Las llanuras del tránsito (21 page)

–Vete, Lobo –dijo ella, empujando al animal–. Vamos, fuera de aquí.

–¡Lobo, vete! –ordenó a su vez Jondalar con voz dura, apartando la nariz fría y húmeda; pero el encanto estaba roto. Mientras se apartaba de Ayla y rodaba de costado, casi estaba enojado, pero en realidad no podía sentir cólera; se sentía demasiado dichoso para ello.

Apoyado en un codo, Jondalar miró al animal que había retrocedido unos pocos pasos y estaba sentado sobre las patas traseras, observándoles con la lengua colgando por un extremo de la boca, jadeante; Jondalar habría jurado que el animal les sonreía, y a su vez el hombre sonrió a Ayla.

–Has estado enseñándole a permanecer quieto en un lugar. ¿Crees que serás capaz de enseñarle a que se aleje cuando se lo ordenas?

–Lo intentaré.

–Tener un lobo al lado representa mucho trabajo –dijo Jondalar.

–Bien, sí, exige un poco de esfuerzo, sobre todo por ser tan joven. Lo mismo sucede con los caballos, pero vale la pena. Me gusta tenerlos aquí. Son como unos amigos muy especiales.

Por lo menos, pensó el hombre, los caballos daban algo a cambio. Whinney y Corredor los transportaban y cargaban los bultos; gracias a ellos el viaje quizá no fuera tan largo. Por el contrario, aparte de descubrir algún animal de vez en cuando, Lobo no parecía aportar gran cosa. De todos modos, Jondalar decidió no decir lo que pensaba.

Con el sol oculto tras las móviles y agitadas nubes negras, difuminándose en lívidos tonos rojo y púrpura, como si el movimiento de la atmósfera lo hubiese maltratado e intimidado, en el valle boscoso la temperatura descendió con rapidez. Ayla se incorporó y fue a darse un chapuzón en el río. Jondalar la imitó. Mucho antes, cuando ella estaba creciendo, Iza, la hechicera del clan, la había iniciado en los ritos de purificación de la femineidad, aunque dudaba de que su hija adoptiva tan extraña y –hasta ella misma lo reconocía– tan fea, jamás lo necesitara. De todos modos, creía que ésa era su obligación y, entre otras cosas, le explicaba cómo debía cuidar de sí misma después de estar con un hombre. Subrayaba que, siempre que fuera posible, la purificación con agua era muy importante para el espíritu totémico de una mujer. El lavado, por fría que estuviese el agua, era un rito que Ayla siempre recordaba.

Ayla y Jondalar se secaron y se vistieron, llevaron de nuevo las pieles de dormir a la tienda y avivaron otra vez el fuego. La joven retiró la tierra y las piedras del horno en el suelo, y con sus pinzas de madera sacó la comida. Después, mientras Jondalar reorganizaba sus envoltorios, ella preparó todo lo necesario con vistas a una partida cómoda, incluyendo la acostumbrada comida matutina compuesta por sobrantes de la víspera, ingeridos fríos, excepto la infusión caliente de hierbas. Después, puso a calentar piedras de cocer para hervir agua; Ayla preparaba té a menudo y variaba los ingredientes en función del sabor o la necesidad.

Los caballos regresaron lentamente cuando los últimos rayos del sol poniente teñían el cielo. Generalmente comían por la noche, pues viajaban mucho durante el día, y necesitaban gran cantidad del áspero pasto de las estepas para mantenerse. Pero el pasto de los prados les había resultado especialmente sabroso y verde, y ahora preferían permanecer cerca del fuego durante la noche.

Mientras Ayla esperaba que las piedras se calentaran, contempló el valle envuelto con los últimos resplandores del atardecer, agregando a sus observaciones el saber acumulado durante el día: las laderas en acentuada pendiente que bruscamente se unían al suelo del valle ancho y liso con su riachuelo que serpenteaba en el centro. Era un valle feraz, que le recordaba su propia niñez con el clan; pero este lugar no le agradaba. Había allí algo que la inquietaba, y aquel sentimiento se acentuó con la llegada de la noche. Además, experimentaba cierta sensación de pesadez en el estómago y un poco de dolor de espalda; atribuyó su inquietud a las leves incomodidades que a veces experimentaba cuando llegaba su período lunar. Deseaba salir a caminar; la actividad solía facilitar las cosas, pero ya estaba demasiado oscuro.

Escuchó el gemido del viento que silbaba entre los oscilantes sauces, recortados contra las nubes de plata. La luminosa luna llena, rodeada por un halo bien definido, unas veces se ocultaba y otras iluminaba intensamente el cielo de suave textura. Ayla decidió que una infusión de corteza de sauce podía aliviar su incomodidad y se incorporó rápidamente para obtener los elementos necesarios. Mientras estaba en eso, decidió recoger algunas ramas flexibles de sauce.

Cuando la infusión de la noche estuvo preparada y Jondalar se reunió con ella, el aire nocturno era frío y húmedo, lo que les obligó a ponerse más ropa. Se sentaron cerca del fuego, satisfechos de sorber la infusión caliente. Lobo había merodeado cerca de Ayla toda la noche, siguiéndola paso a paso, pero pareció encantado de enroscarse a los pies de su ama cuando ella se sentó cerca de las llamas cálidas, como si ya hubiese explorado bastante por aquel día. Ayla cogió las largas y finas ramas de sauce y comenzó a entretejerlas.

–¿Qué haces? –preguntó Jondalar.

–Un protector para la cabeza; nos servirá para cubrirnos de los rayos del sol. Hace demasiado calor en mitad del día –explicó Ayla. Hizo una breve pausa y agregó–: Pensé que te vendría bien.

–¿Lo confeccionas para mí? –dijo Jondalar con una sonrisa–. ¿Cómo has adivinado que, precisamente hoy, yo deseaba tener algo que me protegiese del sol?

–Una mujer del clan aprende a prever las necesidades de su compañero –sonrió–. Y tú eres mi compañero, ¿verdad?

–Sin ninguna duda, mujer mía del clan –repuso Jondalar devolviéndole la sonrisa–. Y lo anunciaremos a todos los zelandonii en la Ceremonia Matrimonial de la primera Reunión de Verano a la cual asistamos. Pero ¿cómo puedes adivinar las necesidades? ¿Y por qué las mujeres del clan han de aprender eso?

–No es difícil. Simplemente ocurre cuando se piensa en alguien. Hoy hacía calor, y pensé en la posibilidad de confeccionar un protector para la cabeza... un sombrero de sol..., para mí, de manera que comprendí que también tú debías de tener calor –dijo, mientras cogía otra rama de sauce para agregarla al sombrero más o menos cónico que comenzaba a cobrar forma–. A los hombres del clan no les agrada pedir nada, sobre todo si se trata de su propia comodidad. No se considera masculino que ellos piensen en la comodidad, y por eso una mujer debe prever las necesidades del hombre. Él la protege del peligro; y asegurarse de que tiene las prendas de vestir apropiadas y está bien alimentado es el modo en que ella le protege. No desea que le suceda nada malo. Si él no estuviera, ¿quién la protegería y defendería a sus hijos?

–¿Eso es lo que haces? ¿Me proteges para que yo pueda protegerte? –preguntó, sonriente–. ¿Y a tus hijos?

A la luz del fuego, los ojos azules cobraban un tono violeta oscuro, y chispeaban divertidos.

–Bien, no exactamente –dijo Ayla, mirándose las manos–. Creo que en realidad es así como una mujer del clan dice a su compañero cuánto le ama, y no importa si tiene hijos o no. –Ayla observó sus propias manos que se movían deprisa, aunque Jondalar tenía la sensación de que ella no necesitaba ver lo que estaba haciendo. Habría podido confeccionar el sombrero en la oscuridad. La joven tomó otra rama larga, y después miró de frente a Jondalar–. Pero sí; quiero tener otro hijo antes de ser demasiado vieja.

–Te falta mucho para eso –dijo Jondalar, mientras agregaba al fuego otro tarugo de madera–. Aún eres joven.

–No; voy para vieja. Ya tengo... –Cerró los ojos para concentrarse, en tanto apretaba los dedos contra la pierna, diciendo los números que él le había enseñado, para comprobar ella misma la cifra exacta correspondiente al número de años que había vivido–. ...Dieciocho años.

–¡Qué vieja! –rio Jondalar–. Yo ya he visto veintidós años. Yo soy el viejo.

–Si el viaje dura un año, tendré diecinueve cuando lleguemos a tu casa. En el clan sería una mujer casi anciana para tener hijos.

–Muchas mujeres zelandonii tienen hijos a esa edad. Quizá no el primero, pero sí el segundo o el tercero. Tú eres fuerte y sana. No creo que seas demasiado anciana para tener hijos. Pero te diré una cosa. Hay ocasiones en que tus ojos parecen antiguos, como si hubieses vivido muchas vidas en tus dieciocho años.

Era raro que él dijera cosas así, y Ayla interrumpió su trabajo para mirarle. El sentimiento que Ayla evocaba en Jondalar era casi temible. Estaba tan hermosa a la luz de la hoguera, y él la amaba tanto, que no sabía qué haría si algo le sucedía. Abrumado, desvió la mirada. Después, para salvar la situación, trató de abordar un tema menos serio.

–Yo soy quien debe preocuparse por la edad. Y estaría dispuesto a apostar que seré el hombre más anciano de la Ceremonia Matrimonial –dijo, y después se echó a reír–. Veintitrés años son muchos para un hombre que se une por primera vez. La mayoría de los hombres de mi edad ya tienen varios hijos en sus hogares.

Él la miró, y Ayla percibió de nuevo en sus ojos aquella abrumadora expresión de amor y temor.

–Ayla, yo también quiero que tengas un hijo, pero no mientras viajamos. Sólo cuando hayamos regresado sanos y salvos. Todavía no.

–No, todavía no –dijo ella.

Trabajó en silencio un rato, pensando en el hijo que había dejado atrás con Uba, y en Rydag, que en muchos aspectos había sido como otro hijo para ella. A ambos los había perdido. Incluso Bebé, que en muchos aspectos era como un hijo –por lo menos, era el primer animal macho que ella había descubierto y cuidado–, la había abandonado. Jamás volvería a verlo. Miró a Lobo, un tanto inquieta ante la posibilidad de perderlo también. «Me pregunto», pensó, «por qué mi tótem se lleva a todos mis hijos. Seguramente no soy afortunada con los hijos».

–Jondalar, ¿tu pueblo tiene costumbres especiales acerca del deseo de tener hijos? –preguntó Ayla–. De las mujeres del clan se supone siempre que desean hijos.

–No, en realidad no. Creo que los hombres desean que una mujer traiga hijos a su hogar. Pero me parece que las mujeres desean tener primero hijas.

–¿Qué desearías tener cuando llegue el momento?

Él se volvió para examinarla a la luz de las llamas. Parecía que algo la inquietaba.

–Ayla, eso no me importa. Lo que tú quieras, o lo que la Madre te dé.

Ahora le tocaba a Ayla estudiarle. Necesitaba estar segura de que él hablaba realmente en serio.

–Entonces, creo que desearé tener una hija. No quiero perder más hijos.

Jondalar no entendió muy bien lo que Ayla quería decir y no sabía cómo responder.

–Yo tampoco quiero que pierdas otros hijos –se limitó a decir.

Se sentaron en silencio, mientras Ayla trabajaba en los sombreros para el sol. De pronto, él preguntó:

–Ayla, ¿y qué pasa si tienes razón? ¿Qué sucede si los niños no provienen de Doni? Si comienzan cuando se comparten los placeres; quizá ahora, en este mismo momento, un niño está empezando dentro de ti, y ni siquiera lo sabes.

–No, Jondalar; no lo creo. Me parece que está a punto de iniciarse mi período lunar, y tú sabes que eso significa que no ha comenzado ningún niño.

En general, a ella no le agradaba hablar de cuestiones tan íntimas con un hombre, pero Jondalar siempre había observado una actitud franca con ella, a diferencia de los hombres del clan. Una mujer del clan debía poner un cuidado especial y evitar miradas directas a un hombre cuando estaba soportando su maldición femenina. Pero aunque ella lo hubiese deseado, no podía recluirse o evitar a Jondalar mientras viajaban, y Ayla adivinó que él necesitaba que le tranquilizaran. Pensó por un momento hablarle de la medicina secreta de Iza, la que ella estaba tomando para evitar las esencias fecundadoras, pero no pudo hacerlo. Ayla no podía mentir, del mismo modo que Iza tampoco podía; pero salvo una pregunta directa, sería mejor abstenerse de mencionarlo. Si ella no lo comentaba, era difícil que un hombre pensara en preguntarle si hacía algo para impedir el embarazo. La mayor parte de la gente no concebía la existencia de una magia tan poderosa.

–¿Estás segura? –preguntó Jondalar.

–Sí, estoy segura –contestó Ayla–. No estoy embarazada. Ningún niño comenzó a crecer en mi interior.

Entonces, él pareció tranquilizarse.

Mientras Ayla concluía los sombreros para protegerse del sol, sintió una suave salpicadura de lluvia y se apresuró a concluir. Luego lo metieron todo en la tienda, con la única excepción de la alforja que colgaba de las estacas, e incluso el húmedo Lobo pareció complacido de enroscarse a los pies de Ayla. Ella dejó abierto para Lobo el sector interior de la solapa de la entrada, por si el animal necesitaba salir, pero cuando la lluvia comenzó a caer con más fuerza, cerraron la solapa que cubría el respiradero. Se acurrucaron apenas acostarse, dándose mutuamente calor; pero ambos tuvieron dificultad para conciliar el sueño.

Ayla se sentía inquieta y dolorida, pero evitaba agitarse y revolverse demasiado, porque no quería incomodar a Jondalar. Escuchó el repiqueteo de la lluvia sobre la tienda, pero el sonido no la adormeció, como solía ser el caso, sino que hizo nacer en ella el deseo de que llegase la mañana para levantarse y salir.

Por su parte, Jondalar, calmada su inquietud tras haberle asegurado Ayla que Doni no le había concedido su bendición, comenzó a preocuparse de nuevo, y ahora se preguntaba si habría algo malo en él. Permaneció despierto pensando, preguntándose si su espíritu o la ausencia, cualquiera que ésta fuese, que Doni extraía de él, tenía fuerza suficiente, o si la Madre le habría perdonado sus indiscreciones juveniles y lo permitiría.

Tal vez era ella. Ayla decía que deseaba un hijo. Pero en vista de todo el tiempo que pasaban juntos, si Ayla no estaba embarazada, podía ser que no estuviese en condiciones de tener hijos. Serenio nunca había vuelto a tenerlos..., a menos que esperase un hijo cuando él se marchó... Mientras contemplaba la oscuridad del interior de la tienda, escuchando la lluvia, se preguntó si alguna de las mujeres que él había conocido habría dado a luz una criatura o si habrían nacido niños con sus mismos ojos azules.

Ayla trepaba sin descanso por una alta pared rocosa, similar al empinado sendero que conducía a su caverna del valle, pero el recorrido era mucho más largo, y tenía que darse prisa. Contempló el pequeño río que remolineaba en el recodo, pero no era un río. Era un salto de agua, y el líquido caía formando anchas bandas de espuma sobre los salientes de roca suavizados por el musgo verde y abundante.

Alzó la mirada, ¡y allí estaba Creb! Le hacía señas y trazaba el signo que significaba darse prisa. Se volvió, y también él comenzó a trepar, apoyándose pesadamente en su cayado, conduciéndola a una elevada repisa junto a la cascada, en dirección a una pequeña cueva practicada en una pared rocosa oculta por arbustos de almendros. Sobre la caverna, en la cima de un risco, había un ancho peñasco liso que se inclinaba sobre el borde, a punto de desplomarse.

De pronto, ella se encontró en las profundidades de la caverna y avanzaba por un corredor largo y estrecho. ¡Había luz! Una antorcha con su llama que hacía señas, y después otra, y a continuación retumbó el estrépito terrible de un terremoto. Un lobo aulló. Ayla sintió un vértigo porque su cuerpo giraba vertiginosamente, y entonces Creb se introdujo en el interior de su mente. «¡Sal!», ordenó. «¡Deprisa! ¡Sal ahora mismo!»

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