Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Tienes razón! –Ayla sonrió–. Dijiste que el humo salía de aquí. Es un lugar tan hermoso..., casi lo había olvidado.
El terreno se había elevado gradualmente, y tierra adentro comenzaron a aparecer alisos, álamos y sauces blancos en el bosque no demasiado frondoso. Estos árboles hacían más variado el follaje de color verde grisáceo claro. Después unos pocos abetos y una antigua variedad de pinos, tan viejos en la región como las propias montañas, añadían un toque de verde más oscuro al mosaico, al que el alerce contribuía con un matiz más claro, todo ello iluminado por las matas entre doradas y verdosas de hierbas de las estepas que estaban madurando y se agitaban mecidas por el viento. La enredadera trepaba por los troncos de los árboles y las lianas colgaban del dosel boscoso más denso, mientras en las depresiones iluminadas por el sol las tonalidades de arbustos de jóvenes robles y los matorrales más altos de avellanos contrastaban con el resto del paisaje.
La isla se elevaba a lo sumo siete u ocho metros sobre el nivel del agua, después se allanaba para formar un campo largo que era una estepa en miniatura, con festucas y espolines que mostraban matices dorados bajo la luz del sol. Cruzaron la escasa anchura de la isla y contemplaron una pendiente mucho más empinada de dunas de arena, asentada por el pasto de la playa, y el muérdago marino. Las laderas arenosas descendían hacia una caleta que formaba una acentuada curva, casi una laguna, enmarcada por altos juncos de puntas púrpura, mezclados con espadañas y eneas y muchas variedades de plantas acuáticas más pequeñas. En la caleta, los nenúfares formaban una alfombra tan espesa que el agua era apenas visible; encaramados en ella había innumerables garzas.
Más allá de la isla había un canal ancho de aguas fangosas, el brazo más septentrional del gran río. Cerca del extremo de la isla vieron una corriente de aguas claras que entraba en el canal principal; Ayla se sorprendió al ver las dos corrientes, una transparente y la otra pardusca a causa del limo, que corrían una al lado de la otra, con una clara división de colores. Pero, finalmente, el agua parda prevalecía y el canal principal enturbiaba la corriente clara.
–Mira eso, Jondalar –dijo Ayla, señalando la visible definición de las aguas paralelas.
–Así sabes cuándo estás en el Río de la Gran Madre. Ese brazo te llevará directamente al mar –dijo–. Pero, mira allí...
Más allá de un bosquecillo, en un lateral de la caleta, un fino hilo de humo se elevaba hacia el cielo. Ayla sonrió expectante, pero Jondalar sentía cierto recelo mientras se acercaban al humo. Si era humo de un fuego, ¿por qué no habían visto a nadie? Los habitantes sin duda ya les habían visto a ellos. ¿Por qué no habían acudido a darles la bienvenida? Jondalar acortó la cuerda que usaba para conducir a Corredor y le dio unas palmadas en el cuello en un gesto tranquilizador.
Cuando vieron el perfil de una tienda cónica, Ayla comprendió que habían llegado a un campamento, y se preguntó quiénes serían los que lo habitaban. Pensó incluso que podían ser mamutoi y ordenó a Whinney que siguiera de cerca a Jondalar. Entonces advirtió que Lobo adoptaba una postura defensiva, y emitió la señal que le había enseñado. Lobo retrocedió para acercarse al costado del caballo que montaba Ayla, y entraron todos en el pequeño campamento.
Whinney siguió de cerca a Ayla cuando la mujer entró en el campamento y se acercó al fuego que aún enviaba al cielo un tembloroso hilo de humo. Había cinco refugios dispuestos en semicírculo, y el foso del fuego, que era una excavación poco profunda en el suelo, estaba frente al refugio central. El fuego ardía vivamente; era obvio que el campamento había sido usado hasta poco antes, pero nadie anunció su derecho al lugar saliendo a saludarles. Ayla miró en torno suyo, se asomó al interior de las viviendas que estaban abiertas, pero no vio a nadie. Desconcertada, examinó más a fondo los refugios del campamento para comprobar si podía averiguar un poco más acerca de sus habitantes, así como de la razón por la cual se habían alejado.
El sector principal de cada una de las estructuras era análogo a la tienda cónica usada por los mamutoi en sus campamentos de verano; existían, no obstante, visibles diferencias. Los Cazadores del Mamut a menudo ampliaban el espacio habitable agregando piezas semicirculares confeccionadas con cueros a la vivienda principal, y con frecuencia usaban otras estacas para sustentar los suplementos laterales; en cambio, los refugios de este campamento presentaban añadidos en los que intervenían juncos y hierbas del pantano. Algunos eran sencillamente techos en pendiente, montados sobre varas más delgadas; otros estaban totalmente cerrados y eran estructuras redondas levantadas con paja y esterilla tejidas, agregadas a la vivienda principal.
Junto a la entrada del refugio más próximo, Ayla vio una pila de raíces pardas de espadaña encima de una estera de juncos trenzados. Al lado de la estera había dos canastos. El primero, confeccionado con un tejido muy apretado, contenía agua algo fangosa, el segundo estaba casi lleno de raíces blancas recién peladas. Ayla se acercó y sacó del canasto una raíz. Aún estaba húmeda; seguramente la habían depositado allí minutos antes.
Cuando volvió a meterla en el recipiente, vio un objeto extraño en el suelo. Estaba confeccionado con hojas de espadaña, entretejidas de manera que se asemejase a una persona, con dos brazos que partían de los costados y dos piernas, y un pedazo de cuero suave alrededor, como una túnica. Dos cortas rayas que representaban los ojos habían sido trazadas con carbón en la cara, en tanto que otra raya dibujaba una sonrisa. Dos matas de espolín adheridas a la cabeza hacían las veces de cabellos.
Las personas con quienes Ayla había crecido no fabricaban imágenes excepto para representar sencillos signos del tótem, por ejemplo, las marcas que ella exhibía en la pierna. Cuando era muy pequeña, un león de la caverna la había arañado gravemente, y debido a aquel accidente tenía el muslo izquierdo marcado por cuatro líneas rectas. El clan usaba un signo análogo para representar al tótem del León de la Caverna. Por eso Creb se había sentido tan seguro de que el León de la Caverna era el tótem de Ayla, pese al hecho de ser considerado como un tótem masculino. El Espíritu del León de la Caverna la había elegido y la había marcado él mismo y, por lo tanto, él era su protector.
Otros tótems del clan eran representados de forma similar, con signos esquemáticos derivados del movimiento o los gestos de la lengua de los signos. Pero la primera imagen realmente representativa que ella había visto jamás era el tosco esbozo de un animal que Jondalar había dibujado sobre un pedazo de cuero utilizado como blanco, de modo que, al principio, el objeto que vio en el suelo la desconcertó. Después, en un relámpago de intuición, comprendió de qué se trataba. Ayla no había visto nunca una muñeca mientras crecía, pero recordaba objetos análogos con los que jugaban los niños mamutoi y comprendió que era un juguete infantil.
Ayla se volvió y vio a Jondalar, que aún sostenía la cuerda que sujetaba a Corredor; estaba inclinado, con una rodilla doblada, en medio de una serie de esquirlas de pedernal, y examinaba un pedazo de la piedra que le interesaba. Miró a Ayla.
–Alguien ha estropeado una punta muy buena con un golpe final mal dado. Habría bastado con rozar apenas la punta, pero erró el blanco y el golpe fue demasiado fuerte... como si algo hubiera interrumpido de pronto al tallista. ¡Y aquí está el martillo de piedra! Sencillamente, lo abandonó.
Las muescas en la dura piedra ovalada indicaban que se había usado mucho la herramienta, y a un tallista que tenía experiencia trabajando el pedernal le resultaba difícil imaginar que alguien abandonase una de sus herramientas favoritas.
Ayla miró alrededor y vio pescado secándose sobre un bastidor y otros pescados enteros en el suelo, muy cerca. Uno tenía el vientre abierto, pero lo habían dejado allí. Había más indicios de tareas interrumpidas, pero ni la más mínima señal de la gente.
–Jondalar, hace poco aquí había personas, pero se han marchado precipitadamente. Incluso el fuego continúa ardiendo. ¿Dónde estarán?
–No lo sé, pero tienes razón. Se fueron deprisa. Lo abandonaron todo y... huyeron. Como si... tuvieran miedo.
–¿Por qué? –dijo Ayla, mirando alrededor–. No veo nada que sea temible.
Jondalar comenzó a menear la cabeza y entonces se dio cuenta de que Lobo olfateaba los rincones del campamento abandonado y metía el hocico en las tiendas, además de revisar los lugares donde habían dejado las cosas. A continuación, su atención se vio atraída por la yegua color de heno que pastaba cerca, arrastrando el armazón de estacas y el bote redondo, extrañamente desinteresada tanto de ellos como del lobo. Luego, el hombre se volvió para mirar al joven corcel de color pardo oscuro que le había seguido sin oponer la más mínima resistencia. El animal cargaba los canastos y la manta de montar y se mantenía pacientemente al lado de Jondalar, retenido tan sólo por el lazo sujeto a su cabeza con una tira de cuero y una cuerda.
–Ayla, creo que éste puede ser el problema. Sólo que nosotros no lo vemos –dijo. Lobo interrumpió de pronto su inquisitiva exploración, miró atentamente en dirección al bosque y partió en esa dirección–. ¡Lobo! –llamó Jondalar. El animal se detuvo y miró al hombre, meneando la cola–. Ayla, será mejor que le llames, porque quizá descubra a la gente de este campamento y la atemorice todavía más.
Ayla silbó y Lobo corrió hacia ella. La joven acarició el cuello de Lobo, pero miró preocupada a Jondalar.
–¿Quieres decir que nosotros los asustamos? ¿Que huyeron porque nos temen?
–¿Recuerdas el Campamento del Espolín? ¿Cómo se comportaron al vernos? Piensa lo que debemos parecerles a la gente cuando nos ven por primera vez. Viajamos con dos caballos y un lobo. Los animales no viajan con las personas; por regla general las evitan. Incluso los mamutoi de la Reunión de Verano necesitaron algún tiempo para acostumbrarse a nosotros, a pesar de que llegamos con la gente del Campamento del León. Si piensas en ello, debes reconocer que Talut se mostró muy valeroso al invitarnos, junto con nuestros caballos, a morar en su campamento la primera vez que le vimos –recordó Jondalar.
–¿Qué podemos hacer?
–Creo que deberíamos marcharnos. La gente de este campamento probablemente se oculta en el bosque y nos observa; cree que provenimos de algún lugar del mundo de los espíritus. Eso es lo que yo pensaría si viese a gente como nosotros que aparece de improviso.
–¡Oh! Jondalar –gimió Ayla, de pie en el centro del campamento vacío experimentando un sentimiento de decepción y soledad, pues ansiaba con todas sus fuerzas hablar con alguien. Miró de nuevo alrededor del campamento, y después inclinó la cabeza, asintiendo–. Tienes razón. Si la gente se ha marchado y no quiere darnos la bienvenida, debemos irnos. Pero me hubiese gustado conocer a la mujer con el niño que dejó el juguete y hablar con ella. –Empezó a caminar hacia Whinney, que acababa de salir del campamento–. No quiero que la gente me tema –dijo, volviéndose hacia el hombre–. ¿Podremos hablar con alguien en el curso de este viaje?
–No sé qué sucederá con los desconocidos, pero estoy seguro de que podremos visitar a los sharamudoi. Tal vez al principio se muestren un tanto temerosos, pero me conocen. Y ya sabes cómo es la gente. Una vez pasado el temor inicial, los animales les interesan mucho.
–Lamento que hayamos asustado a esta gente. Podemos dejarles un regalo, aunque no hayamos compartido su hospitalidad –dijo Ayla, y empezó a buscar en sus canastos–. Creo que un poco de comida estará bien..., quizá unos trozos de carne.
–Sí, es una buena idea. Por mi parte, tengo unas puntas de flecha. Creo que les dejaré una para reemplazar la que el artesano echó a perder. No hay nada más decepcionante que echar a perder una buena herramienta cuando uno está a un paso de terminarla –dijo Jondalar.
Mientras buscaba en su mochila el envoltorio de cuero en que guardaba las herramientas, Jondalar recordó que cuando él y su hermano viajaban, en el camino habían conocido a mucha gente que generalmente les daba la bienvenida y a menudo les ayudaban. Incluso en un par de ocasiones unos desconocidos les habían salvado la vida. Pero si la gente se inclinaba a temerles a causa de los animales que les acompañaban, ¿qué sucedería si Ayla y él llegaban a necesitar ayuda?
Abandonaron el campamento y remontaron las dunas arenosas que les condujeron al llano que formaba el nivel superior de la isla larga y angosta, deteniéndose al llegar a los terrenos cubiertos de hierba. Desde esa altura contemplaron la fina columna de humo del campamento y el río pardo que discurría más abajo, con su corriente que avanzaba visiblemente hacia la ancha extensión azul del Mar de Beran. De tácito acuerdo, ambos montaron y se volvieron hacia el este, para mirar mejor –por última vez– el gran mar interior.
Cuando llegaron al extremo oriental de la isla, aunque aún estaban en el territorio dominado por el río, se encontraban tan cerca de las aguas encrespadas del mar que podían ver las olas cubriendo los bancos de arena con su espuma blanquecina. Ayla miró más allá del agua y pensó que casi alcanzaba a distinguir el perfil de una península. La caverna del Clan de Brun, el lugar en que ella había crecido, estaba situada en el extremo meridional. Allí ella había dado a luz a su hijo y allí había tenido que dejarle cuando se vio obligada a partir.
Se preguntó cómo estaría. Sin duda, sería más alto que todos los varones de su edad. ¿Sería fuerte? ¿Estaría sano? ¿Se sentiría feliz? ¿La recordaría? Quién sabe. Si por lo menos pudiera verle una vez más, pensó Ayla, y entonces comprendió que si quería verle, ésta sería su última oportunidad. Jondalar proyectaba alejarse de allí en dirección al oeste. Ella jamás volvería a estar cerca de su clan o de Durc. ¿Por qué no dirigirse, en cambio, hacia el este? Tan sólo se trataría de un breve desvío lateral antes de continuar. Si evitaban la costa septentrional del mar, probablemente llegarían a la península en pocos días. Jondalar decía que estaba dispuesto a acompañarla, si deseaba tratar de encontrar a Durc.
–¡Ayla, mira! ¡No sabía que hubiera focas en el Mar de Beran! No he visto esos animales desde que era un chiquillo y salía de excursión con Willomar –dijo Jondalar, con voz que expresaba excitación y añoranza–. Nos llevó a Thonolan y a mí a ver las Grandes Aguas, y, después, el pueblo que vive cerca del borde de la tierra nos llevó al norte en una embarcación. ¿Habías visto focas alguna vez?