Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Lobo! ¡Por fin has llegado! ¡Estás aquí! ¡Mira, Jondalar! ¡Lobo está aquí! –exclamó Ayla, y el hombre se sintió aliviado y contento al verlo, aunque pensó que su felicidad residía ante todo en la satisfacción experimentada por Ayla. Por lo menos, ahora ella dormiría un poco. Antes, sin embargo, Ayla se levantó para darle al animal la comida que le había reservado, parte de un guiso preparado con carne seca, raíces y una torta de alimento para el viaje.
La joven había hecho con anterioridad una infusión de corteza de sauce seca, vertida en un cuenco con agua que había separado para él, y como el animal tenía bastante sed, bebió hasta la última gota, incluida la medicación destinada a calmar el dolor. Enseguida se acurrucó junto a la piel de dormir de Ayla y Jondalar, y la mujer se adormeció con un brazo alrededor del cuerpo del animal, mientras Jondalar se acurrucaba cerca de ella y le pasaba un brazo sobre el pecho. En la noche extraordinariamente fría pero clara, durmieron vestidos, excepto las botas y las prendas exteriores, sin molestarse en montar la pequeña tienda.
Por la mañana, aunque Ayla pensó que Lobo estaba mejor, extrajo de su bolso de medicinas –el saquito de piel de nutria– más corteza de sauce y agregó a la comida del animal una taza del brebaje. Tenían que afrontar el cruce del río de aguas heladas, y Ayla no sabía de qué modo influiría el intento en la herida del animal. Podía enfriarlo demasiado, pero, por otra parte, el agua fría quizá aliviara la herida que estaba cicatrizando y el traumatismo interno.
De cualquier modo, la joven no tenía grandes deseos de mojarse las ropas. Su desgana provenía no tanto de pensar en el contacto con el agua fría –a menudo se había bañado en aguas de temperatura aún más baja– cuanto de la idea de usar pantalones y calzado mojados en el aire casi helado. Cuando comenzó a sujetar el borde superior de sus botas altas de tipo mocasín alrededor de las pantorrillas, de pronto cambió de idea.
–No entraré con esto en el agua –afirmó–. Prefiero descalzarme y mojarme los pies. Por lo menos, podré ponerme calzado seco después de cruzar.
–Quizá no sea mala idea –convino Jondalar.
–En realidad, ni siquiera usaré esto –dijo Ayla, quitándose el pantalón y permaneciendo desnuda de cintura para abajo, un gesto que provocó una sonrisa de Jondalar y provocó en el hombre el deseo de hacer algo muy diferente a salir en persecución de los caballos. No obstante, sabía que Ayla estaba demasiado inquieta por Whinney para pensar en otras actividades.
Por extraño que pudiera parecer, Jondalar tenía que reconocer que la idea era interesante. El río no mostraba una altura excepcional, aunque parecía tratarse de una corriente de aguas rápidas. Podían cruzarlo a lomos de Corredor, con las piernas y los pies desnudos, y ponerse ropas secas en cuanto ganaran la otra orilla. No sólo estarían más cómodos, sino que evitarían un enfriamiento prolongado.
–Ayla, creo que tienes razón. Es mejor que la ropa no se moje –dijo Jondalar, quitándose los calzones.
El hombre cargó la albarda, mientras Ayla sostenía las pieles para dormir con el fin de evitar que se mojaran. El hombre se sintió un poco extraño al montar el caballo con la mitad inferior del cuerpo desnuda, pero el contacto de la piel de Ayla con sus piernas le indujo a olvidar la situación. El resultado obvio de los pensamientos de Jondalar no pasó inadvertido para Ayla. Si no se hubiera sentido tan acuciada por el afán de encontrar a Whinney, también ella se habría sentido tentada de permanecer allí un rato más. En el fondo de su mente acechaba el pensamiento de que en otra ocasión tal vez pudieran montar de nuevo los dos el mismo caballo, sólo por diversión; pero aquél no era el momento apropiado para disfrutar.
El agua estaba muy fría cuando el caballo castaño entró en la corriente, quebrando la corteza de hielo que se había formado a lo largo de la orilla. Aunque el río era un curso de aguas rápidas, y pronto alcanzó profundidad suficiente para mojarles las piernas hasta medio muslo, el caballo no perdió pie; el lugar no era tan profundo como para que tuviera que nadar. Los dos jinetes de Corredor trataron al principio de sacar del agua las piernas, pero no tardarían en sentirlas entumecidas a causa de la baja temperatura. Más o menos a mitad del río, Ayla se volvió buscando la mirada de Lobo. Éste permanecía aún en la orilla, paseándose de un lado a otro tratando de evitar la zambullida inicial, como hacía a menudo. Ayla silbó para alentarlo y vio que, por fin, se hacía el ánimo.
Llegaron sin tropiezos a la orilla opuesta; el único inconveniente era el frío. El viento helado que al desmontar les traspasó las piernas mojadas, empeoraba las cosas. Después de quitarse con las manos la mayor parte del agua, se apresuraron a vestir de nuevo los pantalones y a calzar las botas de tipo mocasín, forradas de suave lana de gamuza, estas últimas regalo de despedida de los sharamudoi, por el cual les estaban más que agradecidos en aquellos instantes. Al entrar en calor, sintieron un hormigueo en las piernas y los pies. Cuando Lobo llegó a la orilla, saltó a tierra firme y se sacudió. Ayla lo examinó para comprobar que no se había agravado a causa del frío chapuzón.
Identificaron fácilmente el rastro y volvieron a montar en Corredor. Lobo intentó de nuevo mantener el mismo ritmo que el corcel, pero pronto se rezagó. Ayla vio preocupada que se quedaba cada vez más atrás. Que el animal les hubiera encontrado la noche anterior calmaba un poco los temores de la joven, y ahora se consoló recordando que, a menudo, Lobo solía alejarse para cazar y explorar por su cuenta, y siempre había vuelto para reunirse con ellos. Detestaba dejarlo atrás, pero tenían que encontrar a Whinney. Transcurrieron las horas y era ya media tarde cuando divisaron caballos a lo lejos. Al acercarse más, Ayla trató de descubrir un pelaje conocido, color humo, pero no podía estar segura. Había muchos otros caballos de pelaje parecido, y no pudo fijarse más porque, cuando el viento llevó el olor de los humanos a la manada, los animales huyeron.
–Esos caballos ya han sido perseguidos –comentó Jondalar, quien, por suerte, se contuvo a tiempo antes de expresar en voz alta el pensamiento de que en aquella región seguramente había habitantes a quienes les gustaba comer carne de caballo. No deseaba inquietar todavía más a Ayla. El rebaño fue rápido en distanciarse del joven corcel montado por viajeros. Jondalar y Ayla continuaron siguiendo el rastro sin desanimarse, puesto que de momento era lo único que podían hacer.
La manada se desvió hacia el sur, por una razón que sólo los caballos conocían, y regresó en dirección al Río de la Gran Madre. Antes de que pasara mucho tiempo, el terreno comenzó a elevarse. La región ofreció un paisaje accidentado y rocoso, y la hierba se hizo más escasa. Continuaron avanzando hasta llegar a un ancho campo, situado a gran altura sobre el resto del territorio. Cuando vieron el agua que centelleaba a sus pies, comprendieron que se encontraban en una meseta, en el punto más alto de la prominencia que habían esquivado, rodeando la base, pocos días antes. El río que ellos habían cruzado recorría la cara occidental antes de desembocar en la Madre.
Cuando la manada comenzó a pastar, los viajeros se aproximaron más.
–Jondalar, ¡allí está! –gritó excitada Ayla, señalando a uno de los animales.
–¿Cómo puedes estar segura? Varios de esos caballos tienen un color parecido.
Era cierto, pero aunque su color fuera similar al de otros animales, la mujer conocía demasiado bien la conformación particular de su amiga como para dudar. Emitió el silbido de costumbre y Whinney irguió la cabeza.
–Te lo dije. ¡Es ella!
Silbó de nuevo y Whinney comenzó a trotar hacia ella. Pero la yegua dirigente, un animal grande y elegante, con un pelaje verde grisáceo más oscuro de lo normal, vio que el miembro más reciente de la manada se alejaba del grupo y avanzó para cortarle el paso. El semental del rebaño se unió a ella para colaborar. Era un caballo de gran alzada, corpulento, de pelaje color crema, con una larga crin plateada, una raya gris en el lomo y una flotante cola plateada que parecía casi blanca cuando la agitaba. También tenía de color gris plata los extremos inferiores de las patas. Mordisqueó los corvejones de Whinney, obligándola a regresar con el resto de las hembras, que miraban la escena con nervioso interés. El semental se dio prisa en volver para desafiar al corcel más joven. Golpeó el suelo con las patas, y poniéndose de manos, relinchó, en claro desafío a Corredor.
El joven caballo pardo retrocedió, intimidado, y fue imposible obligarlo a que avanzara, con gran frustración de sus compañeros humanos. Desde una distancia segura, relinchó llamando a su madre, y tanto Jondalar como Ayla oyeron la conocida respuesta de Whinney. Desmontaron para analizar la situación con más tranquilidad.
–¿Qué vamos a hacer, Jondalar? –apremió Ayla–. No la permitirán alejarse. ¿Cómo lograremos recuperarla?
–No te preocupes, lo conseguiremos. Si es necesario, usaremos los lanzavenablos; pero no creo que haga falta tanto.
La seguridad de Jondalar serenó a la joven, quien no había pensado en las armas que llevaban. No deseaba matar caballos si no era necesario, pero haría todo lo que fuera indispensable para recobrar a Whinney.
–¿Tienes un plan? –preguntó.
–Estoy casi seguro de que esta manada fue perseguida antes y por eso temen un poco a la gente. Eso nos da cierta ventaja. Lo más probable es que el semental crea que Corredor intenta desafiarlo. Él y esa yegua grande han tratado de evitar que Corredor les arrebatara una hembra del rebaño. De modo que tenemos que mantener apartado a Corredor –explicó Jondalar–. Whinney vendrá cuando quiera buscarnos. Si puedo distraer al semental, tú tendrás que ayudar a Whinney a evitar a la yegua hasta que te acerques lo bastante para montarla. Entonces, si le gritas a la yegua dirigente, o incluso le pinchas con tu lanza en el caso de que se acerque a Whinney, creo que se mantendrá a distancia hasta que tú te alejes.
–Parece bastante fácil. –Ayla sonrió sintiéndose aliviada–. ¿Qué haremos con Corredor?
–En las inmediaciones he visto una roca con un par de arbustos cerca. Puedo atarlo a uno de ellos. No resistirá si realmente quiere soltarse, pero está acostumbrado a permanecer atado y creo que no se moverá del sitio.
Jondalar aferró la cuerda del caballo joven y comenzó a retroceder a grandes zancadas.
–Coge tu lanzador y una lanza o dos –dijo Jondalar cuando llegaron a la roca; después se quitó la albarda–. De momento la dejaré aquí. Reduce mi libertad de movimientos. –Guardó en el contenedor su propio lanzador y las lanzas–. Apenas atrapes a Whinney, puedes volver con Corredor y venir a buscarme.
La meseta se desviaba en dirección nordeste-sudoeste, con una inclinación gradual hacia el norte, por lo que alcanzaba más altura en dirección este. En el extremo sudoeste, terminaba en un precipicio. En la cara occidental, frente al río que habían cruzado antes, el declive era bastante brusco, pero hacia el sur y el Río de la Gran Madre, había un alto precipicio con una caída a pico. Cuando Ayla y Jondalar se dirigieron de nuevo en busca de los caballos, el día estaba claro y el sol se hallaba alto en el cielo, aunque hacía bastante rato que había dejado atrás el cenit. Se asomaron al borde occidental, pero retrocedieron enseguida, temerosos de que un paso en falso o un tropezón los lanzara al abismo.
Ya en las proximidades de la manada, ocupada en pastar, se detuvieron y trataron de descubrir a Whinney. La manada –yeguas, potrillos y animales de un año– pacía en un campo de altas hierbas secas; el semental estaba a cierta distancia, a un lado, un poco alejado del resto. Ayla creyó distinguir a su yegua más al fondo, en dirección sur. Emitió un silbido; la yegua de pelaje amarillo leonado irguió la cabeza y enseguida comenzó a trotar hacia ellos. Con el lanzador en la mano y una lanza en ristre, Jondalar se acercó lentamente hacia el semental de pelaje color crema, tratando de interponerse entre él y la manada, mientras Ayla caminaba hacia las hembras, decidida a llegar al sitio exacto donde Whinney se encontraba.
Mientras se acercaba a la yegua, algunos caballos cesaron de pacer y levantaron la cabeza, pero no miraban a Ayla. De pronto, ella intuyó que algo no marchaba bien. Se volvió para mirar a Jondalar y vio un hilo de humo, y después otro. Lo que había percibido era el olor del humo. El campo de hierba seca estaba incendiado en varios lugares. De pronto, a través de la bruma del humo, distinguió más figuras que corrían al encuentro de los caballos, gritando y blandiendo antorchas. No cabía duda de que perseguían a los caballos, empujándolos hacia el extremo del campo, hacia el precipicio mortal, ¡y Whinney estaba entre ellos!
El pánico comenzaba a dominar a los caballos, pero entre los sonidos agudos Ayla creyó oír un relincho conocido, procedente de otro lado. Al mirar hacia el norte, vio a Corredor que arrastraba su cuerda y corría hacia el rebaño. ¿Por qué tenía que acercarse precisamente ahora? ¿Y dónde estaba Jondalar? En el aire había algo más que humo. Ayla podía percibir la tensión y oler el miedo contagioso de los caballos que empezaban a alejarse del fuego.
Los caballos se agitaban y encabritaban alrededor de la joven, quien ya no volvió a ver a Whinney, pero Corredor se acercaba al galope, afectado también por el pánico. Ayla emitió un silbido estridente y prolongado, abalanzándose al mismo tiempo sobre el animal. Corredor aminoró la marcha y se volvió hacia Ayla, pero tenía las orejas aplastadas contra la cabeza y sus ojos se revolvían inquietos. Ayla aferró la cuerda que colgaba del cabestro y obligó al animal a girar la cabeza. Corredor relinchó y se encabritó, mientras los caballos pasaban a un costado. La cuerda despellejó las manos de Ayla, pero ella no cedió y, cuando las patas delanteras de Corredor tocaron el suelo, la joven se agarró a sus crines y saltó sobre su lomo.
Corredor se encabritó de nuevo. Ayla estuvo a punto de salir despedida, pero logró sostenerse. El caballo continuaba dominado por el miedo, pero estaba acostumbrado al peso sobre el lomo. Esto y la mujer conocida lo reconfortaban. Echó a correr con movimientos más normales, pero para Ayla era difícil controlar el corcel entrenado por Jondalar. Aunque había montado algunas veces a Corredor y conocía las señales que el animal entendía, no estaba acostumbrada a guiarlo con riendas o con una cuerda. El hombre habría usado ambas cosas con la misma soltura, y el caballo sabía reconocer la confianza que le demostraba su jinete habitual. No respondió bien a los primeros intentos de Ayla, tal vez porque buscaba con la mirada a Whinney mientras trataba de calmarlo, y estaba distraída por la necesidad imperiosa de recuperar a su amiga.