorto en sus pensamientos que necesitó unos instantes antes de comprender la pregunta.

–Por supuesto, lo recuerdo. Ahora tú no dudas de lo mucho que te amo, ¿verdad? Yo tampoco dudo acerca de tus sentimientos hacia mí.

–No, no tengo ninguna duda, pero puede haber malentendidos acerca de muchas cosas, y no sólo en lo referente a tu amor por mí o a mi amor por ti, y no quiero que vuelva a suceder nada semejante a lo del último invierno. Creo que no podría soportar que surgieran más problemas sólo porque no hablamos de ellos. Antes de salir de la Reunión de Verano prometiste que si algo te molestaba, me lo dirías. Jondalar, algo te molesta, y quiero que me digas de qué se trata.

–No es nada, Ayla. Nada que deba preocuparte.

–Sin embargo, te preocupa a ti. Si algo te inquieta, ¿no crees que yo debería saberlo? –preguntó Ayla.

De un cesto de mimbre donde había varios cuencos y utensilios cogió dos pequeños recipientes, cada uno tejido con fina corteza de junco que formaba una delicada trama. Se interrumpió un momento, sin dejar de pensar, y después eligió las hojas secas de matricaria y aspérula, agregadas a la manzanilla para Jondalar, y sólo la camomila para ella misma, y llenó los contenedores.

–Si a ti te inquieta, también a mí debe inquietarme. ¿No viajamos acaso juntos?

–Bien, sí, pero yo soy quien decide y no quiero inquietarte sin necesidad –dijo Jondalar, y se levantó para acercarse a la bota de agua, que colgaba de un poste cercano a la entrada de la tienda, a pocos pasos del fuego. Echó una cantidad de líquido en un pequeño cuenco para cocinar y agregó las piedras calientes.

–No sé si es necesario o no, pero ya estás inquietándome. ¿Por qué no me explicas la razón?

Ayla puso los recipientes en las bandejas individuales de madera, vertió sobre ellos agua caliente y los apartó a un costado para que la infusión se concentrara.

Jondalar tomó la lámina grabada de colmillo de mamut y la examinó; sentía deseos de que aquel objeto le dijera lo que le esperaba en el camino y si, en efecto, estaba adoptando la mejor decisión. Cuando se trataba sólo de su hermano y del propio Jondalar, no importaba demasiado. Realizaban un viaje, una aventura, y lo que ocurriese era parte de sus andanzas. Entonces no estaba seguro de que jamás retornarían; ni siquiera estaba seguro de desearlo. La mujer a quien le habían prohibido amar había elegido un camino que llevaba incluso más lejos, y la mujer con quien se esperaba que él se uniese era... no precisamente la que él quería. Pero este viaje era distinto. Esta vez marchaba junto a una mujer a la que amaba más que a su propia vida. No sólo deseaba volver al hogar, sino que deseaba que ella llegase sana y salva. Cuanto más pensaba en los posibles peligros que podía encontrar a lo largo del camino, más imaginaba otros incluso más graves; pero sus vagas inquietudes no podía explicarlas fácilmente.

–Me preocupa cuánto tiempo nos llevará este viaje. Necesitamos llegar a ese glaciar antes de que termine el invierno –dijo.

–Ya me explicaste antes eso mismo –dijo Ayla–. Pero ¿por qué? ¿Qué sucedería si no llegásemos en el momento que tú dices? –preguntó la joven.

–El hielo empieza a fundirse en primavera y entonces es demasiado peligroso para intentar cruzarlo.

–Bien, si es demasiado peligroso, no lo intentaremos. Pero ¿qué haremos si no podemos cruzar? –preguntó Ayla, obligando a Jondalar a pensar en alternativas que él había rehuido hasta ese momento–. ¿Hay algún otro modo de llegar?

–No estoy seguro. El hielo que tenemos que cruzar es sólo un pequeño glaciar en forma de meseta, en las tierras altas, al norte de las grandes montañas. Hay una región al norte, pero nadie ha seguido nunca ese camino. Nos alejaría todavía más de nuestra ruta, y es muy frío. Dicen que allí el hielo del norte está más cerca y que penetra profundamente hacia el sur de esa región. La zona entre las altas montañas del sur y el gran hielo del norte es la más fría. Nunca se calienta, ni siquiera en verano –dijo Jondalar.

–Pero ¿acaso no hace frío en ese glaciar que tú quieres cruzar?

–Por supuesto, hace frío también en el glaciar, pero es un camino más corto, y una vez al otro lado, se necesitan pocos días para llegar a la Caverna de Dalanar. –Jondalar dejó el mapa en el suelo para recibir la taza con la infusión caliente que Ayla le tendía y miró un momento el contenido humeante–. Imagino que podríamos intentar una ruta por el norte, rodeando el glaciar de la meseta, si fuera necesario, pero no lo deseo. Y de todos modos, ése es terreno llano –intentó explicar.

–¿Quieres decir que la gente del clan vive al norte de ese glaciar que nosotros debemos cruzar? –preguntó Ayla, deteniéndose cuando ya se disponía a retirar de la bandeja el recipiente. Sentía una extraña mezcla de temor y excitación.

–Lo siento. Creo que debería llamarlos gente del clan, pero no son los mismos que tú conoces. Viven muy lejos de aquí, no podrías imaginar cuán lejos. De ningún modo son los mismos.

–En realidad sí, Jondalar –dijo Ayla, y bebió un sorbo del líquido caliente y espeso–. Quizá su lenguaje cotidiano y sus costumbres sean un tanto distintos, pero la gente del clan tiene los mismos recuerdos, por lo menos los que se refieren a los hechos más antiguos. Incluso en la Reunión del Clan todos conocían el antiguo lenguaje de los signos, que se usa para invocar al mundo de los espíritus y se comunicaban entre ellos utilizándolo –dijo Ayla.

–Pero no quieren vernos en su territorio –dijo Jondalar–. Ya nos explicaron eso cuando Thonolan y yo estuvimos en la orilla prohibida del río.

–Estoy segura de que lo que dices es cierto. La gente del clan no quiere estar cerca de los Otros. De modo que si no podemos cruzar el glaciar cuando lleguemos allí, y tampoco podemos rodearlo, ¿qué haremos? –preguntó Ayla, volviendo al problema inicial–. ¿No podríamos esperar hasta que el glaciar nos ofrezca seguridad para reanudar la marcha?

–Sí; imagino que tendremos que hacer eso, pero puede transcurrir un año hasta el invierno próximo.

–Pero si esperamos un año, ¿lo lograremos? ¿Hay algún lugar donde podamos esperar?

–Bueno, sí; podríamos vivir con cierta gente. Los losadunai siempre se mostraron amistosos. Pero, Ayla, quiero volver a casa –dijo Jondalar, con un tono tan angustiado que ella comprendió cuán importante era para él–. Deseo que nos asentemos.

–Jondalar, yo también quiero asentarme y creo que deberíamos hacer todo cuanto esté a nuestro alcance para llegar allí cuando todavía sea segura la travesía por el glaciar. Pero si es demasiado tarde, eso no significa que no volvamos a tu hogar. Significa únicamente una espera más prolongada. Y continuaríamos juntos.

–Es cierto –asintió Jondalar, aunque con un aire muy poco feliz–. Creo que no sería tan grave si, en efecto, llegásemos tarde, pero no quiero esperar un año entero –dijo, y después frunció el entrecejo–. Y tal vez si fuésemos por el otro camino, llegaríamos a tiempo. Aún no es demasiado tarde.

–¿Hay otra manera de llegar?

–Sí; Talut me explicó que podíamos rodear el extremo norte de la cordillera a la cual nos estamos acercando. Y Rutan, del Campamento del Espolín, dijo que el camino estaba al noroeste de este lugar. He estado pensando que quizá deberíamos seguir esa ruta, pero había abrigado la esperanza de ver una vez más a los sharamudoi. Si no los veo ahora, creo que nunca volveré a encontrarme con ellos. Y esa gente vive cerca del extremo sur de las montañas, a lo largo del Río de la Gran Madre –aclaró Jondalar.

Ayla asintió, en actitud reflexiva. «Ahora lo entiendo», pensó.

–Los sharamudoi son la gente con la que tú viviste un tiempo y tu hermano se unió con una mujer de ese pueblo, ¿verdad?

–Sí; para mí es como si fueran de mi familia.

–En ese caso, por supuesto debemos ir hacia el sur, y así podrás visitarlos por última vez. Tú amas a esa gente. Si eso significa que no podemos llegar a tiempo al glaciar, aguardaremos hasta la temporada siguiente para cruzar. Incluso si eso significase esperar otro año antes de llegar a tu hogar, ¿no crees que valdría la pena ese retraso para ver de nuevo a tu otra familia? Si parte de la razón por la cual quieres volver a tu hogar es comunicar a tu madre lo que le sucedió a tu hermano, ¿no crees que los sharamudoi querrán saber a su vez lo que le pasó? También eran parte de su familia.

Jondalar acentuó el ceño, pero después se le iluminó la cara.

–Tienes razón, Ayla. Querrán saber lo que le sucedió a Thonolan. Estaba tan preocupado tratando de decidir cuál era la actitud acertada, que no pensé demasiado en eso.

Sonrió, aliviado.

Jondalar contempló las llamas que bailoteaban sobre los trozos de madera ennegrecida, saltando y brincando en alegre crepitar poco duradero, mientras con su luz rechazaban las sombras. Sorbió su infusión, sin dejar de pensar en el largo viaje que les esperaba, pero ya no se sentía tan angustiado. Miró a Ayla.

–Era necesario comentar el problema. Creo que todavía no me he acostumbrado a hacer partícipe de mis preocupaciones a otra persona. Además, me parece que lograremos cruzar a tiempo; si no fuera así, no habría comenzado por elegir esta ruta. El viaje será más largo, pero por lo menos conozco bien los lugares que atravesaremos. En cambio, no conozco el camino del norte.

–Jondalar, creo que has adoptado la decisión más apropiada. Si pudiera, si no hubiese recibido la maldición de la muerte, yo visitaría el clan de Brun –dijo Ayla. Y después agregó, en voz tan baja que él apenas pudo oírla–: Si pudiera, si realmente pudiera, iría a ver a Durc por última vez.

El acento desfalleciente y vacío de la voz de Ayla advirtió a Jondalar de que en ese momento ella sentía profundamente su pérdida.

–Ayla, ¿deseas tratar de encontrarle?

–Sí; por supuesto que lo deseo, pero no puedo. Solamente conseguiría turbar a todos. Sobre mí recayó la maldición. Si me viesen, creerían que soy un espíritu maligno. Estoy muerta para ellos, y no puedo hacer ni decir nada que les convenza de que estoy viva.

Los ojos de Ayla parecieron quedarse fijos en un lugar muy lejano, pero en realidad estaban viendo una imagen interior, un recuerdo.

Other books

Wicked Prey by John Sandford
Clockworks and Corsets by Regina Riley
Northlight by Wheeler, Deborah
Trouble in Transylvania by Barbara Wilson
Echoes of the Heart by Webb, Carole
Slightly Tempted by Mary Balogh