Las llanuras del tránsito (31 page)

Cuando llegó al arroyuelo de agua clara que corría y brincaba pendiente abajo, el frío matutino había desaparecido. Depositó en el suelo la bolsa para el agua que había sacado de la morada, y al examinar su compresa de lana, se alegró de comprobar que su período lunar parecía haber concluido. Desató las cuerdas, se quitó el amuleto, y entró en un estanque poco profundo para lavarse. Cuando concluyó, llenó la bolsa para el agua en la rumorosa cascada que desaguaba en la leve depresión del estanque, después salió y se quitó el agua con ambas manos. Tras recoger el amuleto, la lana lavada y las cuerdas, volvió deprisa al refugio.

Jondalar estaba haciendo un nudo alrededor de las pieles que utilizaban para dormir, ya enrolladas cuando ella entró en la vivienda semisubterránea. La miró y sonrió. Al ver que Ayla ya no llevaba las cuerdas de cuero, su sonrisa adoptó un sesgo claramente sugestivo.

–Tal vez no debería haberme apresurado tanto en enrollar las pieles esta mañana –dijo.

Ella se sonrojó cuando comprendió que Jondalar sabía que había pasado el período lunar. Después, le miró directamente a los ojos, que desbordaban alegría burlona, amor y vivo deseo, y correspondió a la sonrisa.

–Siempre puedes volver a desenrollarlas.

–Y ahí terminan mis planes, que incluían una partida temprana –comentó Jondalar, tirando de un extremo de la cuerda para deshacer el nudo que sujetaba la piel de dormir. La desenrolló y se incorporó mientras ella se acercaba.

Después de la comida matutina no necesitaron mucho tiempo para concluir los preparativos. Reunieron todas sus pertenencias y descendieron al río con el bote y con los animales que eran sus compañeros de viaje. Pero decidir el mejor modo de cruzar era otra cuestión. Contemplaron el espejo de agua que pasaba veloz, tan ancho que era difícil divisar los detalles de la orilla opuesta. Con su rápida corriente, que se desbordaba y giraba sobre sí misma en anillos y remolinos que formaban pequeñas olas agitadas, el sonido del río profundo era casi más revelador que su aspecto. Su poder se expresaba con un retumbo apagado y gorgoteante.

Mientras fabricaba el artefacto circular, Jondalar había pensado a menudo en el río y en el modo de usar el bote para cruzarlo. Nunca había construido un bote redondo, y muy pocas veces había viajado en uno de ellos. Se había aficionado bastante a manejar las esbeltas piraguas cuando vivía con los sharamudoi, pero cuando había probado a impulsar los redondos botes de los mamutoi, llegó a la conclusión de que eran muy engorrosos. Flotaban bien, no volcaban con facilidad, pero era difícil controlarlos.

Los dos pueblos no sólo tenían diferentes materiales para construir sus artefactos flotantes, sino que usaban éstos con distintos propósitos. Los mamutoi eran ante todo cazadores de las estepas abiertas; la pesca era sólo una actividad ocasional. Empleaban sus botes principalmente cuando ellos y sus pertenencias tenían que cruzar los cursos de agua, ya fuesen éstos pequeños afluentes o los ríos que descendían a través de todo el continente, desde los glaciares del norte a los mares interiores del sur.

Los ramudoi, la rama de los sharamudoi que formaba el Pueblo de los Ríos, pescaban en el Río de la Gran Madre –aunque ellos lo consideraban una forma de caza cuando salían en busca de los esturiones de diez metros– y, en cambio, la mitad sharamudoi cazaba gamuzas y otros animales que vivían en los altos riscos y las montañas desde los cuales se dominaba el río y cerca de su hogar lo limitaban en un gran cañón. Los ramudoi vivían en el río durante las estaciones cálidas, aprovechando al máximo sus recursos, incluso los grandes robles durmast que crecían en sus orillas y que eran empleados para fabricar las embarcaciones bellamente trabajadas y muy manejables.

–Bien; creo que sólo nos queda meter todo esto ahí –dijo Jondalar, levantando uno de sus canastos. Después, lo dejó en el suelo y levantó otro–. Probablemente es una buena idea depositar en el fondo las cosas más pesadas; en éste están mi pedernal y las herramientas.

Ayla asintió. También ella había estado pensando en la necesidad de llegar a la orilla opuesta con las pertenencias intactas, y había tratado de prever algunos de los posibles problemas, pues recordaba sus escasas excursiones en los botes redondos del Campamento del León.

–Deberíamos sentarnos el uno frente al otro, para equilibrar el bote. Dejaré sitio a Lobo, para que esté conmigo.

Jondalar se preguntó cómo se comportaría el lobo en el frágil redondel flotante, pero se abstuvo de decir nada. Ayla vio que tenía el entrecejo fruncido, pero tampoco hizo ningún comentario.

–También deberíamos llevar cada uno un remo –dijo Jondalar, y entregó uno a Ayla.

–Con todo esto, ojalá haya espacio –se preocupó Ayla, mientras depositaba la tienda en el bote, con el propósito de usarla como asiento.

Aunque no estaban muy cómodos, se las arreglaron para cargarlo todo en el bote recubierto de piel, a excepción de las pértigas.

–Tendremos que dejarlas, no caben –dijo Jondalar con aire disgustado, ya que acababan de hacerlas para reemplazar a las que habían perdido.

Ayla sonrió y mostró una cuerda que había separado.

–No, no las dejaremos. Flotarán –afirmó–. Las ataré al bote con esto, de manera que no se pierdan –dijo.

Jondalar no sabía si era una buena idea, y se le ocurrieron varias objeciones que hacer mientras pensaba en ello. Pero la pregunta siguiente de Ayla le distrajo.

–¿Qué vamos a hacer con los caballos?

–¿Qué sucede con los caballos? Pueden atravesar el río a nado, ¿no es cierto? –contestó el hombre.

–Sí, pero sabes que se inquietan demasiado, especialmente si se trata de algo que no han hecho antes. ¿Qué sucederá si se asustan a causa de algo que encuentren en el agua y deciden regresar? No intentarán cruzar de nuevo solos el río. Ni siquiera sabrán que estamos en la otra orilla. Tendríamos que regresar y obligarlos a cruzar. Por lo tanto, ¿no sería mejor obligarlos a nadar? –explicó Ayla.

Tenía razón. Los caballos probablemente se inquietarían, y tanto podían regresar como cruzar.

–Pero ¿cómo los guiaremos si estamos en el bote? –preguntó. El asunto estaba complicándose. Tratar de maniobrar un bote ya podía ser bastante difícil sin que, además, tuvieran que ocuparse del control de un par de caballos asustados. Jondalar se sentía cada vez más inquieto ante la perspectiva de intentar el cruce.

–Les pondremos los cabestros sujetos con cuerdas y ataremos las cuerdas al bote –sentenció Ayla.

–No sé... Tal vez no sea ése el mejor modo. Quizá deberíamos pensarlo mejor –dijo Jondalar.

–¿Qué quieres pensar? –preguntó Ayla, mientras ataba una cuerda alrededor de las tres pértigas. Después, extendió la cuerda y la aseguró al bote–. Tú fuiste quien quiso partir –añadió, mientras colocaba el cabestro a Whinney, le agregaba una cuerda y ataba ésta al bote, al lado opuesto de las pértigas. Sosteniendo la cuerda floja, Ayla se detuvo junto al bote, y acto seguido se volvió hacia Jondalar.

–Estoy preparada para partir.

Él vaciló, y después asintió, decidido.

–Muy bien. –Extrajo del canasto el cabestro de Corredor y llamó al caballo. El joven corcel irguió la cabeza y relinchó cuando el hombre intentó pasarle el cabestro sobre la cabeza, pero una vez que Jondalar le habló y le acarició la cara y el cuello, Corredor se calmó y permitió que le pusieran el cabestro. Jondalar ató la cuerda al bote, y después miró a Ayla–. Vamos –dijo.

Ayla ordenó a Lobo que entrase en el bote. A continuación los dos, sin dejar de sujetar las cuerdas de los caballos para mantener el control, empujaron el bote hacia el agua y se metieron en él.

Desde el principio hubo dificultades. La rápida corriente se apoderó de la pequeña embarcación y la impulsó, pero los caballos no estaban muy dispuestos a entrar en el ancho río. Retrocedieron al mismo tiempo que el bote trataba de alejarse, y lo sacudieron con tanta violencia que casi lo volcaron; Lobo trastabilló para recuperar el equilibrio y contempló nervioso la situación. Pero la carga era tan pesada que el bote se enderezó enseguida, aunque se hundió bastante en el agua. Las pértigas se habían adelantado, tratando de seguir la intensa corriente.

La fuerza del río que tiraba de los caballos al mismo tiempo que intentaba impulsar el bote río abajo, y las nerviosas palabras de aliento de Ayla y Jondalar, convencieron finalmente a los inquietos animales y lograron que entrasen en el agua. Primero, Whinney adelantó un casco vacilante y tocó fondo, seguida de Corredor, y gracias al constante tironeo los dos finalmente se zambulleron. La orilla se alejó deprisa y poco después los dos animales estaban nadando. Ayla y Jondalar no tuvieron otra alternativa que permitir que la corriente los llevase río abajo, hasta que toda aquella inverosímil combinación formada por tres largas pértigas, por un bote redondo pesadamente cargado que transportaba a una mujer, un hombre y un lobo muy nervioso, con dos caballos detrás, consiguió estabilizarse. Después, Ayla y Jondalar soltaron las cuerdas de los caballos y cada uno tomó un remo y trató de cambiar la dirección, para desplazarse a través de la corriente.

Ayla, instalada en el lado que miraba hacia la orilla opuesta, no estaba en absoluto familiarizada con el uso del remo. Necesitó hacer varios intentos; Jondalar la aconsejaba mientras intentaba apartar el bote de la orilla, antes de que ella consiguiera realizar la maniobra y lograse utilizar el remo cooperando con él para dirigir el bote. Incluso entonces se movieron lentamente, con las largas pértigas al frente y los caballos detrás, con los ojos desorbitados de miedo porque la corriente los arrastraba contra su voluntad.

Consiguieron realizar progresos, aunque se deslizaban mucho más velozmente río abajo. Pero más adelante, el ancho y veloz curso de agua, que descendía siguiendo el declive gradual del terreno en su camino hacia el mar, formaba una brusca curva hacia el este. Una contracorriente, que bordeaba un saliente de arena formado en la orilla más próxima, golpeó las pértigas que avanzaban al frente del bote.

Los largos vástagos de haya, que flotaban libremente salvo por las cuerdas que los retenían, invirtieron el sentido de su movimiento y golpearon el bote recubierto de cuero sacudiéndolo con fuerza en un punto cercano a Jondalar; éste temió que la madera hubiese perforado la embarcación. El golpe sacudió a cuantos estaban a bordo, e imprimió un movimiento giratorio a la pequeña embarcación redonda, lo que a su vez provocó un tirón de las cuerdas que sujetaban a los caballos. Los animales relincharon dominados por el pánico, tragaron agua e intentaron con desesperación alejarse nadando, pero la corriente implacable que impulsaba el bote al que ellos estaban atados los arrastraba inexorablemente.

Mas los esfuerzos que realizaron no carecieron de efecto. Determinaron que la pequeña embarcación fuese sacudida y girase, y esto provocó un tirón en las pértigas, que de nuevo golpearon el bote. La corriente turbulenta y los brincos y las sacudidas de la embarcación sobrecargada lograron que saltase y se balancease mientras entraba agua en su interior, lo que incrementó el peso. Ahora corría el peligro de hundirse.

El lobo, asustado, estaba encogido, con la cola entre las patas, junto a Ayla, encima de la tienda plegada, y ella intentaba frenéticamente estabilizar el bote con un remo que no sabía usar, mientras Jondalar le gritaba instrucciones que ella no sabía interpretar. El relincho de los caballos asustados atrajo la atención de Ayla, y al darse cuenta del terror que los animales sentían, comprobó de golpe que debía dejarlos libres. Tiró el remo en el fondo del bote y desenfundó el cuchillo que llevaba a la cintura. Sabiendo que Corredor era más nervioso, se ocupó primero de su cuerda, y con poco esfuerzo el afilado pedernal cortó la cuerda.

La liberación de Corredor provocó más golpes y giros, y eso ya fue demasiado para Lobo. Saltó del bote al agua. Ayla le vio nadar frenéticamente; entonces cortó deprisa la cuerda de Whinney y se zambulló detrás de Lobo.

–¡Ayla! –gritó Jondalar, pero se vio sacudido de nuevo cuando el bote, súbitamente liberado y ahora más liviano, empezó a rotar y a golpear contra las pértigas. Cuando Jondalar miró, Ayla trataba de avanzar por el agua, alentando al lobo que nadaba hacia ella. Whinney, y un poco más lejos Corredor, enfilaban hacia la orilla más lejana; la corriente llevaba a Jondalar aún más velozmente río abajo, lejos de Ayla.

Ella miró hacia atrás y alcanzó a echar una última ojeada a Jondalar y al bote, que enfilaba la curva del río, y experimentó un sobrecogedor instante de miedo, porque pensó que jamás volvería a verle. Por su mente cruzó el pensamiento de que no hubiera debido abandonar el bote, pero en ese momento no disponía de mucho tiempo para preocuparse. El lobo se acercaba a ella, luchando contra la corriente. Ayla dio unas pocas brazadas para acercarse, pero, cuando se unieron, él trató de ponerle las patas sobre los hombros y de lamerle la cara; en su ansiedad, la hundió bajo el agua. Ayla emergió escupiendo, aferró al lobo con un brazo y buscó a los caballos.

La yegua estaba nadando hacia la orilla, alejándose de Ayla. Ésta respiró hondo y emitió un silbido estridente y prolongado. El caballo irguió las orejas y volvió la cabeza en dirección al sonido. Ayla silbó de nuevo, y el caballo cambió de dirección y trató de nadar hacia ella, mientras Ayla intentaba a su vez reducir con largas brazadas la distancia que la separaba de Whinney. Ayla era buena nadadora. Moviéndose en general a favor de la corriente, aunque un poco en diagonal, tuvo que realizar un no pequeño esfuerzo para llegar hasta el animal completamente mojado. Cuando al fin lo logró, casi gritó aliviada. El lobo les alcanzó poco después, pero continuó nadando.

Ayla descansó un momento, aferrada al cuello de Whinney, y sólo entonces advirtió que el agua estaba muy fría. Vio la cuerda que flotaba en el agua, unida al cabestro que Whinney todavía tenía puesto, y pensó que podía ser muy peligroso para el caballo si la cuerda se enredaba en cualquier resto flotante. La mujer dedicó unos instantes a desatar el nudo, pero estaba muy hinchado y ella tenía los dedos ateridos de frío. Respiró hondo y comenzó de nuevo a nadar, pues no quería cargar al caballo y esperaba que el ejercicio la calentase.

Cuando al fin llegaron a la orilla opuesta, Ayla salió trastabillando del agua, exhausta y temblorosa, y cayó al suelo. El lobo y el caballo estaban un poco mejor. Ambos se sacudieron, salpicándolo todo de agua, y después Lobo se echó, respirando agitadamente. El desordenado pelaje de Whinney era denso incluso en verano, aunque sería mucho más espeso en invierno, cuando creciera el pelaje interior muy apretado. Permaneció de pie, las patas abiertas y el cuerpo tembloroso, la cabeza inclinada y las orejas caídas.

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