Las llanuras del tránsito (75 page)

Lobo apareció con una tercera perdiz en la boca. Ayla desmontó, y a una señal de la joven, el lobo dejó su presa a los pies de su ama. Después se sentó y la miró, muy complacido, con una suave pluma blanca colgándole todavía de un costado de sus fauces.

–Lobo, eso ha estado bien –elogió Ayla, mientras aferraba el espeso collar de pelo y acercaba su frente a la del animal. Después, se volvió hacia el caballo–. Whinney, esta mujer aprecia tu ayuda –dijo en su lengua especial, formada por signos del clan y por suaves resoplidos parecidos a los del caballo. La yegua alzó la cabeza, relinchó y se acercó más a la mujer. Ayla le sostuvo la cabeza y le sopló en los ollares, intercambiando olores de reconocimiento y amistad.

Antes de emprender el regreso, retorció el pescuezo de un pájaro que aún no estaba muerto; después, con unos juncos, ató juntas las patas emplumadas de las presas. Montó a caballo y metió las perdices en la alforja que tenía detrás. En el camino de vuelta encontró perdices de nuevo y no pudo resistir la tentación de atrapar otro par más. Con dos piedras abatió dos aves, pero erró el tiro cuando quiso derribar una tercera. Lobo cazó una, y esta vez Ayla consintió que se la quedara.

Pensó que las cocería todas al mismo tiempo, para comparar las dos clases de sabor. Reservaría las sobras para el día siguiente. A continuación comenzó a pensar en lo que emplearía para rellenar las cavidades. Si hubieran estado anidando, habría utilizado los huevos de las propias aves; pero de todos modos, cuando vivía con los mamutoi acostumbraba a usar granos. Sin embargo, necesitaría mucho tiempo para recoger una cantidad suficiente de ellos. Cosechar granos silvestres era un proceso laborioso y que, además, exigía la colaboración de un grupo de personas. Las grandes raíces extraídas del suelo podían ser apropiadas, quizá de zanahorias y cebollas silvestres.

Mientras pensaba en la comida que prepararía, la joven no prestaba demasiada atención a lo que la rodeaba, pero no pudo dejar de advertir que Whinney se había detenido por completo. La yegua movió la cabeza y relinchó, después se mantuvo perfectamente inmóvil, pero Ayla sintió que estaba tensa. En realidad, la yegua temblaba, y la mujer no tardó en comprender cuál era la razón de aquella actitud.

Capítulo 23

Montada en Whinney, la joven miraba al frente y experimentaba una aprensión indescriptible, un temor que nacía de lo más hondo de su ser y le provocaba un profundo escalofrío. Cerró los ojos y sacudió la cabeza para rechazar la desagradable sensación. Al fin y al cabo, no había nada que temer. Abrió los ojos y miró otra vez la nutrida manada de caballos que tenía delante. ¿Qué había de terrible en una manada de caballos?

La mayor parte de los caballos les observaban, y la atención de Whinney también estaba tan intensamente concentrada en los miembros de su especie como la de éstos en ella. Ayla ordenó a Lobo que permaneciera quieto, pues advirtió que sentía una gran curiosidad y estaba ansioso por investigar. Después de todo, los caballos eran atacados con frecuencia por lobos y aquellos animales salvajes se sobresaltarían si Lobo se acercaba demasiado.

Cuando Ayla estudió más atentamente la manada sin tenerlas todas consigo acerca de lo que ellos o Whinney harían, advirtió que no era una sola manada, sino dos grupos diferentes. Predominaban las yeguas con sus potrillos; Ayla supuso que la que se mantenía en una actitud agresiva, delante de las restantes, era la yegua madre. Detrás, había un grupo más pequeño de solteros. De pronto, vio que uno se destacaba entre ellos y después no pudo apartar la mirada. Era el caballo más extraño que ella había visto nunca.

La mayoría de los caballos presentaban variaciones del amarillo leonado de Whinney, algunos tendían más al rojizo y otros ostentaban tonos más claros. El color castaño de Corredor era desusado, Ayla nunca había visto un caballo de pelaje tan oscuro como el suyo; pero el color del corcel del rebaño era igualmente extraño, aunque representaba la otra cara de la moneda. Ayla jamás había visto un caballo de pelaje tan claro. El animal adulto y bien formado que se aproximaba cauteloso era totalmente blanco.

Antes de ver a Whinney, el semental blanco había estado ocupándose de mantener a distancia a los restantes machos. Con ello les demostraba que, si no se acercaban demasiado, podía tolerar su presencia, pues no era la temporada del acoplamiento de los caballos; pero él era el único que tenía derecho a mezclarse con las hembras. Sin embargo, la súbita aparición de una hembra extraña despertó su interés y atrajo también la atención del resto de los caballos.

Por naturaleza, los caballos eran animales gregarios, les gustaba unirse con otros caballos. En particular las hembras tendían a establecer relaciones permanentes, pero a diferencia del esquema propio de la mayor parte de los animales de rebaño, según el cual las hijas permanecían con sus madres en grupos de parentesco cercano, los caballos formaban por lo general rebaños de hembras no emparentadas entre sí. Las yeguas jóvenes solían abandonar el grupo original cuando alcanzaban la edad adulta, alrededor de los dos años. Establecían entonces jerarquías de dominio, con privilegios y beneficios para las yeguas de alto rango y sus crías –incluido el derecho de ser las primeras en tener acceso al agua y las mejores áreas de pasto–, mas los vínculos entre ellas estaban consolidados ya que compartían galanteos y otras actividades amistosas.

Aunque peleaban juguetonamente entre ellos cuando eran potrillos, sólo cuando los machos jóvenes se unían a los corceles adultos, más o menos al cumplir los cuatro años, comenzaban a prepararse seriamente para el día en que lucharían por el derecho de aparearse. Aunque se prestaban mutua ayuda en el rebaño de los solteros, la rivalidad por el dominio constituía su actividad principal. Las disputas comenzaban con empujones y sacudidas, así como con actos rituales de defecación y olfateo, y después sobrevenía una escalada, sobre todo durante la temporada del celo de primavera, la cual incluía coces, mordiscos en el cuello, patadas en la rótula y golpes con los remos traseros en la cara, la cabeza y el pecho. Sólo después de varios años de este tipo de relación los machos conseguían a las hembras jóvenes o desbancar al macho de un rebaño.

Por ser una hembra desarraigada que en otro tiempo correteó con caballos como aquéllos, Whinney se había convertido en objeto de intenso interés tanto para el grupo de hembras como para el de solteros. A Ayla no le gustaba la forma en que el corcel del rebaño se acercaba a ellos, su actitud orgullosa y enérgica, como si se preparara para formular una reclamación.

–No necesitas quedarte aquí, Lobo –dijo, haciendo la señal que le liberaba, y observándole después mientras avanzaba. A los ojos de Lobo se trataba de una manada entera de Corredores y Whinneys, y deseaba jugar con ellos. Ayla estaba segura de que los actos de Lobo no representaban una amenaza grave para los caballos. No podía derribar por sí solo a un animal tan fuerte, habría necesitado la ayuda de una manada de lobos, y las manadas rara vez atacaban a los animales adultos que estaban en el apogeo de su fuerza.

Ayla urgió a Whinney a regresar al campamento. La yegua vaciló un momento, pero su costumbre de obedecer a la mujer fue más fuerte que su interés por los otros caballos. Empezó, pues, a caminar, pero vacilante, con lentitud. De pronto, Lobo se arrojó sobre el rebaño. Se divirtió persiguiendo a los caballos y Ayla se alegró al ver que éstos se dispersaban. De ese modo, su atención se desviaba de Whinney.

Cuando Ayla regresó al campamento, todo estaba preparado. Jondalar había terminado de armar las tres pértigas para mantener el alimento fuera del alcance de los animales merodeadores. La tienda estaba montada, el hoyo cavado y revestido de piedras; incluso había utilizado algunas sobrantes para marcar los límites del fuego.

–Mira esa isla –comentó el hombre mientras ella desmontaba. Señaló una franja de tierra, formada por limo acumulado, en medio del río, con juncos, cañas y varios árboles–. Allí hay una bandada entera de cigüeñas; las hay negras y también blancas. Las vi descender –dijo con una sonrisa complacida–. Deseaba que llegaras. Vale la pena verlas. Estuvieron zambulléndose y elevándose, e incluso volando tramos cortos. Plegaron las alas y se desplomaron desde el cielo; luego, casi a ras de tierra, abrían las alas. Me pareció que se dirigían al sur. Probablemente se marcharán por la mañana.

Ayla miró a través del espejo de agua las grandes aves de pico largo, patas esbeltas y actitud majestuosa. Se alimentaban activamente, caminando o corriendo en tierra o en el agua poco profunda. Apuntaban a todo lo que se movía con sus picos largos y fuertes; engullían peces, lagartos, ranas, insectos y lombrices. Incluso comían carroña, a juzgar por el modo en que rodearon los restos de un bisonte arrojado a la playa. Las dos especies tenían una forma en general bastante parecida, aunque la coloración era distinta. Las cigüeñas blancas tenían las alas con los bordes negros y eran más numerosas; las cigüeñas negras tenían blancas las áreas inferiores del plumaje, y casi todas estaban en el agua buscando peces.

–Vimos una gran manada de caballos en el camino de regreso –dijo Ayla, ocupada en retirar las perdices blancas y las comunes–. Un montón de yeguas y potrillos, pero cerca había un macho. Se da la circunstancia de que el semental del rebaño es blanco.

–¿Blanco?

–Como esas cigüeñas blancas. Ni siquiera tenía las patas negras –explicó Ayla, mientras desataba las correas de la alforja–. En la nieve no habría manera de distinguirlo.

–El blanco no es habitual. Nunca he visto un caballo blanco –dijo Jondalar. Después, al recordar a Noria y la ceremonia de los ritos de iniciación, evocó la piel de caballo blanco que colgaba de la pared, tras el lecho, adornado con las cabezas rojas de grandes pájaros carpinteros jóvenes–. Pero sí –añadió–, una vez vi la piel de un caballo blanco –dijo.

Algo en el tono de la voz de Jondalar indujo a Ayla a mirarle con más atención. Él advirtió la mirada de la joven, se sonrojó un poco y se apartó para retirar de Whinney el canasto. Luego se sintió obligado a dar explicaciones.

–Fue durante la... ceremonia con los hadumai.

–¿Son cazadores de caballos? –preguntó Ayla. Plegó la manta de montar, recogió las aves y se dirigió hacia la orilla del río.

–Bien, sí, cazan caballos. ¿Por qué? –preguntó Jondalar, acompañándola.

–¿Recuerdas que Talut nos habló de la caza del mamut blanco? Era un animal muy sagrado para los mamutoi, porque ellos son los Cazadores del Mamut. Si los hadumai usan una piel de caballo blanco durante las ceremonias, a lo mejor piensan que los caballos son animales especiales.

–Es posible, pero no estuvimos con ellos tiempo suficiente para llegar a saberlo.

–Pero ¿cazan caballos? –insistió Ayla, que empezó a desplumar las aves.

–Desde luego; estaban cazando caballos cuando Thonolan los conoció. Al principio no les caímos bien, porque habíamos dispersado sin querer la manada que ellos perseguían.

–Creo que esta noche le pondré el cabestro a Whinney y la ataré cerca de la tienda –dijo Ayla–. Si están por aquí esos cazadores de caballos, prefiero que no se acerquen. Además, no me hizo ninguna gracia el modo en que ese corcel blanco se le acercó.

–Es posible que tengas razón. Tal vez yo debiera atar también a Corredor. De todas formas, me gustaría ver a ese animal blanco.

–Yo prefiero no volver a verlo. Estaba demasiado interesado por Whinney. Pero es extraño y hermoso. Tienes razón, el blanco no es habitual. –Las plumas volaban mientras ella las arrancaba con movimientos rápidos–. El negro tampoco es un color corriente. ¿Recuerdas cuando Ranec lo dijo? Estoy segura de que se refería también a él mismo, a pesar de que su cabello era castaño oscuro, no negro.

Él sintió una punzada de celos ante la mención del hombre con quien Ayla estuvo a punto de unirse, si bien en definitiva había optado por Jondalar.

–¿Lamentas no haberte quedado con los mamutoi y haberte unido a Ranec? –preguntó.

Ella se volvió y miró a los ojos de Jondalar, y sus manos interrumpieron la tarea.

–Jondalar, sabes muy bien que la única razón por la que me prometí a Ranec fue que creía que ya no me amabas, y yo sabía que él me quería..., pero, sí, lo lamento un poco. Podía haber permanecido con los mamutoi. Si no te hubiera conocido, creo que podría haber sido feliz con Ranec. En cierto modo le amaba, aunque no como a ti.

–Bien, en cualquier caso, ésa es una respuesta sincera –dijo Jondalar, fruncido el ceño.

–También podría haber permanecido con los sharamudoi, pero deseaba estar donde tú estuvieras. Si necesitas regresar a tu hogar, quiero ir contigo –continuó Ayla, tratando de explicarse. Al ver el ceño de Jondalar, comprendió que ésa no era la aclaración que él deseaba oír.

–Jondalar, tú me has preguntado. Cuando me preguntes siempre te diré lo que siento. Cuando sea yo quien pregunte, quiero que también tú me digas lo que sientes. Incluso si no te pregunto, quiero que me lo digas cuando algo esté mal. No deseo que se repita nunca el malentendido que existió el invierno pasado entre nosotros. Sea lo que sea, Jondalar, prométeme que siempre me lo dirás.

El rostro de la joven tenía una expresión tan seria, tan sincera, que provocó en Jondalar una sonrisa afectuosa.

–Lo prometo, Ayla. Yo tampoco deseo que se repita una situación como aquélla. No podía soportar que estuvieras con Ranec, sobre todo cuando comprendía por qué una mujer podía interesarse por él. Era divertido, cordial. Y un excelente tallista, un verdadero artista. Mi madre habría simpatizado con él. Le gustan los artistas y los tallistas. Si las cosas hubieran sido diferentes, yo también habría simpatizado con él. En cierto modo, me recordaba a Thonolan. Es posible que pareciera distinto, pero era como los mamutoi, franco y confiado.

–Era un mamutoi –afirmó Ayla–. Sí, echo de menos el Campamento del León. Echo de menos a la gente. No hemos visto mucha gente en este viaje. No imaginaba que hubieras viajado tanto, Jondalar, ni cuánta tierra existe. Tanta tierra y tan pocos seres humanos.

Mientras el sol se acercaba a la tierra, las nubes sobre las altas montañas del oeste se elevaban para abrazar el globo candente y difundir en su excitación raudales de una esplendorosa luz sonrosada. La luminosidad inundó por entero el brillante despliegue, disipándose después en la oscuridad, mientras Ayla y Jondalar terminaban su comida. Satisfecho su apetito, la joven se levantó para guardar las aves que no habían consumido; había preparado mucho más de lo que podían comer. Su compañero volvió a depositar en el fuego algunas piedras de cocer, porque deseaba preparar la infusión nocturna.

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