Las llanuras del tránsito (17 page)

Unos pocos troncos, árboles enteros despojados de hojas y corteza, aparecían caídos sobre la superficie de cascajo y ripio, y enmarañados arbustos y matorrales de aliso con hojas grises velludas cubrían las proximidades de la orilla. Un pequeño rebaño de ciervos gigantes, cuyas fantásticas cornamentas palmeadas hacían que pareciesen casi pequeñas las anchas palas del alce, se alimentaba en la periferia de los frondosos sauces agrupados en las húmedas tierras bajas que se extendían cerca del agua.

Lobo estaba muy animado y no cesaba de brincar bajo las patas de los caballos, en torno de éstos, y en particular de Corredor. Whinney parecía capaz de desentenderse de tanta exuberancia, pero el joven corcel se mostraba más excitable. Ayla creía que el joven animal habría respondido en consonancia con el espíritu juguetón de Lobo si se le hubiese permitido hacerlo, pero como Jondalar dirigía sus movimientos, tenía que conformarse, aunque en cualquier caso las cabriolas del lobo le distraían. El hombre no se sentía complacido, pues las travesuras de Lobo le obligaban a controlar más estrechamente al caballo. Su irritación se acentuaba por momentos, y estaba tentado de pedir a Ayla que mantuviese al lobo apartado de Corredor.

De pronto, con gran alivio de Jondalar, Lobo se alejó. Había olfateado el olor de los ciervos y fue a investigar. La primera imagen de las largas patas de un ciervo gigante fue irresistible; Lobo llegó a la conclusión de que se trataba de otro alto animal cuadrúpedo con quien podía jugar. Pero cuando el venado al que se acercó inclinó la cabeza para rechazar al animal que cargaba sobre él, Lobo se detuvo. ¡La magnífica y ancha cornamenta del poderoso ciervo tenía una longitud de cuatro metros! La enorme bestia mordisqueaba el pasto de hojas anchas que arrancaba del suelo, y no desconocía la presencia del carnívoro, pero se mostraba indiferente, como si hubiera sabido que tenía poco que temer de un lobo solitario.

Ayla, que observaba la escena, sonrió.

–Mírale, Jondalar. Lobo creía que el megaceros era otro caballo al que podía molestar.

Jondalar también sonrió.

–Sí, parece sorprendido. Esa cornamenta es un poco más grande de lo que él esperaba.

Cabalgaron lentamente hacia el agua, conscientes, sin que les hiciera falta expresarlo con palabras, de que no debían asustar al enorme ciervo. Ambos experimentaban un sentimiento de sobrecogido asombro al aproximarse a las grandes criaturas que les sobrepasaban en altura, incluso montados a caballo. Con majestuosa elegancia, el rebaño se apartó cuando se acercaron los humanos y los caballos; no estaban asustados, sólo se mostraban prudentes, y mientras se alejaban mordisqueaban las peludas hojas de sauce.

–Es también un poco más de lo que yo esperaba –dijo Ayla–. Nunca los había visto a tan corta distancia.

Aunque en sus proporciones físicas era apenas un poco más grande que el alce, el ciervo gigante, con su grandiosa y complicada cornamenta, que se extendía hacia los costados y hacia arriba sobre la cabeza, parecía enorme. Cada año perdía tan fantásticos cuernos, y el nuevo par que crecía para reemplazarlos alcanzaba mayor longitud y complejidad, y finalmente llegaba a los cuatro metros o más durante una sola temporada en ciertos machos viejos. Pero incluso cuando tenían la cabeza desnuda, el miembro más corpulento de la tribu de los ciervos era enorme comparado con otro animal cualquiera de su misma especie. El pelaje enmarañado y los macizos músculos de los hombros y el cuello, extraordinariamente desarrollados para sostener el peso de los inmensos cuernos, contribuían a su aspecto formidable. Los ciervos gigantes eran animales de las planicies. Su cornamenta prodigiosa representaba una molestia en el terreno boscoso, y por eso los animales evitaban los árboles que sobrepasaban la altura de un arbusto; se sabía que algunos habían muerto de hambre, atrapados por su propia y gloriosa cornamenta trabada en las ramas de un árbol.

Cuando llegaron al río, Ayla y Jondalar se detuvieron y estudiaron el curso del agua y el área circundante, para determinar dónde era más conveniente vadearlo. El río era profundo y la corriente veloz, y los peñascos grandes e irregulares originaban rápidos en ciertos sitios. Examinaron las condiciones río arriba y río abajo, pero les pareció que el carácter del río era más o menos el mismo a lo largo de cierto trecho. Finalmente, decidieron intentar cruzarlo en el punto que parecía relativamente libre de piedras.

Los dos desmontaron, aseguraron los canastos sobre el lomo de los caballos y guardaron en su interior los protectores de los pies y las prendas más cálidas que habían usado para combatir el frío de la mañana. Jondalar se despojó de su camisa sin mangas, y Ayla contempló la posibilidad de desnudarse por completo, porque no deseaba tener que preocuparse luego de secar sus ropas; pero después de comprobar con el pie la temperatura del agua, cambió de idea. Estaba acostumbrada al agua fría, pero esta corriente de curso rápido parecía tan fría como el agua donde se había bañado la noche antes, para encontrarla por la mañana cubierta por una delgada capa de hielo. Incluso húmedas, la túnica y las polainas de suave cuero de becerro le proporcionarían un poco de calor.

Los dos caballos estaban agitados y se apartaban de la orilla húmeda dando botes, agitándose, relinchando y moviendo la cabeza. Ayla aplicó a Whinney el cabestro con la cuerda, para ayudarse a guiar a la yegua durante la travesía. Después, al percibir el nerviosismo cada vez más acentuado de la yegua, la joven abrazó el cuello de desordenada crin y habló al animal en el reconfortante lenguaje íntimo que ella había inventado cuando ambas estaban en el valle.

Ayla lo había ideado inconscientemente, basándose en los signos complejos, pero ante todo en las pocas palabras que eran parte de la lengua del clan, y le había agregado los sonidos repetitivos y desprovistos de sentido que ella y su hijo habían comenzado a usar, y a los cuales había atribuido significados. También incluía sonidos propios de los caballos, de los cuales captaba cierto sentido, y que había aprendido a reproducir, así como de vez en cuando el gruñido de un león e incluso unos pocos silbidos característicos de las aves.

Jondalar se volvió para escuchar. Aunque estaba acostumbrado a que ella hablase de ese modo con el caballo, no tenía idea de lo que Ayla estaba diciendo. La joven poseía una misteriosa habilidad para reproducir los sonidos de los animales –había aprendido su lengua cuando vivía sola, antes de que él volviese a enseñarle el modo de expresión verbal– y Jondalar creía que esa lengua tenía propiedades extrañas y ultraterrenas.

Corredor movió las patas y agitó la cabeza, en tanto emitía sonidos de ansiedad. Jondalar le habló en voz baja, mientras le acariciaba y le rascaba. Ayla lo observó y advirtió que las manos maravillosamente sensibles del hombre alto ejercían un efecto calmante casi instantáneo sobre el inquieto y joven caballo. Le complació ver la intimidad que se había creado entre ellos. Después, sus pensamientos evocaron durante un instante el modo en que las manos de Jondalar provocaban ciertas sensaciones en ella misma, y Ayla se sonrojó un poco. Ciertamente, él no la calmaba.

Los caballos no eran los únicos animales nerviosos. Lobo sabía lo que se avecinaba y no deseaba nadar en el agua fría. Gemía y caminaba arriba y abajo por la orilla, hasta que por fin se sentó, elevó el hocico y manifestó su queja con un aullido lastimero.

–Ven aquí, Lobo –dijo Ayla, inclinándose para abrazar al joven animal–. ¿Tú también estás un poco asustado?

–¿También nos creará problemas al atravesar este río? –preguntó Jondalar, que aún estaba irritado con el lobo por haberles molestado antes a él y a Corredor.

–Para mí no es problema. Sólo está un poco nervioso, lo mismo que los caballos –observó Ayla, que se preguntó por qué el temor perfectamente natural de Lobo parecía irritar a Jondalar, sobre todo si se tenía en cuenta la actitud tan comprensiva que mostraba con respecto al joven corcel.

Las aguas del río estaban frías, pero los caballos eran nadadores vigorosos, y una vez que se dejaron convencer para meterse, no tuvieron dificultad en llegar a la orilla opuesta, conduciendo a los humanos tanto como eran dirigidos por éstos. Tampoco Lobo creó dificultades. Bailoteó y gimió en la orilla, avanzando hacia el agua fría y retrocediendo unas pocas veces, hasta que al fin se zambulló. Con el hocico en alto, nadó en pos de los caballos, que avanzaban cargados de bultos y paquetes, y de los humanos que nadaban a ambos costados.

Cuando ganaron la orilla opuesta, se cambiaron de ropa, secaron a los animales y continuaron su camino. Ayla recordó otros cruces de ríos que ella había realizado cuando viajaba sola, después de alejarse del clan, y se sintió agradecida por la presencia de los robustos caballos. Pasar de una orilla de un río a la opuesta nunca era fácil. En el mejor de los casos, cuando uno viajaba a pie, generalmente significaba mojarse. Sin embargo, con los caballos se podían cruzar muchos cursos pequeños con unas pocas salpicaduras, e incluso los grandes ríos ofrecían menores dificultades.

Mientras continuaban avanzando hacia el sudoeste, el terreno cambió. Las colinas de las tierras altas, que se convertían en estribaciones más elevadas a medida que se acercaban a las montañas del oeste, estaban cortadas por los valles profundos y estrechos de los ríos que habían tenido que cruzar. A veces, Jondalar se daba cuenta de que dedicaban demasiado tiempo a ascender y descender y hacían escasos progresos; pero los valles proporcionaban lugares protegidos para acampar, al abrigo del viento, y los ríos aportaban el agua necesaria en una región que, por lo demás, era seca.

Se detuvieron en la cima de una elevada colina, en la zona central de las altas planicies montañosas que corrían paralelas a los ríos. Un amplio panorama se abría hacia los cuatro puntos cardinales. Excepto las débiles formas grises de la montaña, alzándose en lontananza hacia el oeste, el vasto paisaje no mostraba interrupciones.

Aunque la extensión ventosa y árida no podía haber sido más diferente, las estepas, que se extendían frente a los dos jinetes en un monótono paisaje de interminables hierbas ondulantes que cubrían las colinas bajas y redondeadas, recordaban el mar con su regularidad sin accidentes. La analogía podía llegar más lejos. A pesar de la monótona uniformidad, el antiguo pastizal agitado por el viento era engañosamente amplio y variado, y, lo mismo que el mar, encerraba una variedad profusa y exótica de vida. Un conjunto de extrañas criaturas, que exhibían abundancia de adornos sociales biológicamente costosos en forma de enormes cuernos y cornamentas, pelambres, gorgueras y gibas, compartían las grandes estepas con otros animales que habían alcanzado proporciones monumentales.

Los gigantes lanudos, los mamuts y los rinocerontes, espléndidos en sus apretadas pieles dobles –el pelaje largo y exuberante sobre las capas interiores suaves y tibias– con espesas capas de grasa, exhibían colmillos extravagantes y cuernos exagerados. Los ciervos gigantescos, adornados con majestuosas e inmensas cornamentas palmeadas, pastaban junto a los uros, los espléndidos antepasados salvajes de los rebaños del plácido ganado vacuno doméstico, y eran casi tan gigantescos como el macizo bisonte que exhibía cuernos enormes. Incluso los animales pequeños alcanzaban unas proporciones que eran el resultado de la abundancia de las estepas; había grandes jerbos, hámsteres gigantes y ardillas terrestres, que figuraban entre las especies de mayor tamaño.

Los extensos pastizales también alimentaban a otros muchos animales, buen número de ellos de proporciones notables. Los caballos, los asnos y los onagros se repartían el espacio y el alimento en las tierras bajas; las ovejas salvajes, las gamuzas y las cabras montesas se dividían los terrenos más altos. Los antílopes saiga recorrían la planicie. Los bosques cubrían los valles fluviales o se alzaban en las inmediaciones de los estanques y los lagos, y las ocasionales estepas boscosas y la tundra albergaban venados de todas las variedades, desde el gamo manchado y el tímido corzo al alce, el ciervo rojo y el reno, llamados ante, alce y caribú cuando emigraban a otras regiones. Liebres y conejos, ratones comunes y de campo, marmotas, ardillas y lemmings abundaban en enorme cantidad; sapos, ranas, serpientes y lagartos también ocupaban su correspondiente lugar. Aves de todo tipo de formas y tamaños, desde las grandes cigüeñas a las minúsculas alondras, agregaban su voz y su color. Incluso los insectos desempeñaban su papel.

Los nutridos rebaños de animales que pastaban, así como los ramoneadores y consumidores de semillas, se veían limitados y controlados por los carnívoros. Éstos, que se adaptaban mejor a su propio ámbito y podían habitar donde quiera que viviesen sus presas, también alcanzaban enormes proporciones a causa de la abundancia y la calidad del alimento de que disponían. Los gigantescos leones de las cavernas, cuyo tamaño era doble que el de sus descendientes meridionales, cazaban a los ejemplares jóvenes y viejos incluso de los animales herbívoros más corpulentos, si bien un mamut lanudo en la plenitud de sus fuerzas tenía poco que temer. Habitualmente las preferencias de los grandes gatos se inclinaban por el enorme bisonte, los uros y el venado, y por su parte las manadas de grandes hienas, lobos y perros salvajes elegían presas de categoría media. Se dividían las abundantes presas con los linces, los leopardos y los pequeños gatos salvajes.

Los monstruosos osos de las cavernas, en esencia vegetarianos y sólo en parte cazadores, tenían doble peso que los osos pardos o negros, más pequeños, los cuales también preferían una dieta omnívora que a menudo incluía hierbas, si bien el oso blanco de las costas heladas se alimentaba de la carne que extraía del mar. Los crueles glotones y las mofetas de la estepa apresaban su cuota de animales más pequeños, entre ellos el vasto número y la diversidad de roedores, y lo mismo hacían las astutas martas cibelinas, las comadrejas, las nutrias, los hurones, las garduñas, los visones y los armiños, que en la nieve se volvían blancos. Algunos zorros también se transformaban en blancos, o bien su pelaje adquiría un intenso color gris llamado azul, para confundirse con la escenografía invernal y cazar subrepticiamente. Las águilas tostadas y doradas, los halcones, los gavilanes, los cuervos y los búhos atrapaban en vuelo a las presas pequeñas desprevenidas o infortunadas, y los buitres y los milanos negros limpiaban los restos que otros dejaban en tierra.

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