Las llanuras del tránsito (71 page)

–¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! –dijo Jondalar, moviéndola suavemente–. Tenemos que ponernos en marcha.

–¿Qué? ¡Jondalar! ¿Qué sucede? –preguntó Ayla.

Por lo general se despertaba antes que él; por eso la desconcertó que Jondalar la llamara tan temprano. Cuando apartó a un lado la piel de dormir, sintió el aire frío, y entonces advirtió que la solapa de la tienda estaba abierta. La radiación difusa de las nubes inquietas quedó enmarcada en la abertura y aportó la única iluminación dentro de la tienda. Ayla apenas podía distinguir la cara de Jondalar a la luz grisácea, pero lo que vio fue suficiente para que comprendiese por qué estaba preocupado; también ella se estremeció con cierta aprensión.

–Tenemos que partir –dijo Jondalar. Apenas había dormido durante la noche. No podía definir con exactitud cuál era la causa por la que intuía que debían atravesar el río cuanto antes, pero ese sentimiento era tan intenso que le producía un nudo en la boca del estómago, más por Ayla que por él.

Ayla se incorporó sin pedir explicaciones. Sabía que él no la habría despertado de no haber creído que la situación era grave. Se vistió deprisa y luego se dispuso a coger los utensilios que usaba para hacer fuego.

–No perdamos tiempo en encender el fuego esta mañana –dijo Jondalar.

Ella frunció el entrecejo, pero después asintió y se limitó a servir un poco de agua fría para ambos. Arreglaron las cosas mientras ingerían tortas del alimento preparado para el viaje. Cuando estuvieron dispuestos para partir, Ayla buscó con la mirada a Lobo, pero el animal no estaba en el campamento.

–¿Dónde está Lobo? –dijo Ayla, con un contenido matiz de desesperación en su voz.

–Probablemente habrá ido a cazar. Ayla, nos alcanzará. Siempre sucede así.

–Lo llamaré silbando –dijo ella, y lanzó al aire de la madrugada el silbido peculiar que usaba para llamarlo.

–Vamos, Ayla. Tenemos que marcharnos –apremió Jondalar, quien experimentaba cierta irritación ya conocida a causa del lobo.

–No me iré sin él –aseguró Ayla, silbando de nuevo con más fuerza.

–Tenemos que encontrar un lugar para cruzar el río antes de que comience la lluvia, porque, de lo contrario, quizá no logremos pasar –dijo Jondalar.

–¿No podemos continuar remontando el curso? El río tiene que estrecharse, ¿verdad? –arguyó la joven.

–Cuando comience a llover, se ensanchará en lugar de estrecharse. Incluso en el curso superior será más grande que aquí ahora mismo, y no sabemos qué clase de ríos descenderán de esas montañas. Es fácil que nos arrastre una inundación repentina. Dolando dijo que eran normales apenas comenzaban las lluvias. O tal vez nos corte el paso un afluente importante. Y en ese caso, ¿qué haremos? ¿Continuaremos subiendo la montaña para rodearla? Debemos cruzar el Hermana mientras podamos –dijo Jondalar. Montó a Corredor y miró a la mujer, de pie junto a la yegua, con las angarillas detrás.

Ayla le dio la espalda y volvió a silbar.

–Ayla, tenemos que irnos.

–¿Por qué no podemos esperar un poco? Vendrá.

–Es sólo un animal. Para mí tu vida es más importante que la suya.

Ayla se volvió a mirarle, y después desvió los ojos, fruncido el ceño. ¿Esperar era tan peligroso como creía Jondalar? ¿O él sencillamente estaba impacientándose? Y si era así, ¿la vida de Jondalar no debía ser también para ella más importante que la de Lobo? En ese preciso momento apareció Lobo. Ayla suspiró aliviada mientras él saltaba para saludarla, apoyando las patas en los hombros de la joven y lamiéndole el mentón. Ella montó en Whinney, utilizando una de las estacas de las angarillas para ayudarse en el salto. A continuación ordenó a Lobo que permaneciera cerca y siguió a Jondalar y Corredor.

No hubo amanecer. El día a lo sumo alcanzó un poco más de claridad, pero nunca hubo verdadera luz. El dosel de nubes estaba muy lejos, de modo que el cielo mostraba un gris uniforme, y en el aire flotaba una fría humedad. Más avanzada la mañana, se detuvieron para descansar. Ayla preparó una infusión caliente que les reconfortó, y después sirvió una sopa espesa acompañada de una torta del alimento para viajes. Agregó hojas de acedera y escaramujos de rosas silvestres, tras eliminar las semillas y el filtrante vello interior, así como unas pocas hojas del mismo matorral de rosas silvestres que crecían en las inmediaciones. Durante un rato, la infusión y la sopa caliente parecieron calmar la inquietud de Jondalar, hasta que vio cómo empezaban a formarse nubes más oscuras.

Urgió a Ayla a guardar deprisa sus cosas y reanudaron la marcha. Jondalar vigilaba ansioso el cielo, para ver el avance de la tormenta inminente. También observaba el río, buscando un lugar para cruzarlo. Abrigaba la esperanza de hallar un sitio en el que la corriente veloz fuese más tranquila: un lugar más ancho y menos profundo, o una isla, o incluso un banco de arena entre las dos orillas. Por último, temiendo que la tormenta no tardaría mucho más en desencadenarse, decidió que se arriesgaría, pese a que el tumultuoso río de la Hermana no parecía distinto que en otro lugar cualquiera de su curso. Consciente de que cuando comenzara a llover empeoraría la situación, enfiló hacia un sector de la orilla cuyo acceso parecía bastante fácil. Se detuvieron y desmontaron.

–¿Crees que deberíamos cruzar a caballo? –preguntó Jondalar, mientras miraba nervioso el cielo amenazador.

Ayla examinó el río de curso rápido y los restos que transportaba. A menudo pasaban flotando grandes árboles y otros muchos desgajados, arrastrados desde lugares más elevados de las montañas. Se estremeció al ver el cadáver grande e hinchado de un ciervo, las astas enredadas en las ramas de un árbol que se encontraba varado cerca de la orilla. El animal muerto le hizo sentir temor por los caballos.

–Creo que quizá sería más fácil para ellos si no los montásemos –dijo–. Pienso que deberíamos nadar a su lado.

–Me parece bien –convino Jondalar.

–Pero necesitaremos agarrarnos de una cuerda –agregó Ayla.

Sacaron unos pedazos de cuerda, examinaron los arneses y los canastos para comprobar que la tienda, los alimentos y las escasas y preciadas pertenencias estaban seguros. Ayla desenganchó las angarillas que Whinney arrastraba, pues pensó que era demasiado peligroso que la yegua intentara nadar en el río tumultuoso con el arnés completo; sin embargo, no quería perder las estacas y el bote redondo si podían evitarlo. Con este propósito unieron con cuerdas las largas pértigas. Mientras Jondalar aseguraba un extremo al costado del bote redondo, Ayla ataba el otro al arnés utilizado para sujetar el canasto y la alforja de Whinney. Hizo un nudo corredizo que podía soltarse fácilmente si lo consideraba necesario. Después, la mujer agregó otra cuerda, mucho más firme, al cordel plano trenzado que pasaba por detrás de las patas delanteras de la yegua, le cruzaba el pecho y servía para asegurar la manta de Ayla sobre el lomo del animal. Jondalar colocó una cuerda igual a Corredor; después, se quitó las botas, la protección interior que le cubría los pies y las pesadas prendas y pieles de abrigo. Si se empapaban, le harían caer al fondo del río, impidiéndole nadar. Hizo un bulto con todo ello y lo colocó sobre la alforja, aunque conservó puestos la túnica interior y los calzones. Incluso mojado, el cuero podía calentar un poco. Ayla hizo otro tanto.

Los animales percibieron el apremio y la ansiedad de los humanos; además, estaban inquietos a causa del movimiento impetuoso del agua. Los caballos se habían apartado del ciervo muerto y ahora daban pequeños saltos, alzaban bruscamente la cabeza y revolvían los ojos; sus orejas se mantenían erguidas, apuntaban hacia delante, en posición de alerta. En cambio, Lobo se había acercado al borde del agua para investigar el despojo del ciervo, aunque sin entrar en el río.

–Ayla, ¿cómo crees que se comportarán los caballos? –preguntó Jondalar, mientras comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia.

–Están inquietos, pero supongo que se las arreglarán perfectamente, sobre todo porque estaremos con ellos; pero no estoy segura acerca de Lobo –dijo Ayla.

–No podemos transportarlo a través del río. Tendrá que darse maña él solo..., lo sabes –advirtió Jondalar. No obstante, al ver la angustia de Ayla, agregó–: Lobo es un buen nadador; se las compondrá bien.

–Eso espero –dijo Ayla, arrodillándose para abrazar al lobo.

Jondalar notó que las gotas de lluvia caían con mayor intensidad y fuerza.

–Será mejor que nos pongamos en marcha –dijo, y aferró directamente el cabestro de Corredor, pues la cuerda para conducirlo estaba atada más atrás. Cerró los ojos un momento y formuló mentalmente el deseo de que la suerte les favoreciese. Pensó en Doni, la Gran Madre Tierra, pero no se le ocurrió nada que prometerle a cambio de la seguridad de todos. De cualquier manera, solicitó en silencio ayuda para cruzar el Río de la Hermana. Aunque sabía que les llegaría la hora, no deseaba encontrarse con la Madre precisamente ese día, y lo que era aún más importante, no quería perder a Ayla.

El corcel agitó la cabeza y trató de retroceder cuando Jondalar le llevó a la orilla del río.

–Cálmate, Corredor –murmuró el hombre. El agua fría le bañó los pies desnudos y ascendió luego por las pantorrillas y los muslos. Cuando estuvo en el agua, Jondalar soltó el cabestro de Corredor, permitiéndole que se adelantara, y enrolló la cuerda alrededor de su mano. Confiaba en que el animal joven y robusto encontraría el modo de cruzar.

Ayla rodeó varias veces su mano con la cuerda sujeta a la cruz de la yegua, y después cerró con fuerza el puño para sostenerse mejor. Finalmente, comenzó a entrar en el río, detrás del hombre de elevada estatura, caminando al lado de Whinney. Mantuvo tensa la otra cuerda, la que estaba asegurada a las estacas y el bote, para evitar que se enredara mientras se introducían en el agua.

La joven notó inmediatamente el agua fría y la presión de la intensa corriente. Miró hacia atrás, a la orilla que acababa de dejar. Lobo continuaba allí, avanzando y retrocediendo, gimiendo ansioso, vacilante ante la perspectiva de entrar en las aguas rápidas del río. Ayla le llamó, tratando de alentarlo. El animal iba y venía, miraba el agua y la distancia cada vez mayor que lo separaba de la mujer. De pronto, en el momento mismo en que la lluvia comenzó a caer copiosamente, se sentó sobre las patas traseras y aulló. Ayla silbó para atraer su atención, y después de unos cuantos intentos más, Lobo se zambulló por fin y empezó a nadar en dirección a ella. Ayla volvió a concentrar su atención en el caballo y el río que se extendía al frente.

La lluvia, cada vez más intensa, parecía alisar las olas inquietas a lo lejos, pero cerca las aguas agitadas estaban más atestadas de restos de lo que ella había imaginado. Troncos rotos y ramas remolineaban en torno y le golpeaban el cuerpo; algunos tenían hojas, otros estaban saturados de agua y casi hundidos. Los animales hinchados eran peores, a menudo presentaban el cuerpo desgarrado por la violencia de la inundación que los había sorprendido y lanzado ladera abajo, hacia el río fangoso.

Vio varios ratones de los alerces y roedores de los pinos. Fue más difícil reconocer una gran ardilla de tierra; el pelaje pardo claro estaba oscurecido, y la espesa y esponjosa cola parecía aplastada. Un lemming, con su largo pelo blanco de invierno, aplastado pero brillante, que crecía entre el pelaje gris estival que parecía negro, tenía la base de las patas cubierta ya de pelo negro. Probablemente procedía de un lugar alto de la montaña, cerca de la nieve. Los animales grandes estaban más dañados. Una gamuza que pasó flotando tenía un cuerno roto y había perdido la piel de la mitad de la cara, por lo que el músculo rosáceo quedaba al descubierto. Cuando Ayla vio el cadáver de un joven leopardo de la nieve, volvió a mirar, buscando de nuevo a Lobo; pero no lo divisó.

Sin embargo, advirtió que la cuerda que flotaba detrás de la yegua se había enroscado alrededor de un tocón, y el animal lo arrastraba al mismo tiempo que las pértigas y el bote. El tocón, con sus raíces que se abrían, suponía una carga innecesaria y disminuía la rapidez de los movimientos de Whinney. Ayla miró y torció la cuerda, en un intento de acercarla, pero de pronto se soltó sola. Una pequeña rama ahorquillada seguía aún enganchada, pero no ofrecía motivo de inquietud. Preocupaba a la joven que no hubiera la más mínima señal de Lobo, si bien sólo su cabeza asomaba fuera del agua, y por tanto, casi no podía ver. Aquella situación la inquietaba, en especial porque nada podía hacer para mejorarla. Lanzó de nuevo el característico silbido de llamada, pero al instante se preguntó si el animal podría oírla a causa del estrépito de las aguas.

Se volvió y observó preocupada a Whinney, porque temía que el pesado tocón la hubiera fatigado; pero la yegua todavía nadaba vigorosamente. Ayla miró después frente a sí y le alivió comprobar que Corredor avanzaba al lado de Jondalar. Ayla movía las piernas y el brazo libre, pues no quería sobrecargar a Whinney. Sin embargo, a medida que la situación se prolongaba y su cuerpo surcaba el agua arrastrado por la cuerda, se dio cuenta de que comenzaba a temblar. Le pareció que el cruce del río se prolongaba de forma insoportable. La orilla opuesta aún parecía estar muy lejana. El temblor del cuerpo no fue demasiado grave al principio, pero cuanto más larga se hacía la permanencia en el agua fría, iba en aumento y llegó a ser constante. Sentía los músculos muy tensos y le castañeteaban los dientes.

Otra vez miró hacia atrás y a su alrededor por si veía a Lobo, mas fue en vano. Pensó que debía de regresar a buscarlo, porque sin duda estaría muerto de frío. Ayla tiritaba, pero aun así la animó imaginar que a lo mejor Whinney podría dar la vuelta y rescatar al lobo. Se afanó inútilmente por hablar; tenía el mentón tan tenso y los dientes le castañeaban de tal modo que no pudo pronunciar palabra. De todos modos, pensó que Whinney no debía ocuparse de aquella tarea. Ella misma lo haría. Intentó soltar la cuerda que le rodeaba la mano, pero estaba demasiado tirante y enredada, y la mano, además, tan entumecida que apenas podía sentirla. Quizá Jondalar pudiera regresar a buscarlo. ¿Dónde estaría Jondalar? ¿En el río? ¿Habría ido en auxilio de Lobo? Otro tronco se enredó en la cuerda. «Tengo que... hacer..., hacer algo..., soltar la cuerda..., peso demasiado para Whinney», pensó Ayla angustiada.

La mujer temblaba, pero sus músculos estaban tan tensos que no podía moverse. Cerró los ojos para descansar. Era realmente agradable cerrar los ojos... y descansar.

Other books

Angelslayer: The Winnowing War by K. Michael Wright
Revenge by Lisa Jackson
Demons of the Ocean by Justin Somper
Wreathed by Curtis Edmonds
Seductive Company by India, Sexy, Snapper, Red
Moon Spun by Marilee Brothers