Las llanuras del tránsito (15 page)

–¿Quieres decir como los botes curvos que los mamutoi usaban para cruzar los ríos?

–Creo que son parecidos, pero más grandes y más sólidos. Nunca los había visto y no creía demasiado en esos relatos hasta que me encontré con los sharamudoi y vi las embarcaciones que fabricaban. A lo largo del Río Madre crecen muchos árboles cerca de su campamento, árboles grandes. Con ellos fabrican botes. Ya verás cuando los conozcas. No lo creerás. No se limitan a cruzar el río, sino que viajan por agua, río arriba y río abajo, en esos botes.

Ayla advirtió su entusiasmo. Realmente se sentía ilusionado ante la posibilidad de volver a verlos, ahora que había resuelto su dilema. Sin embargo, ella no pensaba en la perspectiva de conocer el otro pueblo de Jondalar. La extraña luz del cielo la inquietaba. No sabía en concreto por qué. Era un espectáculo que la conmovía y deseaba comprender su significado, pero no le infundía el temor que sentía en presencia de las perturbaciones de la tierra. Los movimientos de la tierra, y sobre todo los terremotos, la aterrorizaban, no sólo por el temblor de lo que debía ser suelo firme, un hecho amenazador en sí, sino porque esos episodios habían señalado siempre el comienzo de un cambio drástico y desgarrador en su propia vida.

Un terremoto la había apartado de su propio pueblo y le había deparado una niñez que era ajena a todo lo que había conocido antes, y un terremoto había determinado que se viese condenada al ostracismo en el clan, o por lo menos había proporcionado a Broud la excusa para ello. Incluso la erupción volcánica, que había comenzado muy lejos, hacia el sudoeste, y arrojado sobre ellos una fina lluvia de polvo de ceniza, parecía haber presagiado su separación de los mamutoi, aunque la decisión había partido de la propia Ayla, sin que nadie se la impusiera. Ignoraba qué significaban las señales celestes, e incluso si aquella era o no una señal.

–Estoy segura de que Creb pensaría que un cielo así es señal de algo –dijo Ayla–. Fue el Mog-Ur poderoso de todos los clanes, y algo semejante a esto le habría inducido a meditar hasta aclarar su significado. Creo que Mamut también pensaría que es una señal. ¿Qué te parece, Jondalar? ¿Es un signo de algo? ¿Quizá de algo que... no es bueno?

–Yo... no lo sé, Ayla. –Vacilaba ante la posibilidad de explicarle la creencia de su pueblo en el sentido de que, cuando las luces del norte eran rojas, a menudo se consideraba el hecho como una advertencia; pero no siempre. A veces, sólo presagiaba algo muy importante–. Yo no soy Uno Que Sirve a la Madre. Podría ser la señal de algo bueno.

–Pero este Fuego del Hielo es una señal poderosa de algo, ¿verdad?

–Generalmente. Por lo menos, así piensa la mayor parte de la gente.

Ayla mezcló un poco de raíz de aguileña y ajenjo en su infusión de manzanilla, operación con la que obtuvo una bebida de intenso efecto calmante, ya que se sentía inquieta desde la visita del oso al campamento y la aparición del extraño resplandor en el cielo. Incluso con el sedante, Ayla no podía conciliar el sueño. Ensayó toda clase de posturas para dormirse, primero de costado, después de espaldas, más tarde del otro lado, un instante después boca abajo, y estaba segura de que sus movimientos y su agitación molestaban a Jondalar. Cuando al fin consiguió adormecerse, su descanso fue accidentado y lleno de perturbadores sueños.

Un rugido colérico quebró el silencio y la gente que miraba retrocedió atemorizada. El enorme oso de las cavernas presionó sobre la puerta de la jaula y, después de arrancarla, la arrojó al suelo. ¡El oso enloquecido estaba suelto! Broud estaba encaramado sobre sus hombros; otros dos hombres se aferraban a su pelaje. De pronto, uno cayó en las garras del monstruoso animal, pero su alarido de dolor se interrumpió bruscamente cuando un poderoso abrazo del oso le quebró la columna vertebral. El Mog-Ur recogió el cuerpo y, con solemne dignidad, lo introdujo en una caverna. Creb, con su capa de piel de oso, marchaba al frente.

Ayla miró fijamente un líquido blanco que se movía en un agrietado cuenco de madera. El color del líquido se transformó en rojo sangre y se espesó, mientras franjas blancas y luminosas surcaban lentamente su superficie. Experimentó una honda inquietud, algo había hecho mal. No debía quedar líquido en el cuenco. Se lo acercó a los labios y lo vació.

Su perspectiva cambió: la luz blanca estaba en su interior y parecía que ella crecía y miraba desde lo alto a las estrellas que marcaban un camino. Las estrellas se convirtieron en pequeñas luces parpadeantes que indicaban el camino a través de una caverna larga e interminable. Después, una luz roja que estaba al final se agrandó, ocupando toda su visión, y con una sensación deprimente, al borde de la náusea, vio a los mog-ures sentados en círculo, semiocultos por las estalagmitas.

Ella se hundía cada vez más en un abismo oscuro, paralizada por el temor. De pronto, Creb apareció allí, con la luz resplandeciente dentro de ella, ayudándola, sosteniéndola, calmando sus temores. La guio en un extraño viaje de retorno a los comienzos comunes, a través de agua salada y dolorosos golpes de aire, tierra fangosa y altos árboles. De pronto, se encontraron en tierra, caminando erguidos sobre las dos piernas, salvando una gran distancia, avanzando hacia el oeste, en dirección al gran mar salado. Llegaron a un empinado muro que daba a un río y una planicie, con una profunda entrada bajo un ancho saliente; era la caverna de un antiguo antepasado de Creb. Pero cuando se acercaron a la caverna, Creb comenzó a desvanecerse, a abandonarla.

La escena se desdibujó. Creb se desvanecía cada vez más rápidamente, casi había desaparecido del todo, y ella sintió que el pánico la dominaba. «¡Creb! ¡No te vayas, por favor, no te vayas!», gritó. Exploró con la mirada el paisaje, buscándolo desesperadamente. Y entonces lo vio en la cima del risco, sobre la caverna de su antepasado, cerca de un peñasco, una columna rocosa larga y levemente achatada que se inclinaba sobre el borde, como si hubiese quedado paralizado en el mismo lugar un instante antes de caer. Ella gritó de nuevo, pero él se había desvanecido en la roca. Ayla se sentía desolada; Creb se había marchado y ella estaba sola, agobiada por el dolor, deseando que le hubiese quedado algo de Creb para recordar, algo para tocar y guardar, pero todo lo que tenía era un dolor irresistible. De pronto, echó a correr, y corrió con toda la velocidad de sus piernas; tenía que alejarse, tenía que alejarse.

–¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! –gritó Jondalar, sacudiéndola.

–Jondalar –musitó ella, y se sentó. Después, siempre presa de la misma desolación, se aferró a él y le brotaron las lágrimas–. Se fue... ¡Oh, Jondalar!

–Está bien –dijo, sosteniéndola–. Seguramente ha sido una pesadilla terrible. Gritabas y llorabas. ¿Te servirá de algo contármelo?

–Era Creb. He soñado con Creb y con aquella Reunión del Clan, cuando entré en la caverna y ocurrieron tantas cosas extrañas. Después, durante mucho tiempo él estuvo muy disgustado conmigo. Y más tarde, cuando al fin volvíamos a estar unidos, murió, casi no tuvimos tiempo de hablar. Y dijo que Durc era el hijo del clan. Yo nunca supe muy bien lo que quiso decir. Había tantas cosas de las cuales hubiera deseado hablarle, tantas cosas que ahora desearía haberle preguntado. Algunas personas creían que él era simplemente el poderoso Mog-Ur, y el ojo y el brazo que le faltaban lograban que pareciera feo y más temible. Pero no le conocían. Creb era sabio y bondadoso. Comprendía el mundo de los espíritus, pero también entendía a la gente. Yo quería hablarle en mi sueño y creo que él también intentaba hacerlo conmigo.

–Quizá fuera así. Yo nunca he podido entender los sueños –dijo Jondalar–. ¿Te sientes mejor?

–Ahora estoy bien –dijo Ayla–, pero ojalá supiera más acerca de los sueños.

–Creo que no deberías ir solo en busca de ese oso –dijo Ayla después del desayuno–. Tú mismo has dicho que un oso herido podía ser peligroso.

–Estaré alerta.

–Iré contigo, los dos podemos vigilar; permanecer en el campamento no es más seguro para mí. El oso puede regresar en tu ausencia.

–Es cierto. Está bien, ven conmigo.

Comenzaron a internarse en el bosque, siguiendo el rastro del oso. Lobo decidió rastrear y se zambulló entre los matorrales, remontando la corriente del río. Habían recorrido más de un kilómetro cuando oyeron una conmoción, rezongos y gruñidos. Se adelantaron deprisa y encontraron a Lobo con el pelo erizado, brotándole un gruñido de lo más profundo de la garganta, mientras mantenía la cabeza baja y la cola entre las patas, a cierta distancia de una pequeña manada de lobos que montaban guardia sobre el cuerpo pardo oscuro del oso.

–Por lo menos no tendremos que preocuparnos por un oso herido –dijo Ayla, que tenía dispuesta su lanza.

–No es más que una manada de lobos peligrosos. –Jondalar también estaba preparado para arrojar su lanza–. ¿Quieres comer carne de oso?

–No, tenemos suficiente carne. No hay espacio para guardar más. Dejemos el oso a estas bestias.

–No me importa la carne, pero me gustaría llevarme las garras y los colmillos –dijo Jondalar.

–¿Por qué no los coges? Te pertenecen. Mataste al oso. Puedo alejar a los lobos con mi honda el tiempo que necesites.

Jondalar no pensó que fuera algo que él hubiera podido intentar solo. La idea de apartar a una manada de lobos de la carne que consideraban suya parecía un gesto peligroso, pero recordó la conducta de Ayla la víspera, cuando había ahuyentado a las hienas.

–Adelante –dijo, mientras extraía su afilado cuchillo.

Lobo se excitó mucho cuando Ayla comenzó a arrojar piedras para ahuyentar a la manada de lobos, y montó guardia sobre el cadáver del oso mientras Jondalar se apresuraba a cortarle las garras. Fue un poco más difícil arrancarle los dientes de las mandíbulas, pero pronto consiguió sus trofeos. Ayla observaba a Lobo y sonreía. Apenas su «manada» expulsó a la manada salvaje, su actitud y su postura cambiaron. Mantenía la cabeza alta, la cola recta, en la actitud de un lobo dominante, y su gruñido era más agresivo. El jefe de la manada le observaba atentamente y parecía dispuesto a desafiarle.

Cuando ya se alejaban del cadáver del oso, el jefe de la manada alzó la cabeza y aulló. Fue un aullido profundo y penetrante. Lobo levantó la cabeza y replicó con otro aullido, pero el suyo carecía de resonancia. Era más joven, no había completado su desarrollo, y eso se manifestaba en su voz.

–Vamos, Lobo. Ese animal es más corpulento que tú, sin hablar de que es más viejo y más sabio. Te dominaría en un par de segundos –dijo Ayla, pero Lobo volvió a aullar, no como un reto, sino porque estaba en una comunidad de su propia especie.

Los restantes lobos de la manada se unieron a los dos primeros, hasta que Jondalar se sintió rodeado por un coro de gruñidos y aullidos. Y entonces, simplemente porque lo deseaba, Ayla irguió la cabeza y aulló. El sonido provocó un escalofrío en la espalda del hombre y le puso carne de gallina. A su juicio, era una imitación perfecta de los lobos. Incluso Lobo volvió la cabeza hacia ella, y entonces emitió otro gemido prolongado en un tono más confiado. Los restantes lobos contestaron a su vez y pronto retumbó en los bosques la escalofriante y bella canción de los lobos.

Cuando regresaron al campamento, Jondalar limpió las garras y los colmillos del oso; mientras Ayla cargaba las cosas en Whinney, él continuaba recogiendo los elementos del campamento, todavía atareado cuando ella ya había concluido. Ayla se apoyaba en el cuerpo de la yegua y la rascaba distraídamente sintiéndose complacida de su presencia; de pronto, vio que Lobo había encontrado otro hueso viejo y descompuesto. Pero esta vez el animal se mantuvo a distancia, gruñendo juguetonamente con su preciado hallazgo entre los dientes, la mirada atenta en la mujer, pero sin hacer ningún esfuerzo para llevarle el hueso.

–¡Lobo! ¡Ven aquí, Lobo! –gritó Ayla. Lobo soltó el hueso y se acercó a Ayla–. Creo que es hora de comenzar a enseñarte algo nuevo –dijo la joven.

Quería enseñarle a permanecer quieto si ella se lo ordenaba, y que procediera así incluso en el caso de que Ayla se alejara. Consideraba importante que aprendiese a obedecer este tipo de orden, aunque presumía que el aprendizaje iba a ser lento. A juzgar por la recepción que les habían dispensado hasta entonces las personas con las cuales se había cruzado en el camino, y por la reacción de Lobo, le inquietaba que el animal se arrojase sobre extraños que pertenecían a otra «manada» de humanos.

Ayla había prometido cierta vez a Talut que mataría al lobo con sus propias manos si lastimaba a alguno de los habitantes del Campamento del León, y aún creía que era responsabilidad suya asegurarse de que el animal carnívoro que ella ponía en contacto estrecho con la gente no dañase a nadie. Pero, además, le inquietaba la seguridad del propio Lobo. Su aproximación amenazadora provocaba inmediatamente una reacción defensiva y Ayla temía que, por temor, cualquier cazador intentara matarlo cuando pareciese amenazar a su campamento, antes de que ella pudiera impedirlo.

Decidió comenzar atándolo a un árbol y ordenándole que permaneciera allí mientras ella se alejaba, pero la cuerda que rodeaba su cuello era demasiado holgada y Lobo consiguió sacar su cabeza. Lo ató con más fuerza la vez siguiente, pero le preocupaba la posibilidad de que la cuerda asfixiara al animal si estaba demasiado apretada. Tal como había sospechado que sucedería, Lobo gemía, aullaba y saltaba tratando de seguirla en cuanto Ayla comenzaba a alejarse. Desde una distancia de varios metros, ella le repetía la orden de permanecer allí, y con la mano hacía un gesto para indicarle que no tenía que moverse.

Cuando al fin Lobo se aquietó, ella regresó y le elogió. Repitió el intento varias veces, hasta que vio a Jondalar ya preparado, por lo que soltó a Lobo. Era un entrenamiento suficiente para un día, pero después de esforzarse por desatar los nudos que Lobo había apretado con fuerza con sus maniobras, Ayla no se sentía complacida con la idea de la cuerda alrededor del cuello del animal. Primero tendría que ajustarla exactamente, ni muy tensa ni muy floja, y además se veía en dificultades para desatar los nudos. Tendría que pensar en ello.

–¿Crees realmente que podrás enseñarle que no debe amenazar a los extraños? –preguntó Jondalar, después de observar los primeros intentos, al parecer fracasados–. ¿No me dijiste que es natural que los lobos desconfíen de otros? ¿Cómo puedes abrigar la esperanza de enseñarle algo que va en contra de sus inclinaciones naturales?

Other books

Wicked Eddies by Beth Groundwater
The Moves Make the Man by Bruce Brooks
Through the Whirlpool by K. Eastkott
Walt by Ian Stoba
Scared to Death by Wendy Corsi Staub
The Silent Waters by Brittainy Cherry
The Best Man's Bride by Lisa Childs
Sins and Needles by Monica Ferris