Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Vio pulsatilas de color azul púrpura, erguidas y bellas, surgiendo entre las hojas que se abrían, cubiertas de fino vello; casi sin proponérselo, su mente evocó las aplicaciones medicinales –la planta seca era útil para aliviar las jaquecas y las indisposiciones femeninas–, pero la planta le agradaba tanto por su belleza como por su utilidad. Atrajeron su mirada los ásteres alpinos de largos y finos pétalos amarillos y violetas, que crecían partiendo de rosetas de hojas sedosas y velludas, y la idea fugaz se convirtió en la tentación consciente de coger unas pocas, así como algunas de las restantes flores, sin otro motivo que el ansia de gozar de su belleza. Pero ¿dónde las pondría? De todos modos, pensó, acabarían marchitándose.
Jondalar empezaba a preguntarse si el campamento señalado les habría pasado inadvertido, o si la distancia que les separaba del mismo era mayor de lo que había creído. Aunque de mala gana, estaba a punto de llegar a la conclusión de que tendrían que acampar pronto y dejar para el día siguiente la búsqueda del campamento en cuestión. Por esa razón, y debido también a la necesidad de cazar, probablemente perderían otro día, y él no creía que pudieran dilapidar tanto tiempo. Estaba tan enfrascado en sus pensamientos, preocupado ante la posibilidad de haberse equivocado al continuar hacia el sur y las desastrosas consecuencias que su error podría acarrear, que no prestó mayor atención a la conmoción que se producía en una colina, a su derecha, aparte de comprobar que aparentemente se trataba de una manada de hienas que habían cobrado una presa.
Aunque a menudo comían carroña, y cuando estaban hambrientas se satisfacían con repulsivos cadáveres descompuestos, las grandes hienas, dotadas de poderosas mandíbulas que hasta podían cortar huesos, también eran eficaces cazadoras. Habían abatido a una cría de bisonte, un animal de un año, casi adulto, que aún no estaba del todo desarrollado. Su inexperiencia con los métodos de los depredadores le había ocasionado la muerte. En las inmediaciones había algunos bisontes más que parecían sentirse seguros una vez que uno de ellos había sucumbido; entretanto, otro ejemplar observaba a las hienas y mugía inquieto ante el olor de la sangre fresca.
A diferencia de los mamuts y los caballos de la estepa, que no eran excepcionalmente grandes para su especie, los bisontes eran gigantes. El que estaba más cerca medía casi dos metros en la cruz, y tenía el tórax y el tronco corpulentos, si bien los flancos eran casi gráciles. Tenía los cascos pequeños, adaptados a una carrera muy veloz sobre los suelos secos y firmes, y evitaba los pantanos en los cuales podía quedar atrapado. La cabeza grande estaba protegida por macizos y largos cuernos negros, que medían un metro ochenta y se curvaban hacia fuera y después hacia arriba. El abundante pelaje pardo oscuro era espeso, sobre todo en el tórax y los omoplatos. El bisonte tendía a hacer frente a los vientos fríos, y estaba mejor protegido en la parte delantera, en donde el pelo le caía en mechones que alcanzaban una longitud de setenta y cinco centímetros; hasta la corta cola estaba cubierta de pelos.
Aunque la mayor parte eran herbívoros, no todos ingerían idéntico alimento. Poseían sistemas digestivos distintos y diferentes hábitos, alcanzaban formas sutilmente diversas de adaptación. Los tallos muy fibrosos que mantenían a los caballos y los mamuts no eran suficientes para el bisonte y otros rumiantes. Necesitaban vainas y hojas con un contenido más elevado de proteínas; en consecuencia, el bisonte prefería las hierbas cortas y más nutritivas de las regiones más secas. Sólo se aventuraban en las regiones de hierbas medianas y altas de las estepas cuando buscaban nuevos territorios, sobre todo en primavera, el período en que todas las áreas abundaban en pastos y hierbas frescas; era también la única época del año en que crecían los huesos y los cuernos de estos animales. La primavera prolongada, húmeda y fértil de las praderas periglaciares ofrecía al bisonte y a otros animales una prolongada estación que facilitaba el crecimiento, lo que determinaba que alcanzaran proporciones gigantescas.
Como consecuencia de su humor sombrío e introspectivo, transcurrieron unos instantes antes de que Jondalar advirtiese las posibilidades de la escena que se desarrollaba en la colina. Cuando echó mano de su lanzador de venablos y de una lanza, con la idea de abatir también él un bisonte, como habían hecho las hienas, Ayla ya había calibrado la situación y había decidido pasar a la acción de una forma un tanto distinta.
–¡Jai! ¡Jai! ¡Fuera de ahí! ¡Fuera, sucias bestias! ¡Salid de ahí! –gritó, lanzando a Whinney al galope sobre ellas, mientras disparaba piedras con su honda. Lobo estaba al lado de Ayla, y parecía complacido consigo mismo, mientras gruñía y emitía agudos ladridos de amenaza dedicados a la manada en retirada.
Algunos aullidos de dolor demostraron que las piedras de Ayla habían dado en el blanco, pese a que había moderado la fuerza del arma, apuntando a lugares del cuerpo que no eran vitales. De habérselo propuesto, las piedras podrían haber sido fatales; no hubiera sido la primera vez que mataba una hiena, mas no era ésta su intención.
–¿Qué estás haciendo, Ayla? –preguntó Jondalar, que cabalgó hacia ella mientras Ayla se aproximaba al bisonte muerto por las hienas.
–Echar de aquí a esas hienas repulsivas y sucias –dijo Ayla, aunque era evidente que ése había sido su propósito.
–¿Por qué?
–Porque tendrán que compartir con nosotros el bisonte –contestó ella.
–Precisamente me proponía cazar uno de los que están aquí cerca –dijo Jondalar.
–No necesitamos un bisonte entero, a menos que nos propongamos secar la carne, y éste es joven y tierno. Los que están alrededor son casi todos machos viejos y duros –explicó Ayla mientras descendía de Whinney para apartar a Lobo del animal muerto.
Jondalar miró con mayor atención a los machos gigantescos, que también habían retrocedido ante la acometida de Ayla, y después al animal joven tendido en el suelo.
–Tienes razón. Es un rebaño de machos. Y éste probablemente hacía poco que dejó el rebaño de su madre y acababa de unirse a este grupo de machos. Todavía le quedaba mucho que aprender.
–Está recién muerto –anunció Ayla después de examinarlo–. Sólo le han desgarrado la garganta, la tripa y también el flanco, pero poco. Podemos coger lo que necesitamos y dejarles el resto. Así no hará falta que nos entretengamos en tratar de abatir uno de los otros. Son rápidos cuando corren y podrían escapar. Me parece que junto al río he visto un lugar que tal vez haya sido un campamento. Si es el que buscamos, aún tendré tiempo de preparar algo bueno esta noche con todo lo que hemos cogido y esta carne.
Ayla ya estaba ocupada en cortar la piel del animal desde el estómago hasta el flanco antes de que Jondalar hubiese acabado de comprender todo lo que ella había dicho. Todo había sucedido con demasiada rapidez, pero de pronto se disiparon todas las inquietudes que hasta entonces había abrigado ante la perspectiva de perder un día más debido a la necesidad de cazar y buscar el campamento.
–Ayla, ¡eres maravillosa! –exclamó sonriente, mientras bajaba del joven corcel. Extrajo un afilado cuchillo de pedernal, engastado en un mango de marfil, que llevaba guardado en una vaina de duro cuero crudo colgada del cinturón, y se acercó para ayudar a cortar las partes que ellos necesitaban–. Es lo que me encanta de ti. Siempre tienes sorpresas que se convierten en buenas ideas. Llevemos también la lengua. Lástima que se hayan comido el hígado, pero al fin y al cabo ellos lo cazaron.
–No me importa que les pertenezca –dijo Ayla–, siempre que sea una presa reciente. Me arrebataron muchas cosas. No me importa quitarles algo a esos perversos animales. ¡Detesto a las hienas!
–Las odias mucho, ¿verdad? Nunca te he oído hablar así de otros animales, ni siquiera de los glotones, que a veces comen carne descompuesta, son más crueles y huelen peor.
La manada de hienas se había reagrupado para regresar junto al bisonte con el que esperaban alimentarse y expresaban con gruñidos su desagrado. Ayla lanzó contra ellas algunas piedras más para obligarlas a retroceder. Una de ellas aulló, y varias emitieron una risa estridente y tartajosa que le puso la piel de gallina. Cuando las hienas decidieron arriesgarse de nuevo y afrontar la honda, Ayla y Jondalar ya habían conseguido lo que deseaban.
Se alejaron a caballo, descendiendo por un barranco en dirección al río; Ayla iba delante, mientras el resto del bisonte quedaba atrás con las bestias que gruñían y habían regresado con rapidez para reanudar la tarea de despedazarlo.
Las señales que la joven había visto no eran las del propio campamento, sino un montón de piedras que indicaban el camino. Bajo la pila de piedras había algunos alimentos secos de emergencia, varias herramientas y otros objetos, elementos para hacer fuego y una plataforma con un poco de yesca seca, así como una piel bastante dura con parches de pelo que estaba desprendiéndose. De todos modos, podía proteger un poco del frío, pero ya era necesario reemplazarla. Cerca del extremo superior del túmulo, bien asegurado por pesadas piedras, estaba el extremo roto de un colmillo de mamut cuya punta señalaba un gran peñasco parcialmente sumergido en mitad del río. Sobre él había pintado en rojo un rombo horizontal, con el ángulo en V del extremo derecho repetido dos veces, formando el dibujo de un cheurón que apuntaba río abajo.
Después de dejar todo tal como lo habían encontrado, siguieron el curso del río hasta llegar a un segundo túmulo con un colmillo pequeño que apuntaba tierra adentro, hacia un agradable claro apartado del río, rodeado de hayas y alisos, con algún que otro pino. Divisaron un tercer túmulo, y cuando llegaron a la altura del mismo, descubrieron que se encontraba al lado de una pequeña fuente de agua límpida y dulce. También había raciones de emergencia y diferentes objetos en el interior del montón de piedras, además de una gran lámina de cuero que, a pesar de ser muy dura, podía convertirse en una tienda o en una pared protectora. Detrás del túmulo, cerca de un círculo de piedras que rodeaba un pozo poco profundo oscurecido por el carbón vegetal, se veía una pila de leña y restos de madera arrastrados hasta allí por el agua.
–Es conveniente conocer este lugar –dijo Jondalar–. Me alegro de que no necesitemos usar estos elementos, pero si viviera en esta región y necesitara utilizarlos, me tranquilizaría saber que están aquí.
–Es una buena idea –convino Ayla, maravillada ante la previsión de quienes habían planeado y organizado el campamento.
Retiraron rápidamente los canastos y los frenos de los caballos, enrollaron las cuerdas y los cordeles gruesos que los sujetaban y dejaron a los animales en libertad de pastar y descansar. Sonrieron al ver que Corredor, sin perder un minuto, se echaba sobre la hierba y se revolcaba, como si le picara todo el cuerpo y ansiara rascarse con premura.
–Yo también tengo calor y me escuece el cuerpo –dijo Ayla, desatando los cordeles que unían las suaves cubiertas superiores de su calzado para quitárselo. Aflojó el cinturón, que sostenía la vaina de un cuchillo y varias bolsitas, se despojó de un collar de cuentas de marfil, del que colgaba un bolso decorado, y se quitó también la túnica y los pantalones; a continuación, corrió hacia el agua y Lobo la acompañó saltando–. ¿Vienes tú también? –preguntó a Jondalar.
–Después –contestó éste–. Prefiero esperar hasta que haya conseguido la leña, porque no deseo acostarme sucio de tierra y polvo de corteza.
Ayla volvió poco después, poniéndose la túnica y los pantalones que utilizaba por la noche, pero conservó el mismo cinturón y el collar. Jondalar había abierto algunos fardos y ella le ayudó a organizar el campamento. Ya habían creado un sistema de colaboración que no les exigía adoptar decisiones repentinas. Entre los dos armaron la tienda; extendieron sobre el suelo un lienzo ovalado y después clavaron en la tierra delgadas estacas de madera para sostener una lámina de cuero formada por varias pieles cosidas entre sí. La tienda cónica tenía las paredes redondeadas y una abertura en el extremo superior para permitir el paso del humo si necesitaban hacer fuego dentro, aunque esto solía ocurrir raras veces; había, además, una solapa suplementaria cosida por la parte interior, para cerrar el respiradero si el estado del tiempo así lo requería.
Colocaron cuerdas bien apretadas alrededor de la base de la tienda, para fijarla a las estacas clavadas en el suelo. Si soplaban vientos fuertes, podía unirse el lienzo de la base con el cuero de la tienda mediante cuerdas adicionales, y la solapa de la entrada podía afirmarse con mucha solidez. Llevaban consigo una segunda lámina de cuero para obtener una tienda de pared doble, mejor aislada, aunque hasta ahora la habían utilizado en pocas ocasiones.
Sacaron las pieles para dormir, extendiéndolas a lo largo del óvalo, de modo que en el interior sólo quedó el espacio indispensable para guardar a sendos lados los canastos y otras pertenencias, y para permitir que Lobo durmiese a los pies de ambos si hacía mal tiempo. Al principio habían utilizado dos pieles de dormir distintas, pero pronto se las habían ingeniado para combinarlas, con el fin de dormir juntos. Una vez montada la tienda, Jondalar fue a recoger más leña, con el propósito de reemplazar la que habían gastado, y Ayla por su parte comenzó a preparar la comida.
Aunque sabía encender el fuego con los elementos que había en el túmulo, es decir, haciendo girar la larga varilla entre las palmas contra la plataforma lisa de madera para formar una brasa que producía llama al soplarla, el equipo que Ayla utilizaba para hacer fuego era único. Cuando vivía sola en su valle, había hecho un descubrimiento. Por casualidad había recogido un pedazo de pirita de hierro del lecho de piedras junto al arroyo, en lugar del percutor que utilizaba para fabricarse nuevas herramientas con el pedernal. Como había encendido fuego a menudo, comprendió enseguida lo que podía obtener cuando el choque de la pirita de hierro con el pedernal provocó una chispa bastante duradera que le quemó la pierna.
Al principio necesitó hacer varias pruebas, pero no tardó en descubrir cómo sacar el mejor partido del uso del pedernal. En adelante fue capaz de hacer fuego con más rapidez de lo que jamás hubieran llegado siquiera a imaginar los que usaban la varilla y la plataforma, afanándose lo indecible. La primera vez que Jondalar la vio en acción, no podía creerlo, y aquella maravilla contribuyó a que la aceptaran en el Campamento del León cuando Talut propuso que la adoptasen. Estaban convencidos de que ella lo hacía mediante la magia.