Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Cuando miró hacia atrás, Jondalar creyó ver humo elevándose desde la alta colina que estaba en el lado opuesto del río, más allá del último risco que habían rodeado poco antes. Pensó que quizá habría gente en las cercanías, pero no volvió a ver el humo a pesar de que se volvió a mirar varias veces en la misma dirección.
Por la tarde remontaron el curso de un pequeño afluente, atravesando un bosque abierto de sauces y abedules de ramas desnudas que les condujo a un bosquecillo de pinos piñoneros. Las noches heladas habían hecho posible la formación de una capa transparente de hielo en la superficie de un estanque de aguas quietas. Los bordes del arroyuelo estaban congelados, pero el agua todavía corría libremente en el centro, y Jondalar y Ayla decidieron acampar cerca de la orilla.
Ráfagas de nieve seca comenzaron a azotar el campo, y cubrieron de blanco las laderas que miraban hacia el norte.
Whinney estaba nerviosa desde que había visto la manada lejana de caballos, razón por la que Ayla se sentía inquieta a su vez, por lo que decidió ponerle el cabestro a su yegua esa noche, y con una larga cuerda ató al animal a un sólido pino. Jondalar aseguró la cuerda de Corredor a un árbol que estaba cerca de la yegua. A continuación se dedicaron a recoger leña y arrancaron las ramas secas que todavía estaban unidas a los troncos de los pinos, bajo las ramas vivas; el pueblo de Jondalar siempre denominaba «leña de las mujeres» a esta clase de ramas. Se daban en la mayor parte de las coníferas, y hasta con tiempo muy lluvioso solía estar seca. Podía ser recogida sin necesidad de usar hacha ni cuchillo. Encendieron una hoguera junto a la entrada de la tienda y dejaron la entrada abierta para calentar el interior.
Una liebre, cuyo pelaje ya estaba cambiando hacia el blanco, atravesó el campamento en el preciso momento en que Jondalar estaba probando el dispositivo de su lanzavenablos con una nueva lanza, confeccionada las últimas noches. Arrojó la lanza casi por instinto, pero se sorprendió cuando el arma de mango más corto, con una punta más pequeña, fabricada con pedernal y no con hueso, dio en el blanco. Se acercó, recogió la liebre y trató de retirar el arma. Como no salía fácilmente, sacó su cuchillo, cortó la punta y comprobó complacido que la nueva lanza estaba intacta.
–Aquí tenemos carne para esta noche –dijo satisfecho, mientras entregaba la liebre a Ayla–. Parece como si hubiera pasado por aquí adrede para que yo pudiese probar las nuevas lanzas. Son ligeras y cómodas. Tendrás que probarlas.
–Creo que lo más probable es que hayamos acampado en el camino que la liebre solía seguir. De todos modos, ha sido un buen tiro. Me gustaría probar la lanza ligera, claro que sí; pero de momento me conformaré con asar tu liebre y veré dónde puedo encontrar el resto de nuestra cena.
Ayla extrajo las entrañas del animal, pero no le quitó el cuero, porque no quería perder la grasa de invierno. Después, ensartó la liebre en una rama de sauce aguzada y la acercó al fuego, sosteniéndola con dos varas bifurcadas. Al rato, y a pesar de que tuvo que romper el hielo para extraerlas, Ayla recogió varias raíces de espadaña y los rizomas de algunos helechos dulces. Con una piedra redondeada lo machacó todo en un cuenco de madera, con un poco de agua, a fin de separar las fibras duras y correosas, y luego dejó que la pulpa blanca, rica en almidón, se asentara en la base del recipiente, mientras buscaba en su depósito para comprobar si disponía de otros elementos.
Cuando el almidón se asentó y el líquido estuvo casi limpio, Ayla derramó cuidadosamente la mayor parte del agua, y agregó bayas de saúco secas. Mientras esperaba que las bayas se hincharan y absorbieran más agua, desprendió la corteza externa de un abedul, raspó parte de la capa interna de tejido vascular, suave, dulce y comestible, y lo agregó a su mezcla de almidón y bayas. Cogió varias piñas, y cuando las acercó al fuego, se alegró al descubrir que algunas todavía tenían grandes piñones de cáscara dura, que el fuego había ayudado a quebrar.
Una vez asada la liebre, abrió en varios lugares la piel ennegrecida, y frotó el interior con unas piedras colocadas junto al fuego, con el propósito de que la grasa las untara. Después, retiró pequeños puñados de la masa de almidón, mezclada con las bayas, el helecho dulce y sabroso, y la savia dulzona y espesa del tejido vascular del abedul, y los depositó sobre las piedras calientes.
Jondalar había estado observándola. Ayla aún lograba sorprenderle con su amplio conocimiento de las cosas vivas. La mayoría de la gente, y sobre todo las mujeres, sabían encontrar plantas comestibles, pero nunca había conocido a nadie que supiera tanto. Cuando ella terminó de cocer varios de los bizcochos esponjosos, sin levadura, Jondalar probó un bocado.
–Está delicioso –afirmó–. De veras, Ayla, francamente me sorprendes. No hay mucha gente capaz de encontrar alimento en las plantas durante el frío del invierno.
–Jondalar, éste todavía no es el frío del invierno, y no es tan difícil encontrar ahora elementos comestibles. Ya verás cuando el suelo esté congelado –dijo Ayla, y retiró del asador la liebre, arrancó el cuero terso y ennegrecido, y puso la carne en la fuente de marfil de mamut, de la cual ambos comerían.
–Creo que incluso así encontrarás algo que comer.
–Pero quizá no sean plantas –replicó ella, mientras le pasaba una tierna pata de liebre.
Cuando terminaron de consumir la liebre y los bizcochos de raíz de espadaña, Ayla le dio a Lobo los restos, e incluso los huesos. Comenzó a preparar su infusión de hierbas, y agregó un poco del sobrante de la corteza de abedul para darle más sabor. Seguidamente retiró del borde del fuego las piñas del pino y ambos se sentaron un rato junto al fuego, para beber la infusión y comer piñones cuya cáscara partían con piedras o con los dientes. Se sentían a gusto, pero la prudencia les aconsejaba partir temprano, en vista de lo cual echaron una ojeada a los caballos para asegurarse de que estaban bien, y a continuación se acostaron, cubriéndose con cálidas pieles para pasar la noche.
Ayla contempló el corredor de una cueva larga y sinuosa, y la línea de hogueras que mostraban el camino iluminando hermosas formas fluctuantes. Vio una que se asemejaba a la larga cola flotante de un caballo. Cuando se aproximó, el animal de color amarillo leonado relinchó y agitó la cola oscura, como invitándola a acercarse. Ayla continuó caminando, pero la cueva rocosa se oscureció, y las estalactitas se cerraron sobre su cabeza.
Bajó la mirada para ver dónde pisaba, y cuando la levantó, advirtió que, en realidad, no la llamaba un caballo, sino un hombre. Trató de averiguar quién era, y la sobresaltó ver que Creb emergía de las sombras. La invitó a acercarse, exhortándola a que se diera prisa para llegar junto a él; después, dándole la espalda, se alejó cojeando.
Ayla comenzó a seguirle, y de pronto escuchó el relincho de un caballo. Cuando se volvió a mirar a la yegua amarilla, la cola oscura desapareció entre un rebaño de caballos de colas igualmente oscuras. Los persiguió, pero ellos se convirtieron primero en piedra oscilante y a continuación en una maraña de columnas de piedra. Cuando miró hacia atrás, Creb estaba desapareciendo por un túnel oscuro.
Corrió tras él, tratando de alcanzarle, hasta que llegó a una bifurcación, pero no sabía cuál de los caminos habría seguido Creb. La dominó el pánico, y miró a un lado y a otro. Por fin, tomó el de la derecha y descubrió que un hombre estaba de pie en el centro, bloqueándole el paso.
¡Era Jeren! Ocupaba todo el corredor, y estaba de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, meneando la cabeza en un gesto negativo. Ayla le rogó que le permitiera pasar, pero él no entendió. Entonces, con una vara corta tallada, señaló hacia la pared que estaba detrás de Ayla.
Cuando se volvió para mirar, vio un caballo amarillo oscuro en plena carrera, y un hombre de cabello rubio que corría detrás. De pronto, el rebaño rodeó al hombre e impidió que ella lo viera. El estómago se le contrajo a causa del miedo. Cuando Ayla corrió hacia él, oyó el relincho de los caballos, y Jeren estaba en la entrada de la cueva, haciéndole gestos apremiantes, diciéndole que se diera prisa, antes de que fuese demasiado tarde. De repente, el retumbar de los cascos de los caballos cobró más intensidad. Ayla oyó relinchos, resoplidos, y con un sentimiento cada vez más intenso de pánico, el alarido de un caballo.
Ayla despertó bruscamente. Jondalar también se incorporó. Se produjo una conmoción frente a la tienda, un estrépito de caballos que relinchaban y coceaban. Oyeron el gruñido de Lobo, y después un alarido de dolor. Apartaron las mantas y salieron rápidamente de la tienda.
Estaba muy oscuro, la luna era apenas visible e iluminaba poco, pero en el bosque de pinos había más caballos que los dos que habían dejado allí. Lo sabían por los ruidos, aunque no podían ver nada. Cuando Ayla corrió tratando de acercarse a los caballos, tropezó con una raíz que afloraba, cayó pesadamente al suelo y quedó sin aliento.
–¡Ayla! ¿Estás bien? –preguntó Jondalar, que la buscaba en la oscuridad después de haberla oído caer.
–Aquí estoy –contestó ella, con voz ronca, logrando recuperar el aliento. Sintió las manos de Jondalar y trató de incorporarse. Cuando oyeron el ruido de los caballos que se alejaban a la carrera en la noche, Ayla se incorporó y los dos se acercaron deprisa al lugar donde habían atado los caballos. ¡Whinney no estaba!
–¡Se ha ido! –exclamó Ayla. Silbó y gritó el nombre de la yegua. Oyó la respuesta de un relincho lejano.
–¡Es ella! ¡Es Whinney! Esos caballos se la han llevado. ¡Tengo que ir a buscarla! –La mujer echó a correr en pos de los caballos, avanzando a tientas en la oscuridad del bosque.
Jondalar consiguió alcanzarla a los pocos metros.
–¡Ayla, espera! ¡No podemos ir ahora, está muy oscuro! ¡Ni siquiera puedes ver por dónde caminas!
–¡Pero, Jondalar, tengo que traerla!
–La traeremos; por la mañana... –La calmó Jondalar, abrazándola.
–Por la mañana habrán desaparecido –gimió la mujer.
–Pero entonces habrá luz y veremos las huellas. Los seguiremos. Ayla, podremos recuperarla. Te lo prometo, daremos con ella.
–¡Oh! Jondalar. ¿Qué haré sin Whinney? Es mi amiga. Durante mucho tiempo fue mi única amiga –dijo Ayla, cediendo a la lógica de la argumentación de Jondalar, pero echándose a llorar.
El hombre la sostuvo y la dejó llorar; después, dijo:
–De momento, necesitamos saber si también Corredor ha desaparecido y encontrar a Lobo.
De pronto, Ayla recordó que había escuchado el alarido de dolor del lobo y comenzó a preocuparse por él, así como por el caballo más joven. Silbó para llamar a Lobo, y también emitió un sonido que usaba para llamar a los caballos.
Oyeron primero un relincho y después un gemido. Jondalar fue a buscar a Corredor, y Ayla tendió el oído, guiándose por los quejidos del lobo, hasta que lo encontró. Se inclinó para reconfortar al animal y sintió algo húmedo y viscoso.
–¡Lobo! ¡Estás herido! –Trató de cogerlo para llevarlo junto al fuego, donde podía avivar las llamas y ver lo que le pasaba. Lobo aulló de dolor cuando ella trastabilló bajo su peso. Después se debatió para apartarse de Ayla, pero se sostuvo sobre sus propias patas, y aunque ella sabía que eso le costaba cierto esfuerzo, el animal regresó caminando al campamento.
También Jondalar apareció al poco rato, conduciendo a Corredor, y encontró a Ayla ocupada en avivar el fuego.
–La cuerda ha resistido –anunció el hombre. Se había acostumbrado a usar cuerdas sólidas para sujetar al caballo, ya que éste siempre le había acarreado más dificultades que Whinney a Ayla.
–Me alegro de que esté a salvo –dijo la mujer, abrazando el cuello del animal, aunque acto seguido retrocedió para mirarle con más atención, porque necesitaba asegurarse–. Jondalar, ¿por qué no habré usado una cuerda más resistente? –Su tono revelaba que se sentía irritada consigo misma–. Si hubiera tenido más cuidado, Whinney no se habría ido.
Su relación con la yegua era más estrecha. Whinney era una amiga que hacía cuanto ella deseaba porque el propio animal así lo quería, y Ayla a lo sumo utilizaba una cuerda delgada para evitar que la yegua se alejara mucho. Eso siempre había sido suficiente.
–Ayla, no ha sido culpa tuya. Esa manada no buscaba a Corredor. Quería una yegua, no un garañón. Whinney no se habría marchado si los caballos no la hubiesen obligado.
–Sin embargo, yo sabía que esos caballos estaban cerca, y debería haber imaginado que vendrían en busca de Whinney. Ahora ha desaparecido, e incluso Lobo está herido.
–¿Es muy grave? –se interesó Jondalar.
–No lo sé –dijo Ayla–. Le duele mucho cuando le toco y no puedo estar segura, pero creo que tiene una costilla muy golpeada o rota. Seguramente recibió una coz. Le daré algo para calmar el dolor y trataré de examinarlo más a fondo por la mañana..., antes de que vayamos a buscar a Whinney. –De pronto extendió la mano hacia el hombre–. Jondalar, ¿qué haré si no la encontramos? ¿Qué haré si la he perdido para siempre? –exclamó.
–Mira, Ayla –dijo Jondalar, doblando una rodilla para examinar el terreno cubierto con las marcas de los cascos de los caballos–. Estoy seguro de que anoche la manada entera estuvo aquí. Las huellas son claras. Te dije que sería fácil seguirles la pista en cuanto amaneciera.
Ayla miró a su vez las huellas y después se volvió hacia el noroeste, en la dirección que parecían seguir los caballos. Estaban cerca de la linde del borde del bosquecillo y Ayla podía ver a gran distancia a través de la llanura abierta cubierta de hierba, pero, por mucho que se esforzara, no alcanzaba a divisar un solo caballo. «Aquí, las huellas son bastante claras», pensó, «pero ¿quién sabe cuánto tiempo podremos seguirlas?».
La joven no había dormido ni un minuto después de la salvaje incursión de los caballos, al descubrir que su querida amiga había desaparecido. Tan pronto aclaró, y el firmamento pasó del ébano oscuro al índigo, Ayla se levantó, aunque aún no era posible distinguir los accidentes del terreno. Había avivado el fuego y puso a calentar el agua para preparar la infusión, mientras el cielo cambiaba según un espectro monocromático de matices cada vez más claros de azul.
Lobo se había acercado subrepticiamente a la joven, enfrascada en sus pensamientos, clavados los ojos en las llamas, por lo que tuvo que gemir para atraer la atención de Ayla. Ésta aprovechó la oportunidad para examinarlo con cuidado. Aunque el lobo se encogió cuando ella le hundió profundamente los dedos en el cuerpo, Ayla comprobó complacida que no había fractura, aunque el golpe era bastante serio. Jondalar se levantó poco después de que ella preparara la bebida caliente de la mañana y bastante antes de que hubiese claridad para buscar huellas.