Las llanuras del tránsito (77 page)

Jeren pareció inquieto. Sacudió la cabeza, y después cerró los ojos, como si intentara pensar. Caminó hacia ellos y extrajo de su cinto una corta vara. Jondalar vio que el extremo estaba tallado. Estaba seguro de haber visto antes un objeto parecido a aquél y trató de recordar dónde. Jeren limpió un espacio en el suelo, trazó una línea con la vara y a continuación otra que la cruzaba. Bajo la primera línea dibujó una figura que reproducía más o menos fielmente un caballo. Sobre el extremo de la segunda línea, que apuntaba hacia el canal del Río de la Gran Madre, trazó un círculo con unas pocas líneas que partían de aquél. Ayla miró con más atención.

–Jondalar –dijo, con voz excitada–, cuando Mamut me mostraba los símbolos y me enseñaba su significado, ése era el signo del «sol».

–Y esa línea indica la dirección del sol poniente –puntualizó Jondalar, señalando hacia el oeste–. El sitio donde ha dibujado el caballo, seguramente es el sur.

Indicó la dirección, al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras.

Jeren asintió enérgicamente. Después, señaló hacia el norte y frunció el entrecejo. Caminó hacia el extremo norte de la línea que había dibujado y se detuvo, mirando a los dos viajeros. Alzó los brazos y los cruzó frente a su pecho, como había hecho Ayla cuando trataba de explicarle que no debía dar caza a Whinney, ni a Corredor. Después, movió la cabeza de un lado a otro. Ayla y Jondalar se miraron.

–¿Crees que intenta decirnos que no vayamos al norte? –preguntó Ayla.

Jondalar comenzó a percibir cada vez mejor lo que Jeren intentaba comunicarles.

–Así es; no creo que desee simplemente que le acompañemos al sur para hacer una visita. Sin duda intenta decirnos algo más. Creo que trata de advertirnos de que no debemos dirigirnos al norte.

–¿Advertirnos? ¿Qué es lo que puede haber de terrible en el norte? –preguntó Ayla.

–Tal vez podría tratarse del gran muro de hielo –aventuró Jondalar.

–Conocemos la existencia del hielo. Cerca de aquí cazamos el mamut con los mamutoi. Hace frío, pero en realidad no es peligroso, ¿no te parece, Jondalar?

–Se mueve –contestó éste–; se mueve año tras año, y a veces incluso arranca árboles durante el cambio de las estaciones, pero no se desplaza con tanta rapidez como para no tener tiempo de apartarse de su camino.

–No creo que sea el hielo –dijo Ayla–. Pero de todos modos está diciéndonos que no vayamos al norte, es evidente su preocupación.

–Sí, en efecto; pero no consigo imaginar de qué peligro se tratará –dijo Jondalar–. A veces, la gente que no se aventura mucho más allá de su propia región imagina que el mundo que se extiende fuera de su territorio es peligroso, simplemente porque es distinto.

–No creo que a Jeren le asalten esos temores –fue el comentario de Ayla.

–Coincido contigo –dijo Jondalar, quien miró al hombre y añadió–: Jeren, ojalá pudiese entenderte.

El cazador había estado observándoles, y guiándose por la expresión que se reflejaba en sus semblantes, llegó a la conclusión de que habían comprendido su advertencia. Permanecía, pues, en espera de que le dieran una respuesta.

–¿Crees que deberíamos acompañarle y hablar con Tamen? –preguntó Ayla.

–Detesto retroceder y perder tiempo ahora. De todos modos, necesitamos llegar a ese glaciar antes del invierno. Si continuamos la marcha, lo lograremos fácilmente, y hasta nos sobrará tiempo; pero si sucede algo que nos retrase, llegará la primavera y el deshielo, y entonces el cruce es muy peligroso –explicó Jondalar.

–Por tanto, continuaremos avanzando hacia el norte –dijo Ayla.

–Creo que debemos hacerlo, pero estaremos alerta. Aunque ojalá supiera qué es lo que debemos vigilar. –Miró de nuevo al hombre–. Jeren, amigo, te agradezco la advertencia –indicó–. Tendremos cuidado, pero hemos de continuar nuestro viaje.

Señaló al sur, movió la cabeza y después apuntó al norte.

Jeren, que intentó protestar, meneó de nuevo la cabeza, pero finalmente renunció y asintió para indicar que comprendía. Por su parte había hecho todo lo posible. Fue a hablar con uno de sus compañeros, el cual llevaba puesta la capucha equina; conversaron un momento, luego regresó y dio a entender que se marchaban.

Ayla y Jondalar saludaron con la mano, mientras Jeren y sus cazadores se alejaron. Cuando los perdieron de vista, terminaron los preparativos y aunque con ciertas reservas, reanudaron la marcha hacia el norte.

Mientras avanzaban por el extremo septentrional del dilatado pastizal central, notaban que el terreno que se extendía frente a ellos estaba transformándose; las llanas tierras bajas dejaban paso a las abruptas montañas. Las mesetas que de vez en cuando interrumpían la llanura central estaban unidas entre sí, sumergidas en parte bajo el suelo de la cuenca central, y los grandes bloques fragmentados de rocas sedimentarias formaban un espinazo irregular que atravesaba la llanura de nordeste a sudoeste. Erupciones volcánicas relativamente recientes habían cubierto las mesetas de suelos fértiles donde bosques de pinos, abetos y alerces crecían en las estribaciones superiores, y alerces y sauces en las laderas inferiores, al mismo tiempo que los matorrales y los pastos de la estepa medraban en los flancos al abrigo del viento.

Cuando comenzaron a subir las accidentadas colinas, se vieron obligados a retroceder y a rodear profundos pozos y quebradas que bloqueaban el paso. Ayla pensó que allí la tierra parecía menos feraz, aunque, en vista del frío más intenso, se preguntó si aquella impresión suya se debería al cambio de estación. Al mirar hacia atrás desde mayor altura, divisaron una nueva perspectiva de la región que acababan de cruzar. Algunos árboles caducos y los matorrales carecían de hojas, pero la llanura central estaba cubierta con el polvo dorado del heno seco que alimentaría a multitudes durante el invierno.

Vieron muchos animales grandes que pastaban, en rebaños o en solitario. Ayla pensó que los caballos predominaban, pero quizá le llevara a creerlo la especial atención que les prestaba; sin embargo, el ciervo gigante, el ciervo rojo y, sobre todo cuando llegaron a las estepas septentrionales, el reno también abundaban. Los bisontes empezaban a agruparse en nutridos rebaños migratorios para iniciar la marcha hacia el sur. Durante un día entero, las grandes bestias de enorme giba y poderosos cuernos negros se desplazaban sobre las umbrías colinas del pastizal norteño y formaban una alfombra espesa y ondulante. Ayla y Jondalar se detenían a menudo para contemplar el espectáculo. El polvo se elevaba, extendía un manto oscuro sobre la gran masa en movimiento, la tierra temblaba bajo el golpear de miles de pezuñas, en tanto un estrépito ensordecedor, mezcla de gruñidos y balidos profundos y sonoros, retumbaba con el fragor del trueno.

Los mamuts abundaban menos, y por lo general avanzaban hacia el norte; pero incluso desde lejos las gigantescas bestias lanudas resultaban impresionantes. Cuando no actuaban impulsados por las exigencias de la reproducción, los mamuts machos tendían a formar pequeños rebaños, con vínculos más bien flexibles, en los que simplemente se hacían compañía. A veces, un macho se unía a un rebaño de hembras y lo acompañaba durante algún tiempo, pero siempre que los viajeros veían un mamut solitario, éste invariablemente era macho. Los rebaños permanentes más numerosos estaban formados por hembras estrechamente emparentadas; una abuela, vieja y astuta matriarca que era la jefa, y en ocasiones una hermana o dos, con las respectivas hijas, además de los nietos. Era fácil identificar los rebaños de hembras porque los colmillos eran un poco más pequeños y menos curvados, y también porque siempre estaban acompañadas por animales más jóvenes.

Igualmente impresionantes, cuando se dejaban ver, eran los rinocerontes lanudos, más raros y menos gregarios. En general, no formaban rebaños. Las hembras vivían en pequeños grupos de familia; sin embargo, los machos, salvo en la época del apareamiento, llevaban una existencia solitaria. Ni los mamuts ni los rinocerontes, excepto los jóvenes y los muy viejos, tenían demasiado que temer de los cazadores cuadrúpedos, ni siquiera del enorme león de las cavernas. En particular los machos podían permitirse el lujo de la soledad; las hembras, en cambio, necesitaban del rebaño, porque éste las ayudaba a proteger a sus crías.

Los bueyes almizcleros lanudos, animales más pequeños parecidos a las cabras, se agrupaban para tener cierta protección. Cuando eran atacados, los adultos solían formar una falange circular que miraba hacia fuera, mientras los pequeños quedaban en el centro. Al alcanzar Ayla y Jondalar puntos más elevados de las montañas, aparecieron algunos íbices y gamuzas; a menudo estos animales descendían a menor altura cuando se aproximaba el invierno.

Muchos de los animales pequeños podían pasar un invierno tranquilo atrincherados en sus madrigueras, practicadas a considerable profundidad en el suelo, rodeados por depósitos de semillas, nueces, bulbos, raíces y, en el caso de los picas, las pilas de heno que habían cortado y secado. Los conejos y las liebres cambiaban de color, pero no se volvían blancos, sino que adquirían un matiz moteado más claro. Sobre un promontorio boscoso, Ayla y Jondalar descubrieron un castor y una ardilla arborícola. El hombre utilizó su lanzavenablos para cazar al castor. Además de la carne, la larga cola del castor era un manjar exquisito y poco común. El apéndice se asaba aparte, ensartado en una estaca que inclinaban sobre el hogar.

Lo normal era que utilizasen el lanzavenablos para abatir la caza mayor. Tanto Ayla como Jondalar usaban las armas con gran destreza, pero él tenía más fuerza y podía arrojar más lejos la lanza. A menudo Ayla mataba con la honda a los animales más pequeños.

Aunque no los cazaban, vieron que también abundaban la nutria, el tejón, la mofeta, la marta y el visón. Los carnívoros –zorros, lobos, linces y felinos más grandes– encontraban su sustento en la caza menor o en los restantes herbívoros. Aunque rara vez pescaron en aquel tramo de su viaje, Jondalar sabía que había peces de buen tamaño en el río, entre ellos la perca, el sollo y la carpa.

Hacia el atardecer encontraron una caverna con la entrada muy ancha, y decidieron explorarla. Al aproximarse, los caballos no manifestaron inquietud, cosa que interpretaron como buena señal. Lobo olfateó los rincones con afán cuando entraron en la caverna; era evidente que sentía curiosidad, pero no se le erizó el pelo. Al observar la conducta despreocupada de los animales, Ayla llegó a la conclusión de que la caverna estaba vacía; por tanto, decidieron acampar allí esa noche.

Después de encender fuego, prepararon una antorcha para explorar más a fondo el lugar. Cerca de la entrada había numerosos indicios de que la caverna había sido usada antes. Jondalar dedujo que los arañazos en las paredes fueron hechos por un oso o un león de las cavernas. Lobo olfateó algunos excrementos, pero eran tan viejos que se hacía difícil determinar a qué animal pertenecían. Encontraron varios huesos anchos, ya secos, procedentes de una pata, roídos parcialmente. El modo en que los habían quebrado y las marcas de los dientes indujeron a Ayla a pensar que allí habían actuado hienas de las cavernas, con sus mandíbulas extremadamente poderosas. Se estremeció ante la idea.

Las hienas no eran peores que otros animales. Devoraban a las demás bestias que habían muerto de forma natural y asimismo a las que otros habían dado muerte, como lo hacían otros depredadores, entre ellos los lobos, los leones y los humanos. Por otro lado, las hienas eran también eficaces cazadoras en manada. De cualquier modo, el odio que Ayla les profesaba era irracional. A sus ojos representaban lo peor de todo cuanto era malo.

Desde luego la caverna no había sido usada recientemente. Todos los restos eran antiguos, incluso el carbón de leña encontrado en un hoyo poco profundo, procedente del fuego encendido por otros visitantes. Ayla y Jondalar se internaron cierto trecho en la caverna, mas ésta parecía no tener fondo, y más allá de la entrada no había indicios de que hubiera sido utilizada. Columnas de piedras, que ora parecían brotar del suelo y ora descender del techo, cuando no se alzaban en el medio, eran los únicos habitantes de su interior frío y húmedo.

Al llegar a un recodo, les pareció oír un rumor de agua que venía de lo profundo, y decidieron dar la vuelta. Sabían que la improvisada antorcha no duraría mucho y ninguno de los dos deseaba perder de vista la luz cada vez más tenue que llegaba desde la boca de la cueva. Regresaron tocando las paredes de piedra caliza y se alegraron de ver el oro opaco de la hierba seca y la brillante luz dorada que delineaba las nubes hacia el oeste.

A medida que se internaban en las mesetas situadas al norte de la gran llanura central, Ayla y Jondalar advirtieron otros cambios. El terreno aparecía horadado por cavernas, cuevas y pozos que iban desde las depresiones en forma de cuenco y cubiertas de hierba a los abismos inaccesibles que alcanzaban gran profundidad. Era un paisaje peculiar, que les causaba un sentimiento indefinible de inquietud. Si bien los arroyos y los lagos superficiales escaseaban, en ocasiones oían el sonido sobrecogedor de los ríos subterráneos.

Ignotas criaturas de mares antiguos y cálidos eran la razón de ese paisaje extraño e imprevisible. En el curso de innumerables milenios, el fondo del mar se había elevado a causa de los depósitos de conchas y esqueletos. Después de eones aún más largos, el sedimento de calcio se había endurecido, y entonces alcanzó mayor altura como consecuencia de los movimientos contradictorios de la Tierra, convirtiéndose en rocas de carbonato de calcio, es decir, piedra caliza. Bajo las grandes extensiones de tierra, la mayor parte de las cavernas se formaron con piedra caliza, ya que, dadas las condiciones apropiadas, la roca sedimentaria dura se disolvía.

En agua pura, este tipo de roca no es en absoluto soluble, pero basta que el agua sea ligeramente ácida para que ataque a la piedra caliza. Durante las estaciones más cálidas y cuando los climas eran húmedos, el agua del suelo que circulaba y transportaba ácido carbónico de las plantas, que estaba cargada con dióxido de carbono, disolvía grandes cantidades de la piedra carbonatada.

Mientras fluía a lo largo de los suelos llanos y se introducía en las minúsculas grietas de las junturas verticales existentes en las espesas capas de la piedra calcárea, el agua del suelo amplió y profundizó paulatinamente las fisuras. Fabricó terrenos irregulares e intrincadas estrías en tanto arrastraba lejos la piedra caliza disuelta, para derramarla en filtraciones y manantiales. Obligada por la gravedad a descender a niveles inferiores, el agua cargada de acidez ensanchó las grietas subterráneas y formó cuevas. Éstas se convirtieron en cavernas y canales, con estrechos respiraderos verticales que comunicaban con el exterior, y en su momento se unieron con otros para transformarse en sistemas fluviales subterráneos completos.

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