Las llanuras del tránsito (23 page)

Capítulo 8

El alto pino herido por el rayo estaba ardiendo, pero la resina caliente que alimentaba el fuego debía luchar contra la lluvia torrencial, y las llamas vacilantes aportaban un poco de luz. De todos modos, era suficiente para señalar los perfiles generales del paisaje cercano. No había mucho que pudiera servir como refugio en las llanuras abiertas, salvo los matorrales bajos junto a una zanja de desagüe casi rebosante, que estaba seca la mayor parte del año.

Ayla contemplaba la oscuridad del valle, sobrecogida por la escena que había visto allá abajo. Mientras permanecían de pie en aquel lugar, la lluvia comenzó a caer de nuevo con más fuerza, les cubría y empapaba sus prendas ya mojadas, y finalmente apagó el fuego que hasta entonces había persistido en el árbol.

–Ayla, vamos –dijo Jondalar–. Tenemos que buscar refugio y defendernos de esta lluvia. Tienes frío. Los dos tenemos frío y estamos mojados.

Ella miró fijamente unos instantes más, y se estremeció.

–Estábamos allá abajo. –Miró al hombre–. Jondalar, habríamos perecido si la inundación nos hubiera atrapado.

–Pero salimos a tiempo. Ahora tenemos que encontrar un refugio. Si no hallamos un lugar para guarecernos, no importará que hayamos escapado del valle.

Jondalar tomó la cuerda de Corredor y avanzó hacia el matorral. Ayla hizo una señal a Whinney y le siguió, y Lobo trotó a su lado. Cuando llegaron a la zanja, vieron que los matorrales bajos conducían a un agrupamiento más espeso de matorrales más altos, casi de la altura de árboles pequeños, a cierta distancia del valle enclavado entre las estepas, y se dirigieron hacia allí.

Se abrieron paso hacia el centro del denso matorral de sauces. El suelo alrededor de las bases delgadas y con numerosos tallos del sauzal verde plateado estaba húmedo, y la lluvia aún se filtraba entre las hojas angostas, pero con menos fuerza. Arrancaron tallos leñosos de una pequeña haya, y después retiraron de los caballos los canastos con los enseres. Jondalar extrajo el pesado bulto de la tienda húmeda y la sacudió. Ayla cogió las estacas y las fijó alrededor del borde interior del área que acababan de limpiar, y después ayudó a extender los cueros de la tienda, todavía unidos a la base. Era una estructura improvisada, pero por el momento sólo deseaban sentirse protegidos de la lluvia.

Cogieron los canastos que formaban su equipaje y las demás cosas y lo metieron todo en el improvisado refugio, arrancaron hojas de los árboles para revestir el suelo mojado y extendieron las pieles de dormir también húmedas. Después, se quitaron las prendas exteriores. Entre los dos retorcieron el cuero empapado y colgaron las piezas de varias ramas. Finalmente, temblorosos, se acurrucaron y se cubrieron con las pieles de dormir. Lobo entró y se sacudió enérgicamente, difundiendo salpicaduras de agua, pero todo estaba tan húmedo que apenas importaba. Los caballos de la estepa, con su pelaje espeso e hirsuto, preferían con mucho el invierno frío y seco a la tormenta estival que los empapaba, pero estaban acostumbrados a vivir al aire libre. Se mantenían muy juntos al abrigo de los matorrales, resignándose a que la lluvia cayese sobre ellos.

En el húmedo refugio, tan mojado que la posibilidad de encender fuego era impensable, Ayla y Jondalar, envueltos en gruesas pieles, se acurrucaron estrechamente abrazados, Lobo se enroscó sobre las pieles de dormir, apretándose contra ellos, y finalmente el calor de los cuerpos consiguió entibiar a todos. El hombre y la mujer dormitaron un poco, aunque ninguno pudo dormir demasiado. La lluvia amainó casi al amanecer, y sólo entonces consiguieron conciliar un sueño más profundo.

Ayla escuchó, sonriendo para sí, antes de abrir los ojos. Entre la barahúnda de cantos de pájaros que la había despertado, pudo distinguir un gorjeo de notas agudas y elaboradas. Después, oyó a una melodiosa curruca, que parecía cantar con voz cada vez más sonora, pero cuando intentó hallar la fuente de los trinos vibrantes, tuvo que mirar con mucha atención para distinguir a la pequeña alondra, de plumas pardas y poco llamativas. Ayla rodó de costado para observarla.

La alondra atravesó el terreno con movimientos ágiles y rápidos, bien equilibrada sobre las anchas garras de las patas, y acto seguido inclinó la cabeza empenachada; cuando la levantó, tenía una oruga en el pico. Luego corrió hacia una depresión del suelo, cerca de los tallos de un arbusto de sauce, en el que un grupo bien disimulado de polluelos cubiertos de plumón, nacidos poco antes, de pronto cobró vida y cada boca abierta pidió ansiosamente que le entregaran el preciado bocado. Poco después, un segundo pájaro, con las mismas características pero de plumaje algo más oscuro, casi invisible sobre el fondo pardo de las estepas, apareció con un insecto alado. Mientras lo metía en el pico abierto, el primer pájaro remontó el vuelo y describió círculos hasta casi perderse de vista. Pero su presencia no pasó inadvertida, ya que desapareció en una espiral coronada por un canto increíblemente bello.

Ayla emitió suavemente la llamada musical, reproduciendo los sonidos con tanta precisión que el pájaro hembra cesó de inspeccionar el suelo en busca de alimentos y se volvió hacia la joven. Ayla silbó de nuevo y sintió el deseo de tener algunos granos que ofrecer al pájaro, como hacía cuando vivía en su valle y comenzaba a imitar los reclamos de las aves. Después de que ella perfeccionara su técnica, las aves acudían a su llamada, al margen de que les ofreciese o no granos, y así le prestaban compañía durante aquellos días solitarios. La alondra madre se aproximó, buscando al ave que estaba invadiendo el territorio de su nido, pero como no vio a otras alondras, reanudó la tarea de alimentar a sus pequeños.

Los silbidos, repetidos varias veces, más dulces y terminados en una suerte de cloqueo, acentuaron todavía más el interés de Ayla. Las ortegas tenían tamaño suficiente para proporcionar una comida decente, y lo mismo podía decirse de las tórtolas que se arrullaban, pensó Ayla, mirando alrededor para ver si podía distinguir a las aves de abultado pecho que se asemejaban a la ortega parda por el tamaño y la forma general. En las ramas bajas vio un sencillo nido de ramitas con tres huevos blancos, antes de distinguir a la regordeta paloma, con su cabecilla y su pico y sus patas cortas. El plumaje, suave y denso, era pardo claro, casi sonrosado, y en las alas y el lomo de firme dibujo, que se parecía un tanto a la concha de una tortuga, relucían sus manchas iridiscentes.

Jondalar se puso de costado y Ayla se volvió para mirar al hombre que yacía a su espalda, respirando con el ritmo profundo del sueño. Después advirtió que necesitaba levantarse para aliviar su vejiga. Temía despertar a Jondalar al moverse y detestaba la idea de molestarle, pero cuanto más intentaba olvidar el asunto, más la apremiaba su necesidad. Quizá debería deslizarse lentamente, pensó, tratando de salir de las pieles tibias y algo húmedas que los envolvían. Jondalar rezongó y se movió, mientras Ayla se liberaba de las pieles, pero cuando el hombre extendió la mano y descubrió que ella no estaba, se despertó.

–¿Ayla? ¡Oh!, estás ahí –murmuró.

–Vuelve a dormir, Jondalar. Aún no es necesario que te levantes –dijo Ayla, mientras salía del nido que ambos habían formado entre los matorrales.

Era una mañana luminosa y fresca, con el cielo de un azul claro y límpido, sin que se divisara tan siquiera el atisbo de una nube. Lobo había desaparecido, y Ayla supuso que habría salido a cazar y explorar. Los caballos también se habían alejado; los vio pastando cerca del borde del valle. Aunque el sol todavía estaba bajo, ya brotaba vapor del suelo mojado, y Ayla notó la humedad al agacharse para orinar. Después, vio las manchas rojas sobre la cara interior de sus propias piernas. Había empezado el período lunar, que sabía estaba al caer; tendría que lavarse y lavar sus prendas interiores, pero ante todo necesitaba la lana de musmón.

La zanja de desagüe estaba llena sólo hasta la mitad, pero el agua que corría por ella estaba limpia. Ayla se inclinó y se enjuagó las manos, bebió varias veces el líquido fresco y se apresuró a volver a la tienda. Jondalar se había levantado y sonrió cuando ella entró en el refugio en busca de uno de los canastos. Ayla lo sacó de la tienda y comenzó a revisarlo. Jondalar llevó afuera sus dos canastos y después regresó a buscar el resto de sus cosas. Deseaba comprobar los destrozos causados por la lluvia torrencial. En ese momento, Lobo llegó trotando y se acercó directamente a Ayla.

–Pareces satisfecho de ti mismo –dijo Ayla, frotándole el pelaje del cuello, tan espeso y abundante que casi parecía una melena. Cuando dejó de acariciarlo, Lobo saltó sobre ella; sus patas llenas de barro se apoyaron en el pecho de la mujer, casi al nivel de sus hombros. La pilló por sorpresa y estuvo a punto de derribarla, aunque recobró el equilibrio enseguida.

–¡Lobo! Mira cómo me has puesto de barro... –gritó, mientras él intentaba lamerle el cuello y la cara, y después, con un gruñido grave pero resonante, abrió la boca y le apretó las mandíbulas con los dientes. A pesar de sus impresionantes colmillos, el gesto fue tan contenido y gentil como si Lobo hubiese estado sosteniendo a un cachorro recién nacido. Ninguno de los dientes rasgó la piel; apenas la presionó. Ayla enterró de nuevo las manos en el pelaje, apartó la cabeza de Lobo y contempló la devoción que se reflejaba en sus ojos lobunos con tanto afecto como el que él le demostraba. Luego, le aferró una pata con los dientes y le aplicó el mismo tipo de mordisco ruidoso y gentil.

–Ahora, bájate, Lobo. ¡Mira cómo me has puesto! Tendré que lavar también esto.

Se quitó la suelta túnica de cuero sin mangas que llevaba puesta sobre los calzones cortos, que usaba como ropa interior.

–Ayla, si no supiera a qué atenerme, me asustaría al verle hacer eso –dijo Jondalar–. Ha crecido mucho, es un animal muy grande, y, por añadidura, cazador. Podría matar a alguien.

–No tienes que preocuparte por Lobo cuando actúa así. Es el modo en que los lobos se saludan unos a otros y demuestran su cariño. Creo que más bien está contento porque le despertamos a tiempo para salir del valle.

–¿Has echado una ojeada a ese lugar?

–Todavía no... Lobo, fuera de aquí –dijo Ayla, apartándole cuando comenzó a olerla entre las piernas–. Es mi período lunar. –Desvió la mirada y se sonrojó un poco–. He venido a buscar mi piel de musmón y todavía no he podido encontrarla.

Mientras Ayla atendía su higiene íntima y lavaba sus ropas en el arroyuelo, además de asegurar las tiras que sostenían en su lugar la lana y buscar otra cosa que ponerse, Jondalar se acercó al borde del valle para orinar y mirar hacia abajo. No había indicios de campamento o de un lugar donde pudieran organizarse. La cuenca natural del valle estaba parcialmente llena de agua, y los troncos, los árboles y otros restos flotantes se balanceaban y hundían mientras las aguas inquietas continuaban elevándose. El riachuelo que alimentaba las aguas del valle aún no tenía salida y continuaba provocando reflujos, si bien no seguía agitado por el oleaje de ida y vuelta de la noche precedente.

Ayla se acercó en silencio a Jondalar, que había estado examinando atentamente el valle y pensando. La miró cuando advirtió su presencia.

–Lo más seguro es que este valle se estreche en el curso inferior, y algo debe estar bloqueando el río –dijo Jondalar–, probablemente piedras o una avalancha de lodo. En cualquier caso, impide el paso del agua. Tal vez por eso hay aquí tanto verdor; es posible que antes haya sucedido lo mismo.

–Por sí sola la inundación nos habría arrastrado si nos hubiera atrapado –dijo Ayla–. Mi valle solía inundarse en primavera; aquello no era tan grave, pero esto...

No pudo encontrar palabras para expresar su pensamiento, e inconscientemente concluyó su frase con los movimientos del lenguaje de los signos del clan, que, a su entender, expresaban con más energía y precisión sus sentimientos, mezcla de desaliento y alivio.

Jondalar entendió. También a él le faltaban las palabras y compartía los sentimientos de Ayla. Ambos permanecieron de pie, en silencio, observando los movimientos allá abajo; de pronto, Ayla advirtió en la frente de Jondalar las arrugas que reflejaban su concentración y su inquietud. Finalmente, el hombre habló.

–Si la avalancha de lodo, o lo que sea, cede con demasiada rapidez, el agua que descienda río abajo será muy peligrosa. Ojalá no haya gente en esos parajes –dijo.

–En todo caso, no será más peligrosa que anoche –comentó Ayla–. ¿No te parece?

–Anoche estaba lloviendo y, por tanto, la gente podía esperar algo semejante a una inundación, pero si ésta se produce repentinamente, sin la advertencia de una gran tormenta, sorprenderá a todos y eso sería realmente destructivo –explicó.

Ayla asintió y después dijo:

–Pero si la gente utiliza este río, ¿no verá que las aguas ya no fluyen y tratará de descubrir la causa?

Jondalar se volvió para mirarla.

–¿Y nosotros, Ayla? Estamos de viaje, y no habría forma de que supiéramos que un río había cesado de correr. Podríamos encontrarnos en una situación parecida a ésta en un determinado momento, y sin recibir ningún aviso.

Ayla contempló una vez más las aguas que cubrían el valle y no contestó inmediatamente.

–Tienes razón, Jondalar –dijo al fin–. Podríamos vernos atrapados por otra súbita inundación, sin previo aviso. O el rayo podría habernos alcanzado, en lugar de destruir ese árbol. O un terremoto podría abrir una grieta en el suelo y tragarse a todos excepto a una niña pequeña, dejándola sola en el mundo. O alguien enferma, o nace con un defecto o una deformidad. El Mamut dijo que nadie puede saber cuándo decidirá la Madre convocar a uno de Sus hijos. De nada sirve preocuparse por cosas como ésas. No podemos cambiarlas. A Ella le toca decidir.

Jondalar escuchó con la misma expresión inquieta en su rostro; después, sus rasgos se suavizaron y abrazó a Ayla.

–Me preocupo demasiado. Es lo que solía decirme Thonolan. Se me ha ocurrido pensar en lo que habría podido suceder si hubiésemos estado en el extremo inferior de ese valle; no olvidaré lo de anoche. Y después pensé en la posibilidad de perderte y... –La apretó con más fuerza–. Ayla, no sé lo que haría si llegase a perderte –dijo, con súbito fervor, estrechándola contra su cuerpo–. Creo que no desearía continuar viviendo.

Ella experimentó cierta inquietud ante la intensa reacción que sus palabras habían provocado en el hombre.

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