Las llanuras del tránsito (6 page)

–Era buena; pero probablemente practicó con ese palo arrojadizo tanto tiempo como tú con tu honda. No creo que esa clase de habilidad se aprenda en una temporada.

–Pero si estas hierbas no fueran tan altas, yo podría haber visto lo que Lobo perseguía a tiempo para preparar la honda y algunas piedras. Pensé que sólo era un ratón de campo.

–Tendríamos que mantener los ojos abiertos por si Lobo levanta otra presa –dijo Jondalar.

–Yo tengo los ojos abiertos. ¡Pero no alcanzo a ver nada! –dijo Ayla. Elevó los ojos al cielo para verificar la posición del sol y estiró el cuello para mirar por encima de la hierba–. Tienes razón –convino–. No nos vendría mal conseguir carne fresca para la noche. He visto toda clase de plantas que son buenas para comer. Había pensado detenerme para recoger algunas, pero me parece que abundan por todas partes; prefiero hacerlo después y comerlas frescas, y no cuando este sol tan abrasador las haya marchitado. Aún nos queda un poco de la carne asada de bisonte que nos dieron en el Campamento del Espolín, pero sólo durará una comida más, y no veo motivo para consumir la carne seca en esta época del año, cuando hay mucho alimento fresco alrededor. ¿Cuánto falta para que nos detengamos?

–Creo que no estamos lejos del río..., aquí hace más fresco y estas hierbas altas suelen crecer en las tierras bajas, alrededor del agua. Cuando lleguemos a la orilla, empezaremos a buscar un lugar para acampar mientras seguimos el curso del río –dijo Jondalar, y reanudó la marcha.

La zona de hierbas altas se prolongó todo el camino hasta la orilla del río, aunque ahora también había grupos de árboles junto a la pendiente húmeda. Se detuvieron para permitir que los caballos bebiesen, y desmontaron para saciar su propia sed, utilizando un canastito de apretado tejido como cucharón y taza. Lobo apareció poco después y sació ruidosamente su sed; después, se echó y miró a Ayla, con la lengua fuera y un fuerte jadeo.

Ayla sonrió.

–Lobo también tiene calor. Creo que ha estado explorando –dijo–. Me gustaría saber lo que ha descubierto. Ve mucho más que nosotros en este lugar de hierbas altas.

–Quisiera dejarlas atrás antes de acampar. Estoy acostumbrado a ver más lejos, y esta vegetación consigue que me sienta como encerrado. No sé lo que ocurre a pocos metros, y quiero saber lo que hay a mi alrededor –dijo Jondalar, mientras se acercaba a su caballo. Apoyó la mano sobre el lomo de Corredor, justo debajo de la crin dura y rizada; luego, con un enérgico salto, pasó una pierna y, ayudándose con los brazos, se instaló a lomos del robusto corcel. Antes de comenzar a descender el curso del río, alejó al caballo de la orilla de tierra blanda, hasta encontrar un terreno más firme.

Las grandes estepas no constituían en modo alguno un paisaje vasto y monótono de tallos que se mecían grácilmente. Las hierbas altas crecían en ciertas zonas en las que había abundante humedad y donde también existía gran variedad de otras plantas. Dominada por vegetales de más de un metro y medio de altura, que en ocasiones alcanzaban los cuatro metros –grandes tallos azules bulbosos, espolines empenachados y cañuelas de las praderas–, la policromía de los prados sumaba una diversidad de hierbas florecidas de hojas anchas: aster y uña de caballo; la hierba del moro, amarilla y con muchos pétalos, y los grandes cuernos blancos de la datura; el maní y la zanahoria silvestre, los nabos y los repollos; el rábano picante, la mostaza y las cebolletas; el lis, los lirios y el botón de oro; grosellas y fresas; frambuesas rojas y negras.

En las regiones semiáridas de lluvias escasas, crecían los pastos bajos, que alcanzaban una altura inferior a los cuarenta y cinco centímetros. Se mantenían cerca del suelo, y la mayor parte de su desarrollo tenía lugar en la parte de abajo y retoñaban con pujanza sobre todo en tiempo de sequía. Compartían la tierra con el matorral, y en especial con las artemisas, con el ajenjo y la salvia.

Entre estos dos extremos se encontraban los pastos de mediana altura, que ocupaban los lugares demasiado fríos para el pasto bajo o demasiado secos para el pasto alto. Estos prados de humedad moderada también podían ser coloridos; abundaban las plantas en flor mezcladas con la tupida alfombra de avena silvestre, cebada carricera y, sobre todo, en las laderas y las tierras altas, las hierbas pequeñas. La espartina crecía en las tierras más húmedas; el pasto de hojas ahusadas en lugares más fríos formados por suelos áridos y pedregosos. Había también muchas juncias –plantas de tallos sólidos, que se unían con las hojas que brotaban de los tallos de la hierba–, algunas incluso de corola esponjosa, sobre todo en la tundra y los suelos más húmedos. En los pantanos abundaban los carrizos, las espadañas y las aneas.

Hacía más fresco cerca del río y, a medida que anochecía, Ayla sentía impulsos contradictorios. Deseaba darse prisa y dejar atrás los pastos altos y sofocantes, pero también quería detenerse y recoger algunos de los vegetales que veía a lo largo del camino para incorporarlos a la comida nocturna. Comenzó a percibir un ritmo que la enervaba: sí, se detendría; no, no lo haría. Era un ritmo que se repetía una y otra vez en su cerebro.

Pronto el propio ritmo superó el significado de las palabras, y un latido silencioso que suscitaba en ella la sensación de un sonido muy alto intensificó su aprensión. Era inquietante la sensación de un sonido profundo y estridente que ella no alcanza a oír. Su malestar se acentuó a causa de las altas hierbas que la envolvían permitiéndole ver algo, pero no a suficiente distancia. Estaba acostumbrada a ver a lo lejos, a contemplar amplios paisajes, o por lo menos a ver más allá de la avasalladora cortina de vegetación. A medida que avanzaron, el sentimiento se acentuó, como si todo estuviera acercándose a ellos o como si se aproximaran a la fuente del sonido silencioso.

Ayla advirtió que el terreno aparecía pisoteado en varios lugares; arrugó la nariz cuando percibió un olor fuerte, acre y almizclado, y trató de identificarlo. De pronto, oyó un sordo gruñido que provenía de la garganta de Lobo.

–¡Jondalar! –gritó, y vio que él se había detenido y alzado una mano, para indicarle que no continuase. Sí, allí delante había algo. De pronto, surcó el aire un grito poderoso, estridente y resonante.

Capítulo 3

–¡Lobo! ¡Quédate aquí! –ordenó Ayla al joven animal que, movido por la inquietud, pugnaba por adelantarse. Ayla descendió del lomo de Whinney y caminó para acercarse a Jondalar, que también había desmontado y avanzaba cautelosamente a través de las hierbas menos tupidas que había al frente, en dirección a los alaridos y al sordo retumbar del suelo. Llegó al lado de Jondalar cuando éste se había detenido, y ambos apartaron los últimos tallos altos para tratar de averiguar lo que pasaba. Ayla dobló una rodilla para sujetar a Lobo al mismo tiempo que miraba, sin poder apartar los ojos de la escena que se producía en el claro.

Un agitado rebaño de mamuts lanudos se movía de un lado a otro; al comer habían dejado un enorme claro cerca del borde de la zona de hierbas altas; un mamut grande necesitaba más de trescientos kilos de alimento diario. Por lo tanto, un rebaño podía limpiar rápidamente de vegetación una zona considerable. Había animales de diferentes edades y tamaños, hasta algunos que sin duda habían nacido apenas unas semanas antes. Eso significaba que era un rebaño formado principalmente por hembras emparentadas: madres, hijas, hermanas y tías, acompañadas de sus retoños; una familia grande dirigida por una vieja matriarca sabia y astuta, una hembra visiblemente más corpulenta.

A primera vista, un pardo rojizo parecía ser el color dominante en los mamuts lanudos, pero un examen más atento revelaba muchos matices diferentes. Algunos eran más rojos, otros más pardos y otros tendían al amarillo y al oro, y no pocos parecían casi negros vistos desde lejos. Un pelaje espeso, de doble capa, los cubría por completo, desde los anchos troncos y las orejas excepcionalmente pequeñas, hasta las colas cortas que terminaban en mechones oscuros, así como las patas robustas y las anchas pezuñas. Las dos capas de pelo contribuían a acentuar las diferencias de color.

Aunque gran parte del vellón tibio, denso, sorprendentemente suave, había crecido en un período anterior al del verano, ya había comenzado la aparición del pelo del año siguiente y tenía un color más claro que la capa superior esponjosa, aunque más tosca, que protegía del viento al animal, proporcionándole además profundidad y diferentes matices. Los pelos externos más oscuros, de diferentes longitudes, algunos hasta de un metro de largo, colgaban como una falda de los flancos y formaban una masa espesa que partía del abdomen y la papada –la piel floja del cuello y el pecho– formando un colchón bajo el animal cuando éste se tumbaba en el suelo helado.

Ayla miraba fascinada a una pareja de mellizos jóvenes de hermoso pelaje de color rojo dorado, acentuado por los largos pelos negros del reborde, que asomaban detrás de las enormes patas y la larga falda ocre de la madre que los protegía.

El pelo color pardo oscuro de la vieja líder aparecía salpicado de gris. Ayla también divisó los pájaros blancos que eran permanentes compañeros de los mamuts, tolerados e ignorados, ya eligieran posarse sobre una cabeza melenuda, o evitasen hábilmente una enorme pata, mientras se alimentaban de los insectos que merodeaban alrededor de las grandes bestias.

Lobo gimió, ansioso por investigar más de cerca a los gigantescos animales, pero Ayla lo contuvo, mientras Jondalar retiraba la cuerda del canasto de Whinney. La guía encanecida se volvió para mirar hacia donde ellos estaban; permaneció así un buen rato –vieron que tenía quebrado uno de sus largos colmillos– y, después, desvió su atención hacia cosas más importantes.

Sólo los machos muy jóvenes permanecían con las hembras; generalmente se separaban del rebaño natal algún tiempo después de alcanzar la pubertad, alrededor de los doce años, pero varios solteros jóvenes, incluso unos pocos de más edad, pertenecían a este grupo. Los había atraído una hembra de pelaje castaño oscuro. Estaba en celo y era la causa de la conmoción que Ayla y Jondalar habían oído. Una hembra en celo, es decir, en el período reproductor en el que las hembras podían concebir, resultaba sexualmente atractiva para todos los machos, a veces en mayor grado de lo que a ella le hubiera gustado.

La hembra de pelaje castaño acababa de reunirse con su grupo de familia, después de separarse de tres machos jóvenes de poco más de veinte años, que habían estado persiguiéndola. Los machos que habían renunciado a su intento, aunque sólo de momento, se mantenían a cierta distancia del apretado rebaño que descansaba mientras ella buscaba respiro después del ajetreo en medio de las hembras excitadas. Una cría de dos años corrió hacia el objeto de la atención del macho y fue saludado con un suave toque de una trompa; encontró uno de los dos pechos entre las patas delanteras de la hembra y comenzó a mamar, mientras ella arrancaba una carga de forraje. Los machos la habían perseguido y acosado el día entero y había tenido escasa oportunidad de alimentar a su cría, ni siquiera de comer o beber ella misma. Tampoco ahora se le ofrecerían demasiadas posibilidades.

Un macho de tamaño mediano se aproximó al rebaño y comenzó a tocar a las restantes hembras con la trompa, entre las patas traseras, a bastante distancia de la cola, oliendo y saboreando para comprobar su disposición. Como los mamuts continuaban creciendo a lo largo de toda su vida, las proporciones de este ejemplar indicaban que era mayor que los tres que habían estado persiguiendo antes a la hembra en celo; probablemente tenía más de treinta años. Al verlo acercarse, la hembra de pelaje castaño se alejó a trote rápido. El macho abandonó inmediatamente a las otras hembras y partió tras ella. Ayla contuvo una exclamación cuando el animal liberó de su envoltura el órgano enorme y éste comenzó a hincharse para formar una S larga y curva.

Jondalar, que estaba en pie al lado de Ayla, oyó la respiración de ésta y le echó una ojeada. Ella se volvió a mirarlo, y los ojos de ambos, igualmente asombrados y maravillados, se encontraron y sostuvieron la mirada unos instantes. Aunque ambos habían cazado mamuts, ninguno de ellos había observado muy a menudo y tan de cerca a las grandes bestias lanudas; y ninguno de ellos las había visto jamás acoplarse.

Mientras observaba a su compañera, Jondalar notó que la sangre se aceleraba en sus venas. Ella estaba excitada, sonrojada, la boca entreabierta; respiraba de prisa, y sus ojos, muy abiertos, emitían un centelleo de curiosidad. Fascinados por el sobrecogedor espectáculo de aquellas dos enormes criaturas que se disponían a honrar a la Gran Madre Tierra, tal como ella lo exigía a todos sus hijos, se dieron la vuelta y retrocedieron con rapidez.

Entretanto, la hembra describió un amplio arco, manteniéndose alejada del corpulento macho, y logró regresar al rebaño de su familia, aunque eso no modificó mucho la situación. Poco después volvía a ser perseguida. Un macho la alcanzó y comenzó a montarla, pero ella no cooperó y se lo quitó de encima, si bien el animal alcanzó a salpicarle las patas traseras. A veces, la cría trataba de seguir a la hembra castaña que continuaba zafándose de los solteros, hasta que por fin decidió permanecer con las otras hembras. Jondalar se preguntó por qué lucharía tanto por evitar a los machos interesados. ¿Acaso no esperaría la Madre que también las hembras de mamut le rindiesen honores?

Como si se hubieran puesto de acuerdo para detenerse y comer, hubo un rato de silencio; todos los mamuts se desplazaron lentamente hacia el sur, entre los altos pastos, arrancando rítmicamente un montón de hierba tras otro. En las escasas ocasiones en que estaba a salvo de la persecución de los machos, la hembra de pelaje castaño permanecía con la cabeza inclinada; tenía aspecto de estar muy fatigada mientras intentaba comer.

Los mamuts pasaron la mayor parte del día y la noche comiendo. Aunque fuese un alimento más basto y de peor calidad –incluso podían comer pedazos de corteza arrancados con los colmillos– era su comida más habitual en invierno; los mamuts necesitaban consumir enormes cantidades de sustancias fibrosas para sostenerse. En los varios centenares de kilos de vegetales que consumían todos los días y que pasaban por su cuerpo en el lapso de doce horas, se incluía una porción pequeña pero necesaria de plantas de hoja ancha que eran más nutritivas, y a veces algunas hojas bien elegidas de sauce, haya o aliso, cuyo valor alimenticio era más elevado que el de las ásperas hierbas altas y los juncos, aunque podían ser tóxicos para los mamuts si los ingerían en gran cantidad.

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