Las llanuras del tránsito (24 page)

–Jondalar, si eso ocurriera, confío en que continuarás viviendo y encontrarás otra persona a quien amar. Si llegara a sucederte algo, una parte de mí, de mi espíritu, se iría contigo, porque te amo, pero continuaría viviendo y una parte de tu espíritu siempre viviría conmigo.

–No sería fácil encontrar a otra persona a quien amar. Nunca pensé que te hallaría. Y ni siquiera sé si querría buscarla –sentenció Jondalar.

Comenzaron a regresar, caminando juntos. Ayla guardó silencio un momento, pensando, y después dijo:

–Me pregunto si eso es lo que sucede cuando uno ama a alguien y esa persona también le ama. Me pregunto si los dos intercambian partes del espíritu de cada uno. Tal vez por eso duele tanto perder a una persona amada. –Hizo una pausa, y después continuó–: Es como los hombres del clan. Son hermanos por la caza, e intercambian una parte del espíritu de cada uno, sobre todo cuando uno salva la vida de otro. No es fácil continuar viviendo cuando falta una parte de tu espíritu, y cada cazador sabe que una parte de sí mismo irá al otro mundo si el otro desaparece, y por eso vigila y protege a su hermano y hace lo imposible para salvarle la vida. –Se interrumpió y miró a Jondalar–. ¿Crees que hemos intercambiado parte de nuestros espíritus? Somos compañeros en la caza, ¿verdad?

–Y tú una vez me salvaste la vida, pero eres mucho más que un hermano en la caza –dijo, sonriendo ante la idea–. Te amo. Comprendo ahora por qué Thonolan no quiso continuar viviendo cuando Jetamio murió. A veces, creo que él buscó el modo de ir al otro mundo, para encontrarlos... a Jetamio y al niño que nunca nació.

–Pero si algo me sucediera, yo no querría que tú me siguieras al mundo de los espíritus. Desearía que permanecieras aquí y que encontrases a otra persona –dijo Ayla con verdadera convicción. No le agradaba que él hablara acerca de otros mundos. No estaba segura de cómo sería otro mundo después de éste, y tampoco, en lo más hondo de su corazón, de que existiese ese mundo realmente. Lo que sí sabía era que, para llegar a otro mundo, uno tenía que morir en éste, y ella no deseaba que se hablara de la muerte de Jondalar, antes o después de que ella misma muriese.

La reflexión acerca de los mundos del espíritu llevó a otros pensamientos accidentales.

–Tal vez sea eso lo que sucede cuando uno envejece –dijo Ayla–. Si tú intercambias parte de tu espíritu con las personas amadas, después de haber perdido a muchas de ellas, tantas partes de tu espíritu las habrán acompañado al otro mundo que ya no te quedará suficiente para continuar vivo en éste. Es como un edificio en tu interior que se agranda cada vez más, de manera que deseas ir al otro mundo, donde está la mayor parte de tu espíritu y tus seres amados.

–¿Cómo sabes tanto? –preguntó Jondalar con una leve sonrisa. Pese a que ella sabía muy poco del mundo de los espíritus, las observaciones ingenuas y espontáneas que formulaba le parecían en cierto modo lógicas a Jondalar y demostraban una inteligencia auténtica y reflexiva, aunque él no tenía modo de saber si tales ideas poseían una base cierta. Pensó que si Zelandoni hubiera estado allí, habría podido preguntarle. Y de pronto recordó que regresaban al hogar y que no pasaría mucho tiempo antes de que él pudiese preguntarle.

–Perdí parte de mi espíritu cuando era muy pequeña y la gente de la cual nací pereció en el terremoto. Y también Iza se llevó una parte cuando murió, y Creb, y Rydag. Y aunque no ha muerto, incluso Durc tiene una parte de mí misma, de mi espíritu, que ya no volveré a ver. Tu hermano se llevó con él una parte de ti, ¿no es así?

–Sí –afirmó Jondalar–, eso hizo. Siempre le echaré de menos y siempre sufriré por ello. A veces, todavía creo que tuve yo la culpa y que debería haber hecho lo que fuese para salvarle.

–Jondalar, no creo que pudieras hacer nada. La Madre lo reclamaba, y a Ella le toca decidir; nadie debe alterar el camino que lleva al otro mundo.

Cuando regresaron al alto matorral de sauces en el que habían pasado la noche, comenzaron a revisar sus pertenencias. Casi todo estaba por lo menos húmedo, y muchos objetos empapados. Desataron los nudos hinchados que aún unían la base con las paredes de la tienda, y cada uno tomó un extremo y lo retorcieron en direcciones opuestas para escurrir el agua. Pero si retorcían demasiado, forzaban la costura. Cuando decidieron levantar la tienda para facilitar su secado, descubrieron que habían perdido alguna de las estacas.

Extendieron la base de la tienda sobre el matorral y después examinaron el resto de las ropas, todavía muy mojadas. Algunos objetos guardados en los canastos habían corrido mejor suerte. Muchas cosas estaban húmedas, pero probablemente se secarían con rapidez; las depositaron en un lugar tibio y seco para ventilarlas. Las estepas abiertas eran un lugar apropiado durante el día, pero era el momento en que ellos necesitaban viajar, y durante la noche el suelo estaba húmedo y frío. No tenían muchos deseos de dormir en una tienda húmeda.

–Creo que es hora de que tomemos una infusión caliente –dijo Ayla, sintiéndose desalentada. No era más tarde que otras veces. Encendió el fuego y puso a calentar piedras, pensando en el desayuno. Y en ese momento advirtieron que no tenían el alimento que había sobrado de la cena de la noche precedente.

–¡Oh, Jondalar!, no tenemos nada que comer esta mañana –se quejó Ayla–. La comida está en el fondo de ese valle. Dejamos los granos de mi recipiente para cocinar cerca de los carbones calientes. También hemos perdido el canasto para cocinar. Tengo otros, pero ése era bueno. Menos mal que conservo mi bolso de medicinas –dijo con evidente alivio cuando lo descubrió–, la piel de nutria aún resiste en el agua a pesar de ser vieja. Todo lo de dentro está seco. Al menos puedo preparar alguna infusión. Le agregaré hierbas de buen sabor. Iré a buscar un poco de agua –comentó, y miró alrededor–. ¿Dónde está mi recipiente para preparar té? ¿También lo he perdido? Creí que estaba en el interior de la tienda cuando empezó a llover. Seguramente se cayó cuando nos apresuramos a partir.

–Dejamos atrás otra cosa, y eso no te complacerá mucho –dijo Jondalar.

–¿Qué? –preguntó Ayla, inquieta.

–Tu alforja y las estacas largas.

Ayla cerró los ojos y meneó la cabeza, desalentada.

–¡Oh, no! Era muy buena para conservar la carne y estaba repleta de carne de corzo. Y las estacas tenían exactamente el tamaño apropiado. Será difícil reemplazarlas. Más vale que vea si hemos perdido algo más y que me asegure de que contamos con el alimento de reserva.

Buscó en el canasto donde guardaba las pocas cosas personales que llevaba consigo, y las ropas y el equipo que utilizaría después. Aunque todos los canastos estaban húmedos y deformados, las cuerdas depositadas en el fondo habían mantenido el recipiente bastante seco, sin demasiado deterioro. El alimento que consumían en el camino estaba cerca del extremo superior del canasto; debajo se hallaba el paquete con las raciones de repuesto, todavía bien atado y prácticamente seco. Ayla llegó a la conclusión de que era el momento apropiado para examinar las vituallas y comprobar que nada se había echado a perder, y también para calcular cuánto tiempo podrían durar.

Extrajo los diferentes tipos de alimentos secos conservados que había traído consigo y los distribuyó sobre la piel de dormir. Había bayas –zarzamoras, frambuesas, arándanos, saúco, fresas, solas o mezcladas– que habían sido aplastadas y secadas para formar tortas. Había otras variedades dulces ya cocidas y desecadas que presentaban una textura correosa, a veces mezcladas con pedazos de pequeñas manzanas duras, ásperas, pero con un elevado contenido de peptina. Las bayas enteras y las manzanas silvestres, así como otros productos, por ejemplo, peras y ciruelas silvestres, estaban cortadas en rebanadas o habían quedado enteras al secarse al sol y se habían endulzado un tanto. Cualquiera de estos alimentos podía ser ingerido tal como estaba, o bien empapado o cocido con agua, y a menudo se usaban para aliñar las sopas o las carnes. También había granos y semillas, algunos cocidos parcialmente y después tostados; avellanas sin cáscara tostadas; y las piñas de pino repletas de piñones que ella había recogido la víspera en el valle.

Ayla también solía secar diferentes plantas –tallos, brotes y, sobre todo, raíces ricas en almidón, por ejemplo, la espadaña, el cardo, el helecho dulce y los tallos bulbosos de diferentes lirios. Algunos eran cocidos al vapor en hornos al nivel del suelo, antes de secarlos, pero otros eran extraídos, pelados y colgados inmediatamente de cuerdas confeccionadas con la sólida corteza de ciertas plantas o con los tendones del espinazo o las patas de diferentes animales. También se colgaban de este modo los hongos, y para mejorar el sabor a menudo eran puestos a secar sobre fuego humoso; también se cocían al vapor y se secaban ciertos líquenes comestibles para formar hogazas espesas y nutritivas. Se completaban las provisiones con una abundante colección de carne y pescado, ahumados y secos, y en un paquete especial, reservado para las emergencias, había una mezcla de carne seca molida, grasa derretida limpia y frutas secas, que formaban pequeñas tortas.

El alimento seco era compacto y se conservaba bien; una parte tenía más de un año: era un resto de las provisiones del invierno precedente, pero las cantidades de ciertos artículos eran muy limitadas. Nezzie había reunido todos los productos pidiéndoselos a las familias y los parientes que llevaban las provisiones a la Reunión de Verano. Ayla había administrado con mucho cuidado las reservas de alimentos; en general, los dos vivían de lo que se procuraban ellos mismos durante el viaje. Era la temporada apropiada; si no podían sobrevivir aprovechando la abundancia de la Gran Madre Tierra cuando sus ofrendas proliferaban, jamás podrían abrigar la esperanza de sobrevivir atravesando las regiones durante los tiempos de escasez.

Ayla volvió a guardarlo todo. No quería depender de los alimentos secos para la comida matutina, a pesar de que en las estepas había menor número de pájaros con carnes abundantes que pudieran servirles como alimento. Con su honda derribó un par de ortegas, que fueron asadas ensartándolas en una estaca; algunos huevos de paloma que jamás serían incubados recibieron unos golpes leves y fueron puestos directamente al fuego, con la cáscara. El desayuno se enriqueció gracias al feliz hallazgo del escondrijo de una marmota, que había acumulado bellotas de primavera. El agujero en el suelo estaba debajo de las pieles para dormir y lo impregnaba el olor de las plantas dulces con abundante almidón que habían sido recogidas antes por el animalito, en el momento en que los bulbos, semejantes a raíces, habían alcanzado su mejor desarrollo. Los cocieron con los sabrosos piñones que Ayla había reunido la víspera, los cuales fueron extraídos de la piña con ayuda del fuego y golpeándolos con una piedra. Algunas zarzamoras frescas y maduras completaron la comida.

Después de abandonar el valle inundado, Ayla y Jondalar continuaron hacia el sur, girando levemente hacia el oeste, para acercarse poco a poco a la cadena montañosa. Aunque no era una cadena excepcionalmente elevada, los picos más altos de las montañas estaban perpetuamente cubiertos de nieve y a menudo envueltos en brumas y nubes.

Se encontraban en la región meridional del continente frío y el aspecto de los pastizales había cambiado sutilmente. Era algo más que una mera profusión de pastos y hierbas lo que explicaba la diversidad de animales que habitaban las llanuras frías. Los propios animales habían evolucionado y establecido diferencias en la dieta y en los esquemas migratorios, separaciones espaciales y variaciones estacionales; todos estos factores contribuían a la abundancia de vida. Como sucediera más tarde en las grandes llanuras ecuatoriales que se extendían mucho más al sur –el único lugar que casi estuvo cerca de igualar la extraordinaria fecundidad de las estepas de la Edad del Hielo–, la gran abundancia y variedad de animales compartía la tierra fértil en complejas interrelaciones que se apoyaban mutuamente.

Algunos animales se especializaban en la ingestión de determinadas plantas; otros, en ciertas partes de las plantas; algunos consumían las mismas plantas en etapas distintas de desarrollo; unos se alimentaban en lugares a los que otros no iban, o aparecían más tarde, o emigraban de distinta manera. Se mantenía la diversidad porque los hábitos de alimentación y de vida de una especie armonizaban entre o alrededor de los de otra, en habitáculos complementarios.

Los mamuts lanudos necesitaban gran cantidad de sustancias fibrosas, pastos duros, tallos y juncos, y como estaban expuestos a hundirse en las nieves profundas, los pantanos o los prados fangosos, se mantenían en los terrenos firmes, barridos por el viento, que se extendían cerca de los glaciares. Realizaban largas migraciones a lo largo de la pared de hielo y se desplazaban hacia el sur únicamente en primavera y verano.

Los caballos de las estepas también necesitaban cantidades abundantes; como los mamuts, digerían deprisa los tallos y los pastos ásperos, pero se mostraban un poco más selectivos y preferían las variedades de hierba de altura media. Podían excavar la nieve para encontrar alimento, pero de ese modo gastaban más energía de la que obtenían y se veían en dificultades para recorrer el territorio cuando se acumulaba la nieve. No podían subsistir mucho tiempo en la nieve profunda y preferían las planicies de suelo duro, barridas por el viento.

A diferencia de los mamuts y los caballos, el bisonte necesitaba las hojas y las vainas del pasto para obtener un contenido de proteínas más elevado, con preferencia las hierbas cortas, acudiendo a las zonas de pastos medianos y altos sólo en los períodos en que había retoños, generalmente en primavera. Pero en verano se establecía una cooperación importante, aunque involuntaria. Los caballos utilizaban sus dientes como instrumentos cortantes para aprovechar los tallos duros. Una vez habían pasado los caballos, recortando los tallos, el pasto de densas raíces se veía estimulado a producir nuevos brotes de hojas. A las emigraciones de caballos seguía a menudo, después de un intervalo de pocos días, la del bisonte gigante, que consumía de buen grado los nuevos retoños.

En invierno, el bisonte pasaba a las extensiones meridionales de clima variable y nieve más abundante, lo que mantenía las hojas de pasto de reducido crecimiento más húmedas y frescas de cuanto podía observarse en las planicies septentrionales secas. Sabían apartar la nieve con el hocico y los carrillos para encontrar su alimento preferido, que crecía cerca del suelo, mas las estepas nevadas del sur no carecían de riesgos.

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