Las llanuras del tránsito (73 page)

Lobo se debatió para liberarse del abrazo de Ayla, y en cuanto lo consiguió, empujó con el hocico la solapa de la tienda y salió. Ayla oyó la llamada de Whinney; le embargó un sentimiento tal de alegría, que estuvo a un paso de contestar del mismo modo, pero entonces recordó que Jondalar dormía. Comenzó a preocuparse por los caballos, expuestos a la lluvia. Estaban acostumbrados al tiempo seco, no a aquella lluvia torrencial. No importaba que el frío fuese intenso, si era seco. Recordó, sin embargo, haber visto caballos, por lo que resultaba evidente que algunos vivían en la región. Los caballos, en efecto, tenían un pelaje que era espeso, denso y tibio incluso cuando se mojaba. Ayla supuso que podrían afrontar la situación, siempre que la lluvia no fuera constante.

Decididamente no le gustaban las copiosas lluvias otoñales que caían en aquella región meridional, si bien había acogido de buen grado las largas y húmedas primaveras norteñas, con sus brumas y ventiscas cada vez más cálidas. El clan de la caverna de Brun estaba al sur, y allí solía llover mucho en otoño; pero Ayla no recordaba esos aguaceros interminables. Claro que no todas las regiones meridionales eran iguales. Ayla pensó en la posibilidad de levantarse, pero antes de adoptar una decisión, volvió a dormirse.

Cuando despertó por segunda vez, Jondalar estaba moviéndose inquieto. Mientras ella yacía bajo las pieles, percibió una diferencia, pero no pudo clasificar de qué se trataba. De pronto, comprendió que había cesado el sonido de la lluvia. Se incorporó y salió. La tarde tocaba a su fin, el frío reinante le hizo desear haberse abrigado más. Orinó junto a un arbusto, dirigiéndose después hacia los caballos que pastaban cerca de los sauces, en un lugar por donde pasaba un arroyo. Lobo estaba con ellos. Los tres se acercaron al verla, y la joven pasó algún tiempo acariciando y rascando a los animales, además de hablarles. Aterida, regresó a la tienda, se cubrió con las pieles de dormir y volvió a tenderse al lado del cálido cuerpo masculino.

–¡Estás fría, mujer! –exclamó él.

–En cambio, tú estás bien y caliente –dijo Ayla, acurrucándose junto a él.

Él la rodeó con sus brazos y acercó los labios al cuello de Ayla, aliviado de que el calor de la joven se restableciera con tanta rapidez. Horas antes había llegado a temer por su vida, cuando ella estaba helada y él se esforzaba por hacerla reaccionar.

–No sé en qué estaría pensando al dejar que te mojaras y enfriases tanto –dijo Jondalar–. Nunca debimos intentar el cruce de ese río.

–Pero, Jondalar, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Tenías razón. Con esa lluvia tan intensa, habríamos tenido que cruzar un río u otro, y hubiera sido peor tratar de pasar uno que descendiese de la montaña –afirmó Ayla.

–Si nos hubiéramos separado antes de los sharamudoi, no hubiésemos tenido que soportar esta lluvia. Y cruzar la Hermana no hubiera sido tan difícil ni mucho menos –indicó Jondalar, que continuaba haciéndose cargos.

–Tuve yo la culpa de que no partiéramos antes, y hasta Carlono creyó que llegaríamos aquí antes de las lluvias.

–No, la culpa fue mía. Yo sabía cómo era este río. Si hubiera hecho un esfuerzo, habríamos partido antes. Y si hubiéramos dejado atrás ese bote, no habríamos necesitado tanto tiempo para pasar la montaña y no habría sido un obstáculo en el río. ¡Qué estúpido fui!

–Jondalar, ¿por qué te culpas? –preguntó Ayla–. No eres estúpido. No podías prever lo que sucedería. Ni siquiera Uno Que Sirve a la Madre puede ser perfecto. Las cosas nunca son totalmente claras. Y lo logramos. Ahora estamos aquí, y todo está bien gracias a ti... Incluso tenemos a Lobo. Y también el bote, y es posible que todavía nos sea de gran utilidad.

–Pero casi te perdí –se lamentó Jondalar, hundiendo la cabeza en el cuello de Ayla y apretándola con tal fuerza que le hizo daño, pese a lo cual no trató de rechazarle–. No puedo decirte cuánto te amo. Me haces muchísima falta, pero las palabras no me bastan, no alcanzan a expresar lo que siento por ti.

Él la oprimió casi con desesperación, como si creyera que apretándola con intensidad suficiente lograría que Ayla fuera parte de sí mismo. De ese modo jamás llegaría a perderla.

También ella le estrechó con fuerza, amándole y deseando hacer algo por aliviar la angustia de Jondalar y su necesidad súbitamente perentoria. Comprendió entonces que sabía lo que tenía que hacer. Respiró en la oreja de Jondalar y le besó el cuello. La respuesta de Jondalar fue inmediata. La besó, con fiera pasión, acariciándole los brazos y sosteniéndole los pechos con las manos, sorbiéndole los pezones con un hambriento deleite. Ella pasó la pierna sobre Jondalar y le obligó a cubrirla; después abrió los puños. Jondalar retrocedió, buscó y empujó con el miembro erecto, tratando de encontrar la abertura. Ayla bajó una mano y le ayudó a guiar el miembro, dándose cuenta de que sentía tanto deseo de su compañero como él de ella.

Mientras él empujaba y sentía el tibio abrazo del profundo foso femenino, ella gimió con una repentina sensación indescriptible. Todos los pensamientos de pesadilla y la temerosa inquietud de Jondalar se disiparon en ese momento, y la sensual alegría del maravilloso don del placer concedido por la Madre le colmó y no dejó espacio para otro pensamiento que no fuera el amor que sentía por ella. Se retiró un poco y sintió que el movimiento de Ayla se acompasaba al suyo cuando volvieron a unirse. La respuesta de Ayla provocó en él sensaciones aún más profundas.

Cuando se apartaban y volvían a unirse, él experimentaba un sentimiento de inenarrable felicidad. Su cuerpo y el de Ayla se movían a un ritmo al que ella se entregó totalmente y que fue acelerándose, de tal modo que Ayla quedó totalmente inmersa en las sensaciones del momento. Un reguero de fuego la recorría, se centraba en lo más profundo de su cuerpo mientras ambos continuaban agitándose hacia delante y hacia atrás.

Él sentía que crecía en su interior un poder volcánico; oleadas de excitación le recorrían, le sumergían, para, casi antes de que lo advirtiera, estallar en una dulce liberación. Cuando Jondalar se movió las últimas veces, experimentó unas pocas sacudidas tras la violenta erupción y finalmente el sentimiento cálido y fulgurante de la relajación absoluta.

Permaneció encima de ella, conteniendo la respiración después del ejercicio súbito e intenso. Ayla cerró los ojos, satisfecha. Un momento después, él rodó a un costado y se acurrucó junto a Ayla, quien aproximó su cuerpo al del hombre. Así, uno contra el otro estrechamente entrelazados, yacieron dichosos en silencio.

Transcurrido largo rato, Ayla dijo en voz baja:

–¿Jondalar?

–¿Eh? –murmuró él. Se encontraba en un estado agradable y plácido, sin sueño, pero también sin deseos de moverse.

–¿Cuántos ríos más como éste tendremos que cruzar? –preguntó Ayla.

Él se incorporó a medias y la besó en la oreja.

–Ninguno –contestó.

–¿Ninguno?

–Ninguno, porque no hay ríos como la Hermana –explicó Jondalar.

–¿Ni siquiera el Río de la Gran Madre?

–Ni siquiera la Madre es tan veloz y traicionera, o tan peligrosa como la Hermana –explicó Jondalar–; pero no cruzaremos el Río de la Gran Madre. Permaneceremos en este lado la mayor parte de la distancia que nos separa del glaciar de la meseta. Cuando estemos cerca de los hielos, me gustaría visitar a ciertas personas que viven en la orilla opuesta del Río de la Madre. Pero está muy lejos de aquí, y cuando lleguemos a esa región el río será poco más que un arroyo de montaña. –Y poniéndose boca arriba, añadió–: No digo que no tengamos que cruzar algunos ríos importantes para llegar a nuestro destino, pero en estas llanuras la Madre se divide en numerosos canales que se separan y se reúnen nuevamente. Cuando los veamos a todos unidos otra vez, será tan pequeño que te resultará difícil imaginar que se trata del Río de la Gran Madre.

–Si no lleva tanta agua como el de la Hermana, no creo que lo reconozca –dijo Ayla.

–Seguramente lo conseguirás. Por grande que sea la Hermana, cuando se unen, la Madre es todavía más grande. Hay un río importante que alimenta el caudal desde la orilla opuesta, poco antes de las colinas boscosas que lo desvían hacia el este. Thonolan y yo conocimos allí algunas personas que nos ayudaron a cruzar en balsa. Hay otros afluentes que proceden de las grandes montañas que se alzan al oeste, pero nosotros avanzaremos hacia el norte de la llanura central y ni siquiera los veremos.

Jondalar se sentó. La conversación le había inducido a pensar que debían continuar la marcha, aunque en realidad no partirían hasta la mañana siguiente. Se sentía descansado y tranquilo; no le atraía continuar acostado.

–No cruzaremos muchos ríos hasta que lleguemos a las mesetas del norte –continuó diciendo–. Por lo menos, eso es lo que me dijo la gente de Haduma. Al parecer, hay algunas colinas, pero es una región bastante llana. La mayor parte de los ríos que veremos son canales del Río de la Madre. Dicen que la Madre recorre toda la región en la que estamos ahora. Creo que es un buen sitio para cazar. La gente de Haduma cruza siempre los canales para cazar allí.

–¿La gente de Haduma? Sí, me hablaste de ellos, pero nunca dijiste gran cosa –dijo Ayla, sentándose también, y extendiendo la mano hacia el canasto que estaba en su alforja.

–No estuvimos mucho tiempo con ellos, sólo lo necesario para... –Jondalar vaciló, y recordó los ritos de iniciación que había compartido con Noria, la bonita joven. Ayla advirtió en su rostro una expresión extraña, como si se sintiera un poco avergonzado, a la vez que complacido de sí mismo–. Fue una... ceremonia, un festival –concluyó Jondalar.

–¿Un festival para honrar a la Gran Madre Tierra? –preguntó Ayla.

–Pues... sí, así fue. Me pidieron... –vaciló–, nos pidieron a Thonolan y a mí que participáramos.

–¿Visitaremos entonces a la gente de Haduma? –preguntó Ayla desde la abertura de la tienda. Llevaba en la mano una piel de gamuza sharamudoi para secarse después de lavarse en el arroyo que corría junto a los sauces.

–Me alegraría verles, pero no sé dónde viven –dijo Jondalar. Entonces, al ver la expresión desconcertada de Ayla, se apresuró a aclarar–: Algunos cazadores hallaron nuestro campamento y mandaron llamar a Haduma. Ella fue quien decidió celebrar el festival y ordenó buscar a los demás. –Hizo una pausa, tratando de recordar–. Haduma era una mujer notable. Es la persona más anciana que he conocido en mi vida, incluso más que Mamut. Es la madre de seis generaciones; al menos eso creo. De veras, me alegraría volver a verla, pero no puedo perder tiempo buscándolos. De todos modos, imagino que ya habrá muerto, aunque lo más probable es que su hijo aún viva. Era el único que hablaba zelandoni.

Ayla salió. Jondalar sintió una imperiosa necesidad de orinar. Se puso deprisa la túnica y abandonó la tienda. Mientras sostenía el miembro y observaba el arco humeante de líquido amarillo de fuerte olor que se derramaba sobre el suelo, se preguntó si Noria habría tenido el hijo anunciado por Haduma y si el órgano que estaba sosteniendo sería el responsable de la creación del niño.

Vio que Ayla se acercaba a los sauces, cubierta únicamente con el cuero de gamuza echado sobre los hombros. Lo lógico era que también él fuera a lavarse, aunque ese día ya había tenido sobrado contacto con el agua fría. Eso no quería decir que no estuviera dispuesto a mojarse, si se veía obligado a ello, por ejemplo al cruzar el río, pero mientras viajaba con su hermano nunca habría creído que lavarse a menudo en agua fría fuese tan importante.

Ayla nunca le había hecho la menor indicación al respecto, pero como para ella no era obstáculo el agua fría, Jondalar mal podía utilizar esa excusa para no lavarse a su vez. Tenía que reconocer que le agradaba que ella por lo general exhalara un olor tan fresco. En ocasiones Ayla rompía la capa de hielo para llegar al agua, y él se preguntaba cómo era capaz de soportarla.

Por lo menos, la joven estaba levantada y se movía. Jondalar había temido que se vieran obligados a acampar varios días, a causa de la hipotermia sufrida por Ayla, o incluso que enfermase. Tal vez, se dijo Jondalar, aquella costumbre de lavarse en agua poco menos que helada la hubiera habituado a las bajas temperaturas, y era posible que unos cuantos puñados de agua tampoco a él le perjudicasen. De pronto se dio cuenta de que estaba observando el modo en que el trasero desnudo de la joven se insinuaba bajo el reborde del cuero, meneándose seductoramente a uno y otro lado mientras caminaba. Los placeres de los dos habían sido excitantes y más satisfactorios de lo que él hubiera imaginado, en vista de la brevedad del episodio; pero mientras contemplaba a Ayla, quien tras colgar de una rama la suave piel, vadeaba el arroyo, sintió el impulso de empezar de nuevo, sólo que esta vez la complacería lenta, amorosamente, gozándose en cada parte del cuerpo femenino.

Las lluvias continuaron de forma intermitente cuando comenzaron a cruzar las llanuras bajas que se extendían entre el Río de la Gran Madre y el afluente de anchura casi igual, es decir, la Hermana. Reanudaron viaje en dirección noroeste, aunque su ruta no era directa ni mucho menos. Las llanuras centrales se asemejaban a las estepas del este, y en realidad eran una prolongación de aquéllas, pero los ríos que atravesaban la antigua cuenca de norte a sur desempeñaban un papel dominante en el carácter de la región. El curso del Río de la Gran Madre, el cual variaba con frecuencia, se bifurcaba y se desviaba, dando lugar a enormes zonas húmedas en los vastos pastizales secos.

Se formaban lagos en los recodos de acentuadas curvas de los canales más anchos que recorrían el territorio, y los pantanos, los prados húmedos y los campos floridos que proporcionaban diversidad a las grandiosas estepas servían de refugio a una cantidad y variedad increíble de aves; pero también obligaban a desviarse a los viajeros que avanzaban por tierra. La diversidad de los cielos estaba complementada por una abundante vida vegetal y una heterogénea población de animales que reproducía la situación de los pastizales orientales, aunque de manera más concentrada, como si un paisaje más dilatado se hubiera contraído al mismo tiempo que su comunidad de criaturas vivas conservaba idénticas proporciones.

Rodeadas por montañas y mesetas que canalizaban más humedad hacia la tierra, las llanuras centrales, especialmente en el sur, eran también algo más boscosas. En lugar de especies enanas y achaparradas, los arbustos y los árboles que se apiñaban cerca de los cursos de agua a menudo alcanzaban una altura y un diámetro notables. En la sección sudoriental, cerca de la confluencia ancha y turbulenta, los pantanos y los lodazales aparecían en los valles y los bajíos, llegando a adquirir enormes proporciones durante la época de las inundaciones. Había bosques pequeños y pantanosos de alisos, fresnos y alerces que atraían a los incautos, entre promontorios coronados por bosques de sauces, alternándose en ocasiones con robles y hayas, mientras los pinos arraigaban en los terrenos más arenosos.

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