Las llanuras del tránsito (27 page)

En ese momento, Lobo ladró, un ladrido de cachorro que reclama atención y que había comprobado que le permitía alcanzar su objetivo; y eso le indujo a continuar con aullidos que ya no eran de cachorro. Ambos miraron hacia donde estaba Lobo; entonces comprendieron la causa de su excitación. Abajo, en la planicie aluvial del ancho río, con sus escasos árboles, un pequeño rebaño de uros se desplazaba lentamente. El ganado salvaje estaba formado por animales enormes, con macizos cuernos y pelaje desordenado, la mayor parte de un color rojizo intenso, casi negro. No obstante, en el rebaño había unos pocos que mostraban grandes manchas blancas, principalmente alrededor de la cara y los cuartos delanteros. Se trataba de leves aberraciones genéticas que aparecían ocasionalmente, sobre todo en los uros.

Casi en el mismo instante, Ayla y Jondalar se miraron, y ambos asintieron y llamaron a sus caballos. Retiraron deprisa los canastos, que depositaron en el interior de la morada, y después de coger los lanzavenablos y las lanzas, montaron y enfilaron hacia el río. Cuando se aproximaron al rebaño que pastaba, Jondalar se detuvo para estudiar la situación y decidir cuál sería el mejor método. Ayla imitó el ejemplo y se detuvo a su vez. Ella conocía a los animales carnívoros, en especial a los más pequeños, si bien los animales de las proporciones del lince y la hiena de las cavernas, poderosa y corpulenta, habían sido algunas de sus presas, y un león había vivido antaño con ella, y ahora tenía un lobo; pero no estaba tan familiarizada con los animales que pastaban y ramoneaban, y a los que normalmente se daba caza para obtener alimento. Aunque había ideado sus propios métodos para cazarlos cuando vivía sola, Jondalar había crecido persiguiéndolos y tenía mayor experiencia.

Quizá porque había tratado de comunicarse con su tótem y con el mundo de los espíritus, Ayla se encontraba en una extraña disposición mental mientras contemplaba el rebaño. Casi parecía excesiva coincidencia que, precisamente cuando habían decidido que la Madre no se opondría si ellos permanecían allí algunos días para reparar sus pérdidas y cazar un animal que les suministrase un cuero resistente y mucha carne, de pronto apareciera un rebaño de uros. Ayla pensó si no sería un signo de la Madre o quizá del tótem que la protegía, y que tal vez fuesen ellos quienes habían llevado el rebaño hasta allí.

Sin embargo, no era un episodio infrecuente. A lo largo del año, y sobre todo durante las estaciones más cálidas, diferentes animales, en rebaño o individualmente, emigraban atravesando los bosques y los abundantes pastizales de los grandes valles fluviales. En muchos parajes distribuidos a lo largo de un río importante, era usual ver un tipo u otro de animales que hacían a menudo acto de presencia, y en ciertas estaciones había nutridos desfiles que se sucedían día tras día. Esta vez era un rebaño de ganado salvaje, exactamente el tipo de animal que podía satisfacer las necesidades de Jondalar y Ayla, aunque había otras especies que también hubieran sido útiles.

–Ayla, ¿ves aquella hembra corpulenta? –preguntó Jondalar–. ¿La que tiene la mancha blanca en la cara y en la paletilla izquierda?

–Sí –dijo la joven.

–Creo que deberíamos probar con ella –propuso Jondalar–. Ya es completamente adulta, pero, por el tamaño de los cuernos, no parece demasiado vieja, y se ha apartado del resto.

Ayla experimentó un escalofrío de reconocimiento. Ahora estaba convencida de que era un signo. ¡Jondalar había elegido al animal que se distinguía de los demás! El que tenía las manchas blancas. Cada vez que ella había afrontado situaciones difíciles en su vida, y después de pensarlo mucho, finalmente había razonado, o racionalizado, para llegar a una decisión, su tótem le había confirmado que era la actitud apropiada mediante un signo, un objeto desusado de cualquier género. Cuando era niña, Creb le había explicado tales signos y le había dicho que los conservase para propiciar la buena suerte. La mayor parte de los pequeños objetos que llevaba en el saquito decorado colgado del cuello eran signos de su tótem. La súbita aparición del rebaño de uros, después de haber optado por quedarse en el lugar, y la decisión de Jondalar en el sentido de cazar al animal diferente, parecían extrañamente afines a los signos de un tótem.

Aunque la decisión de permanecer en aquel campamento no había sido personal ni dolorosa, era importante y les había obligado a reflexionar seriamente. Era el hogar invernal permanente de un grupo de personas que habían invocado el poder de la Madre para defender el lugar mientras ellos estaban ausentes. Si bien las necesidades de la supervivencia permitían, en efecto, que un extraño que pasara lo utilizara en caso de necesidad, tenía que haber una razón legítima. Nadie atraía a la ligera sobre su cabeza la posible cólera de la Madre.

La tierra estaba abundantemente poblada de criaturas vivas. En sus viajes, Ayla y Jondalar habían visto incontable número de animales muy variados, pero pocas personas. En un mundo tan desprovisto de vida humana, reconfortaba la idea de que un reino invisible de los espíritus supiera de la existencia de los humanos, se ocupara de sus actos y quizá dirigiera sus pasos. Incluso un espíritu severo u hostil que se interesaba lo suficiente como para exigir ciertos actos de desagravio era mejor que la cruel indiferencia de un mundo duro e indiferente, en que la vida de cada uno dependía exclusivamente de sí mismo, y no era posible acudir a nadie en momentos de necesidad, ni tampoco apelar a otro ni siquiera con el pensamiento.

Ayla había llegado a la conclusión de que si la caza tenía éxito, significaba que podían usar el campamento, pero si fracasaban, tendrían que irse. Les había sido revelado el signo, aquel animal poco común, y para merecer la buena suerte debían conservar una parte de él. Si no podían hacerlo, si el intento fracasaba, el hecho presagiaría mala suerte, sería un signo de que la Madre no deseaba que permanecieran allí y de que deberían marcharse inmediatamente. La joven se preguntó cuál sería el desenlace.

Capítulo 9

Jondalar observó la distribución de los uros a lo largo del río. Los animales estaban dispersos entre la base de la colina y el borde del agua; ocupaban diferentes pastizales pequeños de abundante hierba verde, que aparecían mezclados con arbustos y árboles. La hembra manchada estaba en un pequeño prado, con un denso bosquecillo de hayas y plantas de aliso en un extremo, separada del resto del rebaño. El matorral continuaba a lo largo de la falda de la colina y dejaba paso a grupos de juncos y cañas de hojas ahusadas en los terrenos bajos y húmedos del extremo opuesto, los cuales, a su vez, conducían a una entrada pantanosa cubierta de altos juncos y espadañas.

Jondalar se volvió hacia Ayla y señaló el pantano.

–Si cabalgas a lo largo del río y dejas atrás esos juncos y espadañas, y yo me acerco a través de la abertura que hay en los arbustos de aliso, la acosaremos entre los dos y podremos atraparla.

Ayla analizó la situación y asintió. Después, desmontó.

–Quiero preparar mi lanzador antes de que empecemos –dijo, y aseguró la larga funda de cuero crudo de forma tubular a las tiras que se unían con la manta de montar de suave piel de ciervo. En la funda de cuero duro había varias lanzas cuidadosamente fabricadas, con puntas de hueso redondas y finas, talladas y pulidas para darles filo y divididas en la base, con el fin de asegurarlas a las largas astas de madera. Cada lanza tenía dos plumas rectas en la base y se les había practicado una muesca en el mango.

Mientras Ayla aseguraba su funda, Jondalar extrajo una lanza del carcaj que llevaba a la espalda, sujeto por una cuerda pasada por un hombro. Siempre llevaba el carcaj cuando cazaba a pie y estaba acostumbrado a él; aunque cuando viajaba caminando sobre sus piernas y usaba un saco que cargaba sobre la espalda, mantenía las lanzas en un recipiente especial, a un costado. Colocó la lanza en su lanzavenablos para tenerla pronta.

Jondalar había inventado el lanzador durante el verano en que vivió con Ayla en su valle. Era una innovación original y trascendente, una creación fruto del talento que provenía de su aptitud técnica natural y de cierto sentido intuitivo de los principios físicos que serían definidos y codificados centenares de siglos más tarde. Aunque la idea era ingeniosa, el lanzador en sí era aparentemente sencillo.

Formado por una sola pieza de madera, tenía una longitud aproximada de cuarenta y cinco centímetros y unos cuatro centímetros de ancho, estrechándose hacia el extremo delantero. Estaba hecho para ser sostenido horizontalmente y tenía una ranura en el centro, en la cual descansaba la lanza. Una sencilla curva tallada en el extremo posterior del lanzador coincidía con la muesca en el mango de la lanza; esta curva actuaba como freno y ayudaba a sostener la lanza en su lugar cuando ésta era arrojada, lo cual contribuía a la precisión del arma. Cerca del extremo delantero, el lanzador llevaba adheridas dos presillas de cuero suave de becerro, una a cada lado.

Para usar el artefacto, se depositaba la lanza sobre el lanzador, con el mango apoyado en la depresión posterior. Los dos primeros dedos pasaban por las presillas de cuero, en la parte delantera del lanzador, que llegaba hasta un punto situado un poco antes del centro de la lanza, mucho más larga, con un buen equilibrio y que mantenía la lanza en su sitio. Pero una función mucho más importante entraba en juego cuando se disparaba la lanza. Al sostener con firmeza el frente del lanzador mientras se arrojaba la lanza, el extremo posterior se elevaba, y esto, al hacer las veces de una prolongación del brazo, aumentaba la longitud. El aumento de la longitud incrementaba la fuerza y el impulso, con lo cual se ampliaba la potencia y la distancia de vuelo de la lanza.

Arrojar la lanza con un lanzador era semejante a arrojarla con la mano; la diferencia estaba en los resultados. Con el lanzador, el largo eje de punta aguzada podía recorrer doble camino que una lanza arrojada con la mano, y se multiplicaba la fuerza.

La invención de Jondalar potenciaba la ventaja mecánica para transmitir y aumentar la fuerza de la potencia muscular, pero no era el primer instrumento que aprovechaba estos principios. Su pueblo poseía una tradición de invención creadora y había utilizado de otros modos ideas análogas. Por ejemplo, un pedazo afilado de pedernal sostenido con la mano era una eficaz herramienta de corte, pero al agregarle un mango, el usuario aumentaba extraordinariamente la fuerza y el control de la misma. La idea, en apariencia sencilla, de aplicar mangos a las cosas –cuchillos, hachas, azuelas y otras herramientas para tallar, cortar y perforar, y un mango más largo para las palas y los rastrillos, e incluso una forma de mango separable para arrojar una lanzamultiplicaba muchas veces la eficacia. No era simplemente una idea sencilla, también era una invención importante que facilitaba el trabajo y aumentaba la probabilidad de supervivencia.

Aunque los antepasados habían desarrollado y mejorado lentamente distintos instrumentos y herramientas, la gente como Jondalar y Ayla fueron los primeros que imaginaron e innovaron hasta un nivel tan notable. Tenían facilidad para la abstracción. Eran capaces de concebir una idea y planear el modo de realizarla. Partiendo de objetos sencillos basados en principios avanzados que ellos comprendían intuitivamente, sacaban conclusiones y las aplicaban en otras circunstancias. Hacían más que inventar herramientas utilizables, inventaban ciencia. Y a partir del mismo venero de capacidad creadora, merced a su capacidad de abstracción, fueron los primeros en ver de modo simbólico el mundo que les rodeaba, para extraer su esencia y reproducirla; es decir, crearon arte.

Cuando Ayla terminó de asegurar su portalanzas, volvió a montar. Entonces, al ver que Jondalar tenía preparada una lanza, ella también aplicó la suya a su lanzador, y sosteniéndola con soltura y cuidado, partió en la dirección que él había indicado. El ganado salvaje se desplazaba lentamente a lo largo del río, pastando a su paso, y la hembra que ellos habían elegido ya estaba en un lugar distinto y no aislada como antes. Un becerro y otra hembra se le aproximaban. Ayla siguió el curso del río, guiando a Whinney con las rodillas, los músculos y los movimientos del cuerpo. Mientras se acercaba a la pieza elegida, vio que el hombre alto montado en su caballo cruzaba el prado verde aproximándose a través del claro en el matorral. Los tres uros estaban entre los dos.

Jondalar alzó el brazo que sostenía la lanza, con la esperanza de que Ayla interpretara que era la señal de que debía esperar. Quizá hubiera debido estudiar mejor la estrategia antes de separarse, pero era difícil planear con exactitud la táctica que se iba a emplear en la caza. Esto dependía en gran parte de la situación que encontraran y de las reacciones de la presa. Los dos animales que ahora se habían agregado y pastaban cerca de la hembra de manchas blancas representaban otra complicación, pero no era necesario apresurarse. Los animales no parecían alarmados por la presencia de los humanos y Jondalar deseaba trazar un plan antes de lanzarse al ataque.

De pronto, las hembras alzaron la cabeza, y su tranquila indiferencia se convirtió en inquietud ansiosa. Jondalar miró más allá de los animales y sintió una oleada de irritación que se convirtió en verdadera cólera. Lobo había llegado y avanzaba hacia los animales con la lengua colgando, con lo que su aspecto resultaba al mismo tiempo amenazador y juguetón. Ayla todavía no lo había visto, y Jondalar tuvo que contener el impulso de gritarle y decirle que apartase al lobo. Pero un grito asustaría cuando menos a las hembras, y probablemente las impulsaría a correr. En cambio, cuando un gesto de su brazo atrajo la mirada de Ayla, Jondalar señaló al lobo con su lanza.

Entonces, Ayla vio a Lobo, pero por los movimientos de Jondalar no sabía muy bien qué era lo que quería, y trató de responderle con gestos de la lengua del clan, pidiéndole que se explicase. Aunque comprendía esencialmente la lengua del clan, Jondalar no pensaba en los gestos como un idioma en ese preciso momento, y no identificó los signos de Ayla. Concentraba la atención en la manera de salvar una situación que se deterioraba. Las hembras habían comenzado a mugir, y el becerro, que notó el temor de los dos animales, comenzó a berrear. Todos parecían preparados para huir. Lo que había comenzado como una combinación casi perfecta para realizar una cacería fácil, se estaba convirtiendo rápidamente en un esfuerzo inútil.

Antes de que las cosas empeoraran, Jondalar espoleó a Corredor, y en el mismo instante la hembra de un solo color dio un brinco y comenzó a huir del caballo y el jinete que se acercaban, en dirección a los árboles y el matorral. El becerro que berreaba la siguió. Ayla esperó únicamente el tiempo necesario para saber a qué animal perseguía Jondalar, y después también ella se alejó en pos de la hembra manchada. Los dos estaban confluyendo sobre el uro que aún seguía en el prado, mirándolos y mugiendo nerviosamente, cuando el animal, de pronto, echó a correr dirigiéndose al pantano. La persiguieron, pero cuando ya se cerraban sobre ella, la hembra dio media vuelta, para pasar veloz entre los dos caballos en busca de los árboles, en el extremo opuesto del prado.

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