Las llanuras del tránsito (79 page)

Ayla hizo una señal a Lobo y retrocedió hasta verse fuera de la cueva. Advirtió que tenía la honda en la mano y la guardó bajo el cinto, al mismo tiempo que en su cara aparecía un gesto de inquietud. ¿De qué servía una honda contra un oso de las cavernas? Ayla deseaba que el oso hubiera comenzado su largo sueño y que su presencia no le hubiese perturbado. Se apresuró a cubrir con tierra el fuego y a apagar las últimas brasas; luego recogió el canasto y la alforja y se apartó de la cueva. Felizmente, no habían distribuido gran parte de las cosas. Volvió en busca de la alforja de Jondalar, y después arrastró las angarillas. Acababa de levantar su alforja para alejarla todavía más, cuando Jondalar apareció con los recipientes llenos de agua.

–Ayla, ¿qué haces? –se extrañó.

–Hay un oso de las cavernas ahí dentro –dijo la joven. Al ver el gesto aprensivo de Jondalar, agregó–: Creo que inició su largo sueño, pero en ocasiones se mueven si les molestan al principio del invierno; por lo menos eso dicen.

–¿Quiénes lo dicen?

–Los cazadores del clan de Brun. Solía observarlos cuando hablaban de la caza... a veces –explicó Ayla. A continuación, sonrió–. No sólo a veces. Les observaba siempre que podía, sobre todo después que comencé a practicar con mi honda. Los hombres no solían prestar atención a una joven que aparentaba afanarse en sus tareas cerca de ellos. Yo sabía que nunca me enseñarían, y si les escuchaba mientras contaban historias de la caza, podía aprender. Pensé que, a lo mejor, se enfadaban si descubrían lo que yo estaba haciendo, pero ignoraba que el castigo pudiera ser tan severo..., lo comprendí después.

–Supongo que en todo caso el clan debía tener vastos conocimientos sobre los osos de las cavernas –dijo Jondalar–. ¿Crees que es peligroso permanecer aquí?

–No lo sé, pero prefiero irme.

–¿Por qué no llamas a Whinney? Tenemos tiempo de encontrar otro lugar antes de que oscurezca.

Después de pasar la noche en su tienda, al aire libre, reanudaron la marcha a primera hora de la mañana, pues deseaban alejarse lo más posible del oso de las cavernas. Jondalar no quiso perder tiempo secando la carne, y convenció a Ayla de que la temperatura era lo bastante fría para que se conservara. Quería salir cuanto antes de la región, porque allí donde había un oso, generalmente había otros animales de la misma especie.

Cuando llegaron a lo alto de un risco, se detuvieron. En aquel aire limpio, claro y frío, podían ver en todas direcciones, y el panorama era espectacular. Justo al este, la montaña nevada, de altura relativamente reducida, se elevaba al fondo, haciendo que su mirada se detuviera en la cordillera oriental, la cual estaba ahora más cerca y describía una curva alrededor de los dos viajeros. Aunque no eran excepcionalmente altas, las montañas nevadas alcanzaban su máxima altura hacia el norte, y se elevaban para formar una línea de cumbres blancas y regulares, sombreadas por azulados ventisqueros recortándose contra el cielo azul intenso.

Las nevadas montañas norteñas formaban la ancha faja externa del arco curvado; los viajeros ocupaban el arco interior, en las estribaciones de la cadena que los rodeaba, y se hallaban de pie sobre un risco situado en el extremo septentrional de la antigua cuenca que formaba la llanura central. El gran glaciar, la densa masa de hielo sólido que se había extendido desde el norte hasta cubrir casi la cuarta parte de la tierra, terminaba en una pared montañosa que quedaba oculta tras las cumbres lejanas. Hacia el noroeste, las mesetas que eran más bajas y estaban más cerca, dominaban el horizonte. En lontananza, brillando como tenue resplandor, se divisaba el glaciar norteño, cerniéndose a modo de pálido horizonte sobre las alturas más próximas. Hacia el oeste, la enorme cadena de montañas, cuya altura era mucho mayor, se perdía entre las nubes.

Las montañas lejanas que les circundaban eran grandiosas, pero la visión más sobrecogedora se encontraba más próxima. Abajo, en la profunda garganta, el curso del Río de la Gran Madre había cambiado de dirección. Ahora procedía del oeste. Cuando Ayla y Jondalar miraron hacia allí desde el risco, sus ojos se deslizaron río arriba para contemplar el curso sinuoso, y comprendieron que aquél era un momento decisivo en sus vidas.

–El glaciar que tenemos que cruzar está al oeste –dijo Jondalar, y su voz adquirió un acento lejano, acorde con sus pensamientos–, pero seguiremos el curso de la Madre; al cabo de un tiempo se desviará un poco hacia el noroeste, y más tarde, otra vez hacia el sudoeste, hasta que lleguemos a los hielos. No es un glaciar enorme, y excepto la región más elevada que está al noroeste, se trata de una superficie casi llana. Ya lo comprobarás una vez que hayamos entrado en él; es como una gran planicie alta formada por hielo. Después de cruzarlo, nos desviaremos de nuevo un poco hacia el sudoeste, pero a partir de entonces avanzaremos por regla general hacia el oeste durante todo el camino de regreso a casa.

Al atravesar el risco de piedra caliza y roca cristalina, el río, como si vacilara, como si no lograse decidir qué actitud adoptar, se deslizaba hacia el norte, después volvía en dirección al sur y más tarde tomaba de nuevo el camino del norte. Formaba así una especie de lóbulo trazado por su propio curso, para dirigirse finalmente hacia el sur a través de la llanura.

–¿Es ésa la Madre? –preguntó Ayla–. Quiero decir, ¿el río mismo, y no sólo un canal?

–Ésa es toda la Madre. Todavía es un río de buen tamaño, pero en nada parecido a lo que era –reconoció Jondalar.

–Entonces, hace un buen rato que estamos viéndolo. No lo sabía. Estaba acostumbrada a ver el Río de la Gran Madre con un caudal mucho más grande, por no hablar de cuando se desborda. Me pareció que estábamos siguiendo el curso de un canal. Hemos cruzado afluentes que eran más importantes –dijo Ayla, sintiéndose un poco decepcionada porque la enorme y caudalosa Madre de los ríos se había convertido tan sólo en otro curso de agua más.

–Estamos a gran altura. Desde aquí parece diferente. Pero no es tan pequeño como crees –explicó el hombre–. Aún tenemos que cruzar grandes afluentes, y en ciertos tramos la Madre se divide de nuevo en canales; pero poco a poco irá estrechándose. –Miró unos segundos hacia el oeste, en silencio; después, agregó–: Esto no es más que el comienzo del invierno. Conviene que lleguemos al glaciar cuanto antes... si no sucede nada que nos retrase.

Los viajeros se desviaron hacia el oeste a lo largo del risco, siguiendo la curva exterior del río. El terreno continuaba elevándose sobre el lado norte del río, hasta que, de pronto, se encontraron contemplando el panorama desde un punto más alto, a cierta distancia del pequeño lóbulo meridional. El declive en dirección oeste era bastante pronunciado; ahora enfilaron hacia el norte, descendiendo por una ladera un poco menos abrupta, entre matorrales dispersos. Al fondo, un afluente de curso sinuoso, que, procedente del noroeste, rodeaba la base de una elevada prominencia, había perforado una profunda garganta. Remontaron el curso hasta encontrar un lugar apropiado para vadearlo. En la orilla opuesta el terreno estaba formado por varias colinas; cabalgaron junto al afluente hasta que llegaron de nuevo al río de la Gran Madre. Luego, continuaron avanzando hacia el oeste.

En la dilatada llanura central sólo habían visto unos pocos afluentes, pero ahora estaban en una región en la que infinidad de ríos y arroyos alimentaban desde el norte las aguas de la Madre. Más avanzado el día, llegaron a otro gran afluente, sin poder evitar que el agua les salpicara las piernas al cruzarlo. Desde luego no era como cruzar los ríos en el cálido tiempo estival, cuando poco importaba mojarse o no. La temperatura descendía al punto de congelación durante la noche. La frialdad del agua les hizo tiritar, de modo que decidieron acampar en la orilla opuesta para secarse y entrar en calor.

Continuaron hacia el oeste. Después de atravesar el terreno montañoso, llegaron de nuevo a las tierras bajas, un pastizal pantanoso, pero que no se parecía a las tierras húmedas del curso inferior. Estaban en un paraje de suelos ácidos, más un pantano que una ciénaga, con retazos de musgos esfagníneos, que en algunos lugares estaban consolidándose y formando turba. Descubrieron que la turba ardía cuando cierto día instalaron el campamento y por casualidad encendieron fuego sobre un parche seco de esa sustancia. Al día siguiente recogieron un poco de turba para usarla en adelante como combustible.

Cuando llegaron a un afluente ancho, de aguas rápidas, el cual se abría en un gran delta en la confluencia con la Madre, decidieron remontar el curso un corto trecho, para ver si podían encontrar un sitio donde fuera más fácil cruzarlo. Dejaron atrás una bifurcación donde confluían dos ríos, siguieron el brazo de la derecha y llegaron a otra bifurcación donde aparecía otro río. Los caballos vadearon fácilmente el río más estrecho, y la bifurcación intermedia, aunque más ancha, no ofreció demasiadas dificultades. El terreno, entre la bifurcación intermedia y la que quedaba a la izquierda, era bajo y pantanoso con islotes de esfagníneas, y el cruce fue más laborioso.

En la última bifurcación, las aguas eran profundas, por lo que no hubo forma de cruzarla sin mojarse. Cuando ganaron la otra orilla, sorprendieron a un megaceros que tenía una enorme cornamenta palmeada y decidieron cazarlo. El ciervo gigante, con sus largas patas, se alejó con facilidad de los robustos caballos, si bien Corredor y Lobo lo obligaron a esforzarse para huir. Whinney, que arrastraba las angarillas, no pudo seguirlos, pero la carrera les reanimó a todos.

Jondalar, con el rostro enrojecido y azotado por el viento, echada hacia atrás la capucha de piel, sonreía al regresar. Al verle aproximarse, Ayla sintió una inexplicable punzada de amor y deseo. Jondalar se había dejado crecer la barba de color amarillo claro, como acostumbraba a hacer en invierno, para protegerse la cara, y a la joven siempre le agradaba verle con barba. Jondalar se complacía en decir que Ayla era hermosa, pero a juicio de ésta él también lo era.

–¡Ese animal sabe lo que es correr! –exclamó Jondalar–. ¿Has visto qué cornamenta tan magnífica? Uno de los cuernos seguramente tiene el doble de mi tamaño.

–Era enorme y muy bello. –Ayla sonrió a su vez–. Sin embargo, me alegro de que haya escapado. De todos modos, era demasiado grande para nosotros. No hubiéramos podido llevar tanta carne, y habría sido injusto matarlo puesto que no lo necesitábamos.

Regresaron a la Madre, y aunque las ropas se habían secado parcialmente, buscaron un sitio adecuado para montar el campamento y cambiarse. Una vez instalados, colgaron las ropas mojadas cerca del fuego, para que se secaran del todo.

Al día siguiente enfilaron hacia el oeste; después, el río se desvió hacia el noroeste. Lejos, más allá del agua, divisaron otro risco de gran altura. La elevada prominencia, que se extendía a lo largo de toda la distancia que la separaba del Río de la Gran Madre, era la prolongación noroeste más lejana, la última que verían, de la gran cadena de montañas que les había acompañado casi desde el principio. Entonces se encontraba al oeste de los dos viajeros, quienes habían rodeado el ancho extremo meridional, siguiendo el curso inferior del Río de la Gran Madre. Más adelante las blancas cumbres de las montañas les habían acompañado en el lado oeste, formando un gran arco, mientras atravesaban la llanura central junto al sinuoso curso medio del río. El risco que se alzaba frente a ellos, que avanzaba hacia el oeste a lo largo del curso superior de la Madre, era la última estribación.

No hallaron otros afluentes que desembocaran en el largo río; sólo cuando estaban a punto de alcanzar la cima del risco, Ayla y Jondalar comprendieron que sin duda habían viajado de nuevo entre varios canales. El río que procedía del este, al pie del promontorio rocoso, era el otro extremo del canal septentrional de la Madre. Desde allí, el río corría junto al risco de una alta montaña que se elevaba en el lado opuesto; pero en las riberas había tierras bajas lo suficientemente extensas para permitir que cabalgaran en torno de la base del elevado promontorio de rocas.

Cruzaron otro gran afluente en el lado opuesto del risco, un río cuyo ancho valle señalaba la separación entre los dos grupos de cordilleras. Las elevadas colinas que se levantaban al oeste constituían la estribación oriental más lejana de la enorme cadena montañosa. La altura del risco descendía al quedar a espaldas de los viajeros, y el Río de la Gran Madre se dividió de nuevo en tres canales. Siguieron la orilla externa del curso de agua más septentrional, a través de las estepas de una cuenca más pequeña, al norte, la cual era una continuación de la planicie central.

En los tiempos en que la cuenca central había sido un gran mar, este ancho valle fluvial de estepas cubiertas de hierba, así como las turbas pantanosas y los páramos de las tierras anegadas a los costados del río, al igual que los pastizales que se extendían al norte, eran todos ellos brazos de mar del antiguo caudal interior de agua. La curva interna de la cadena montañosa oriental incluía puntos débiles de la dura corteza terrestre, los cuales se habían convertido en respiraderos de los grandes derrames de material volcánico. Este material, combinado con los antiguos depósitos marinos y el loess arrastrado por el viento, creó un suelo rico y fértil, aunque los esqueléticos bosques invernales eran la única prueba de ello.

Las ramas sin hojas de unos pocos abedules que crecían en la ribera chocaban contra los duros salientes, agitados por el viento cruel procedente del norte. Los matorrales secos, los juncos y los helechos muertos cubrían las orillas en las que se formaban capas de hielo que irían espesándose hasta crear una sucesión de diques irregulares; marcaban el comienzo de los témpanos de hielo de la primavera. En la faz septentrional y el terreno más elevado de las colinas onduladas en la divisoria de aguas del valle, el viento peinaba los campos de heno gris con sus movimientos rítmicos, y las ramas de color verde oscuro de los abetos y los pinos se balanceaban y temblaban en movimientos erráticos que se orientaban hacia los lugares más protegidos, de cara al sur. El polvo de nieve se agitaba en remolinos aquí y allá, para posarse después en el suelo.

El tiempo era ya muy frío, pero los torbellinos de nieve no representaban un obstáculo. Los caballos, el lobo e incluso los humanos estaban acostumbrados a las estepas de loess del norte, con su frío seco y las suaves nevadas invernales. Ayla empezaría a preocuparse sólo cuando nevara intensamente, lo que podía ser causa de que los caballos se atascasen y fatigaran, cosa que dificultaría la búsqueda de alimentos. De momento, otra cosa la inquietaba. Había visto caballos a lo lejos; también Whinney y Corredor habían advertido la presencia de aquéllos.

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