Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla amaba al joven lobo como habría amado a un niño inteligente y encantador, pero sus sentimientos hacia el caballo eran de otra índole. Whinney había compartido su aislamiento; habían crecido tan cerca una de la otra como rara vez podrían hacerlo dos criaturas tan distintas. Se conocían, se comprendían y confiaban la una en la otra. La yegua amarilla no era sólo una compañía animal útil, o un animal preferido, o incluso un niño bienamado. Whinney había sido la única compañía de Ayla a lo largo de varios años, y era su amiga.
Pero la primera vez que Ayla montó sobre la yegua y cabalgó como el viento fue un acto espontáneo, hasta irracional. Recordaba con toda claridad la excitación que había vivido durante aquella experiencia. Al principio, ella no se esforzó de manera consciente por conducir al caballo, pero eran dos seres que mantenían una relación tan íntima que la mutua comprensión se acentuó con cada cabalgada.
Mientras esperaba a que Jondalar terminase, Ayla observó cómo Lobo masticaba juguetonamente el zapato, y pensó en la posibilidad de controlar una costumbre tan destructiva. Sus ojos se posaron casualmente en la vegetación que crecía en el lugar donde habían acampado. Limitadas por la alta orilla del lado opuesto del río, que se curvaba para formar un brusco recodo, las tierras bajas de aquel lado se inundaban todos los años, dejando un sedimento fértil que alimentaba una fecunda variedad de matorrales, hierbas e incluso pequeños árboles, así como los abundantes pastos que se extendían a lo lejos. Ayla siempre prestaba atención a las plantas que crecían cerca. Para ella era una segunda naturaleza tomar conciencia de todo lo que crecía, y su conocimiento estaba tan arraigado que era casi instintivo en ella catalogarlo e interpretarlo.
Vio una planta de gayuba, un brezal enano de verdor permanente con hojas pequeñas, correosas, de un verde profundo, y abundancia de florecillas blancas, redondas, con su toque rosado, que prometían una abundante cosecha de bayas rojas. Aunque eran ácidas y un tanto astringentes, tenían buen sabor cuando se las cocía con otros alimentos; pero más que por su valor alimenticio, Ayla sabía que el jugo de la baya era eficaz para aliviar la sensación ardiente que se sentía al orinar, sobre todo cuando la sangre hacía que la orina adquiriese un color sonrosado.
Cerca había una planta de rábano picante con flores blancas agrupadas en un ramillete, al extremo de tallos con hojas estrechas y pequeñas, y más abajo, hojas verdes largas, puntiagudas, con matices oscuros y brillantes que crecían en el suelo. La raíz era robusta y bastante larga, con un aroma acre y un sabor cálido y ardiente. En cantidades muy pequeñas, proporcionaba a las carnes un sabor agradable, pero Ayla se sentía más intrigada por su uso medicinal como estimulante del estómago y como diurético, y también por su aplicación sobre las articulaciones doloridas e inflamadas. Pensó en la posibilidad de detenerse para recoger algunas plantas, pero después decidió que probablemente no valía la pena perder tiempo.
No obstante, echó mano sin vacilar del palo puntiagudo de cavar cuando vio la artemisa. La raíz era uno de los ingredientes de su infusión matutina especial, la que bebía durante su período lunar, cuando sangraba. En otras ocasiones usaba distintas plantas, en particular el trébol dorado, que siempre crecía sobre otras plantas y a menudo las mataba. Mucho tiempo atrás Iza le había hablado de las plantas mágicas, cuyas propiedades podían conferir al espíritu de su tótem fuerza suficiente para derrotar al espíritu del tótem de un hombre, de modo que un niño no comenzara a crecer dentro de su cuerpo. Iza siempre le había advertido que no debía decírselo a nadie, y menos todavía a un hombre.
Ayla no tenía muy claro si eran los espíritus los que engendraban a los niños. Creía que un hombre tenía más que ver con el asunto, pero, de todos modos, las plantas secretas eran eficaces. La vida nueva no comenzaba en ella cuando bebía las infusiones especiales, y para el caso poco importaba que hubiera estado o no cerca de un hombre. No era que ella pensase en oponerse cuando se asentaran en un lugar, pero Jondalar le había hecho comprender que, en vista del largo viaje que les esperaba, era peligroso que se quedase embarazada en el camino.
Mientras extraía la raíz de la artemisa y sacudía la tierra, vio las hojas en forma de corazón y las largas flores tubulares amarillas de la serpentaria, que era idónea para prevenir el aborto. Con un estremecimiento de dolor, recordó la vez que Iza había ido a buscar la planta para ella. Cuando se incorporó y fue a depositar las raíces frescas que acababa de recoger en un canasto especial colocado casi encima de una de las canastas que Whinney cargaba, vio que la yegua mordisqueaba selectivamente los extremos de las plantas de avena silvestre. Pensó que eran unas semillas que también le gustaban una vez cocidas; su mente continuaba de forma automática la catalogación medicinal, agregó la información de que las flores y los tallos facilitaban la digestión.
El caballo había defecado y Ayla observó las moscas que zumbaban alrededor de los excrementos. Pensó que, en ciertas estaciones, los insectos podían ser terribles, y decidió buscar plantas para repelerlos. ¿Quién sabía qué clase de territorio tendrían que atravesar?
En su recorrido superficial de la vegetación local vio un arbusto espinoso que reconoció como perteneciente a la variedad del ajenjo, de sabor amargo y fuerte olor a alcanfor; pensó que no era un repelente de insectos, pero tenía sus aplicaciones. Cerca había geranios, especies silvestres con hojas muy dentadas y flores rosadas y rojizas de cinco pétalos, los cuales daban frutos semejantes a los picos de las cigüeñas. Las hojas secas y molidas ayudaban a detener las hemorragias y sanaban las heridas; preparadas como infusión curaban las llagas y sarpullidos bucales, y las raíces eran buenas para la diarrea y otros problemas estomacales. Tenían un sabor acre y áspero, pero eran lo bastante suaves para administrarlas a los niños y los ancianos.
Cuando volvió los ojos hacia Jondalar, vio de nuevo a Lobo, que continuaba masticando el zapato. De pronto, suspendió sus cavilaciones y concentró su atención en las últimas plantas que había visto. ¿Por qué habían atraído su atención? Algo en ellas parecía importante. De golpe comprendió. Extendió rápidamente la mano hacia el palo de cavar y comenzó a abrir el suelo alrededor del ajenjo de sabor acre con fuerte olor a alcanfor, y después junto al geranio áspero, astringente, pero relativamente inofensivo.
Jondalar había montado y se preparaba para reanudar la marcha cuando se volvió hacia ella.
–Ayla, ¿por qué estás recolectando plantas? Tenemos que continuar. ¿Realmente las necesitas ahora?
–Sí –dijo ella–, no tardaré mucho –agregó, y comenzó a extraer la raíz larga y gruesa del rábano picante, con el sabor cálido y ardiente–. Creo que he descubierto el modo de mantenerlo alejado de nuestras cosas –dijo Ayla, señalando al joven lobo que juguetonamente masticaba lo que quedaba del zapato de cuero–. Voy a preparar un «repelente contra Lobo».
Desde el lugar donde habían acampado enfilaron hacia el sudeste, para regresar al río cuyo curso habían venido siguiendo. El polvo que el viento esparcía se había aquietado durante la noche, y en el aire despejado y limpio el cielo infinito revelaba el límite lejano del horizonte, que antes estaba sumido en sombras. Mientras cabalgaban a través del campo, el paisaje entero de un extremo a otro de la Tierra, de norte a sur, de este a oeste, ondulando y agitándose, siempre en movimiento, era todo hierba; una vasta, inmensa pradera. Los pocos árboles que crecían únicamente cerca de los cursos de agua, destacaban de la vegetación dominante. Pero la magnitud de la planicie cubierta de hierba era la más extensa que los viajeros habían visto en su vida.
Láminas macizas de hielo, de dos, tres, cinco e incluso ocho kilómetros de espesor, cubrían los confines de la Tierra y se extendían a las áreas septentrionales, aplastando la corteza pétrea del continente y deprimiendo el propio lecho de rocas con un peso inverosímil. Al sur del hielo estaban las estepas –prados fríos y secos tan anchos como el continente, que se extendían desde el océano occidental hasta el mar oriental. Toda la tierra que bordeaba el hielo era una inmensa llanura de hierba. Por doquier, recorriendo la inmensidad, desde el valle bajo hasta la colina azotada por el viento, había hierba. Las montañas, los ríos, los lagos y los mares que suministraban humedad suficiente a los árboles eran las únicas interrupciones en el carácter esencialmente de pastizales de las tierras septentrionales durante la Edad del Hielo.
Ayla y Jondalar notaron que el nivel del suelo comenzaba a descender hacia el valle del río más ancho, pese a que aún estaban a cierta distancia del agua. Al poco rato se vieron rodeados por hierbas más altas. Esforzándose por ver por encima de las matas de dos metros y medio de altura, incluso montada en Whinney, Ayla podía divisar poco más que la cabeza y los hombros de Jondalar entre los extremos plumosos y los tallos que se balanceaban con sus florecillas minúsculas de color dorado que adquirían un matiz levemente rojizo a cierta altura, sobre los tallos delgados de color verdeazul. De tanto en tanto veía al caballo pardo oscuro, pero reconocía a Corredor sólo porque sabía que era él. Le alegraba la ventaja de que gozaban gracias a la altura de los caballos. Ayla sabía que si hubieran ido andando habría sido como atravesar un espeso bosque de altos hierbajos verdes agitados por el viento.
De cualquier modo, las hierbas no eran obstáculo a pesar de su tamaño, pues se separaban fácilmente frente a ellos a medida que cabalgaban, pero podían ver sólo a poca distancia de los tallos más próximos; por detrás la hierba volvía a cerrarse, dejando escaso rastro del camino ya recorrido. La visión de ambos estaba limitada a la zona más próxima que les rodeaba, como si hubieran llevado consigo un receptáculo de su propio espacio a medida que avanzaban. Con sólo la brillante incandescencia para marcar la senda conocida en el claro y alto azul del cielo, y los tallos que se inclinaban para señalar la dirección del viento dominante, les habría sido más difícil encontrar el camino, y muy fácil separarse.
Mientras cabalgaba, Ayla escuchaba el silbido del viento y el zumbido agudo de los mosquitos que revoloteaban junto a su oído. Hacía calor y reinaba una atmósfera sofocante en medio de la densa vegetación. Aunque alcanzaba a ver las altas gramíneas que se balanceaban, apenas sentía la caricia del viento. El zumbido de las moscas y un repentino olor a estiércol fresco le indicaron que Corredor había defecado recientemente. Aunque el corcel no se hubiera encontrado a corta distancia, algunos pasos por delante, Ayla habría sabido que el joven animal había pasado por allí. Conocía su olor tan bien como el de la yegua que montaba y el olor de su propio cuerpo. Alrededor prevalecía el denso aroma a humus de la tierra y el perfume verde de la vegetación que brotaba. Ayla no clasificaba los olores como buenos o malos; utilizaba su nariz, igual que usaba sus ojos y sus oídos, con consciente discriminación, para facilitar la investigación y el análisis del mundo perceptible.
Al cabo de un rato, la monotonía del paisaje, largos tallos verdes tras largos tallos verdes, el movimiento rítmico del caballo y el cálido sol que caía casi a plomo sobre sus cabezas, provocó cierto letargo en Ayla; estaba despierta, pero no del todo consciente. Los tallos de hierba repetitivos, altos, delgados, entrecruzándose, se convirtieron en una mancha que ella ya no veía. En cambio, comenzó a oler la restante vegetación. Como de costumbre, allí crecían muchas más plantas que gramíneas y Ayla lo anotó mentalmente, sin pensar conscientemente en ello. Era sencillamente el modo de percibir su propio ambiente.
Allí, pensaba Ayla, en ese espacio abierto –practicado por algún animal al revolcarse– estaban los pies de ánade, como los llamaba Nezzie, y el amaranto que crecía cerca de la caverna del clan. Ayla murmuró que debía recoger un poco, pero no hizo ningún esfuerzo en ese sentido. Aquella planta, con las flores amarillas y las hojas enroscadas alrededor del tallo, era un repollo silvestre. Convendría cogerlo para la noche, pero lo dejó pasar. Aquellas flores de color azul púrpura, con hojitas, eran la algarroba, y tenían muchas vainas. ¿Ya serían comestibles? Probablemente no. Allá delante, una flor ancha y blanca, con el centro redondeado y rosado, era la zanahoria silvestre. Le pareció que Corredor acababa de pisar algunas de las hojas. Usaría su palo de cavar, pero había más a lo lejos. Al parecer había gran cantidad de zanahorias silvestres. Podía esperar; hacía demasiado calor. Trató de espantar un par de moscas que zumbaban alrededor de sus cabellos empapados de sudor. Hacía rato que no veía a Lobo. ¿Dónde estaría?
Se volvió en busca del lobo y vio que marchaba a poca distancia de la yegua, olisqueando el terreno. El animal se detuvo, alzó la cabeza para captar otro olor, y después desapareció entre los pastos, a la izquierda de su ama. Ayla vio una gran libélula azul de alas manchadas, asustada por el paso del lobo a través de la densa cortina animada, la cual revoloteaba alrededor del lugar donde él había estado, como si quisiera marcarlo. Poco después, un graznido y un batir de alas anunciaron la repentina aparición de una gran avutarda que echaba a volar. Ayla buscó su honda, que llevaba rodeándole la cabeza a la altura de la frente. Era un buen lugar para echar mano rápidamente del arma, y además le mantenía sujetos los cabellos.
Pero la enorme avutarda –con su docena de kilogramos, el ave más pesada de las estepas– volaba rápido a pesar de su tamaño, y estuvo fuera de alcance antes de que Ayla extrajese una piedra de su bolsa. Observó cómo el ave moteada, de alas blancas con bordes oscuros, aumentaba su velocidad, la cabeza tendida hacia delante, las patas hacia atrás, alejándose. Ayla pensó entonces que debería haber prestado atención al olor percibido por Lobo. La avutarda hubiera sido una maravillosa comida para los tres, y hasta habría sobrado bastante carne.
–Lástima no haber sido más rápidos –dijo Jondalar.
Ayla advirtió que Jondalar guardaba en el canasto una lanza liviana y el artefacto lanzador. Asintió, mientras volvía a colocarse la honda de cuero alrededor de la frente.
–Ojalá hubiese aprendido a usar el palo arrojadizo de Brezie –se lamentó–. Es mucho más rápido. Cuando nos detuvimos junto al pantano en el que anidaban tantos pájaros, de camino para cazar mamuts, parecía increíble lo rápido que era con él. Y podía abatir más de un pájaro cada vez.