Las llanuras del tránsito (68 page)

Prepararon y cargaron los caballos, pero sin la intención de montarlos. En cambio, extendieron sobre el lomo de Whinney la pesada y húmeda tienda de cuero y la manta que cubría el suelo, y sobre ellas depositaron el bote redondo, sostenido por las pértigas cruzadas. Sobre el lomo de Corredor extendieron un pesado cobertor confeccionado con cuero de mamut, que Ayla había usado para cubrir el canasto en el que llevaba el alimento, para cubrir también sus dos canastos.

Antes de partir, Ayla pasó un tiempo con Whinney, calmándola y dándole las gracias, empleando el lenguaje especial que ella había desarrollado en el valle. No se le había ocurrido siquiera preguntarse si realmente Whinney la entendía. El lenguaje era familiar y tranquilizador, y la yegua respondía visiblemente a ciertos sonidos y movimientos, interpretados como señales.

Incluso Corredor movía las orejas, agitaba la cabeza y relinchaba suavemente cuando ella hablaba; Jondalar, por su parte, suponía que se comunicaba con los caballos de un modo especial que él no atinaba a entender, a pesar de que comprendía ciertas cosas que Ayla decía. Era parte del misterio de esa mujer, ese misterio que le tenía fascinado.

Después, comenzaron a descender el accidentado terreno al frente de los caballos, señalándoles el camino. Lobo, que había pasado la noche dentro de la tienda y al principio no estaba tan empapado, al poco rato ofrecía un aspecto peor aún que el de los caballos. Su pelaje, generalmente espeso y esponjoso, se había pegado al cuerpo, parecía disminuir sus proporciones y mostrar los perfiles de los huesos y los músculos. Las chaquetas de piel del hombre y la mujer estaban mojadas pero eran bastante cálidas aunque no del todo cómodas, especialmente con la piel húmeda y apelmazada que forraba las capuchas. Al cabo de un rato, el agua comenzó a descender por su cuello, pero poco podían hacer para remediarlo. Mientras el cielo tormentoso continuaba enviando sus torrentes de agua, Ayla llegó a la conclusión de que la lluvia era el tipo de tiempo que menos le agradaba.

Siguió lloviendo durante algunos días más casi constantemente, mientras descendían la ladera de la montaña. Cuando llegaron a las altas coníferas, encontraron cierta protección bajo su dosel, pero dejaron atrás la mayor parte de los árboles allí donde se abría una amplia terraza, aunque el río quedaba mucho más abajo. Ayla comenzó a darse cuenta de que el río que ella había visto desde lo alto debía estar mucho más lejos y ser más grande aún de lo que ella creía. Aunque había amainado un tanto, la lluvia seguía cayendo, y sin la protección de los árboles, por escasa que fuera, todos se sentían mojados y en un estado lastimoso, aunque ahora tenían una ventaja: podían montar en los caballos, por lo menos parte del tiempo.

Cabalgaron hacia el oeste y descendieron por una serie de terrazas de loess que partían de las montañas; las más altas estaban atravesadas por innumerables arroyuelos colmados y desbordados por las aguas que bajaban de las tierras altas, fruto del diluvio que caía del cielo. Chapotearon a través del lodo y cruzaron varios cursos de aguas remolineantes que procedían de las alturas. Después, descendieron a otra terraza e inesperadamente encontraron un pequeño asentamiento.

Los toscos refugios de madera, poco más que improvisados, sin duda armados deprisa, parecían ruinosos, pero ofrecían cierta protección contra el agua que caía constantemente, y constituyeron una grata sorpresa para los viajeros. Ayla y Jondalar se acercaron a toda prisa. Desmontaron, conscientes del temor que los animales domesticados podían despertar en la gente, y llamaron en sharamudoi, con la esperanza de que fuese una lengua conocida. Pero no hubo respuesta; cuando miraron más de cerca, quedó claro que allí no había nadie.

–Estoy seguro de que la Madre comprende que necesitamos refugio. Doni no se opondrá si entramos –dijo Jondalar, que penetró en una choza y miró alrededor. Estaba completamente vacía, excepto una correa de cuero que colgaba de una clavija; el piso de tierra era una masa de lodo blando por donde un arroyo había atravesado el lugar antes de desviarse. Salieron y se acercaron a la choza más grande.

Al aproximarse, Ayla comprendió que algo importante faltaba.

–Jondalar, ¿dónde está el donii? No veo la figura de la Madre protegiendo la entrada.

Él miró alrededor y asintió.

–Seguramente se trata de un campamento de verano provisional. No dejaron un donii porque no querían que Ella lo protegiese. Quien construyó esto no esperaba que durase todo el invierno. Abandonaron el lugar, se marcharon y se llevaron todo con ellos. Probablemente se trasladaron a terrenos más altos cuando comenzaron las lluvias.

Entraron en la estructura más grande y descubrieron que era más sólida que la otra. Había grietas sin reparar en las paredes y la lluvia se filtraba por diferentes puntos del techo, pero el tosco piso de madera estaba a cierta altura sobre el nivel del lodo pegajoso y había algunos tarugos de madera desparramados cerca del hogar construido con piedras, a la altura del piso. Era el lugar más seco y cómodo que habían visto en varios días.

Salieron, depositaron la angarilla y metieron los caballos. Ayla encendió fuego mientras Jondalar entraba en una de las estructuras más pequeñas y comenzaba a arrancar maderas de las paredes interiores secas, para utilizarlas como leña. Cuando regresó, Ayla ya había tendido gruesas cuerdas a través de la habitación, atándolas a clavijas que encontró en la pared para tender en ellas las ropas y las mantas mojadas.

Jondalar la ayudó a desplegar la tienda y a tenderla en una cuerda, pero tuvieron que recogerla un poco para evitar una gran gotera que la empapaba todavía más.

–Deberíamos hacer algo para reparar la estructura del techo –dijo Jondalar.

–He visto que cerca de aquí crece la espadaña –dijo Ayla–. No se necesitaría mucho tiempo para tejer unas esteras con las hojas, y así podríamos cubrir los agujeros.

Salieron a recoger las hojas de espadaña, resistentes y bastante duras, para reparar las goteras del techo; cada uno cortó una brazada de plantas. Las hojas que bordeaban el tallo tenían unos cincuenta centímetros de largo, una pulgada más de ancho, y en el extremo se ahusaban. Ayla había dado a Jondalar las instrucciones básicas del tejido; tras observar a la joven para ver cómo preparaba esteras chatas y cuadradas, también él comenzó a confeccionarlas. Ayla estaba pendiente de su propio trabajo y sonreía para sus adentros. No podía evitarlo. Aún experimentaba un sentimiento de sorpresa al ver que Jondalar era capaz de hacer el trabajo propio de las mujeres y le encantaba la buena voluntad que ponía. Trabajando los dos, pronto tejieron tantos parches como goteras había.

Las estructuras estaban formadas por una capa más bien delgada de juncos unida a una estructura básica de largos troncos de árboles, que no eran mucho más que renuevos, enlazados unos con otros. Aunque no estaban construidas con planchas, eran análogas a las moradas en forma de A levantadas por los sharamudoi, excepto que la viga principal no descendía en vertical y que eran asimétricas. El costado en que se abría la entrada, frente al río, era casi vertical; el lado opuesto se inclinaba sobre él en ángulo agudo. Los extremos estaban cerrados, pero se podían elevar un tanto como si fueran aleros.

Salieron y fijaron las esteras, asegurándolas con trozos de hojas de espadaña, resistentes y correosas. Había dos goteras cerca del extremo superior, y era difícil llegar a ellas, incluso con la estatura de Jondalar, que medía un metro noventa y cinco; además, no estaban seguros de que la estructura soportara el peso de ninguno de los dos. Decidieron volver al interior y buscar un modo de cubrir las goteras, recordando en el último momento que necesitaban llenar un recipiente grande y algunos cuencos con agua para beber y cocinar. Cuando Jondalar alargó la mano y bloqueó una de las goteras, se les ocurrió como solución final la idea de asegurar el parche desde dentro.

Tras haber cubierto la entrada con la manta de cuero de mamut, Ayla paseó la mirada por el interior en sombras, iluminado únicamente por el fuego que comenzaba a entibiar el lugar y a convertirlo en un ambiente agradable. La lluvia seguía cayendo fuera y ellos se encontraban en un lugar protegido, seco y tibio, si bien comenzaba a llenarse de vapor a causa de las prendas mojadas que estaban secándose; en aquella vivienda de verano no había respiradero. El humo de los hogares generalmente se disipaba a través de las paredes y el techo, que ciertamente no eran herméticos, o por los extremos, que a menudo quedaban abiertos en los días más cálidos. Pero la hierba seca y los juncos se habían hinchado con la humedad y era más difícil que el humo se filtrase, de modo que comenzó a acumularse a lo largo de la viga del techo.

Aunque los caballos estaban acostumbrados a permanecer expuestos a los elementos naturales y generalmente lo preferían, Whinney y Corredor se habían criado entre la gente y estaban acostumbrados a compartir las habitaciones humanas e incluso los ambientes ahumados. Permanecieron en el lugar que Ayla les había destinado, y hasta ellos parecieron satisfechos de abandonar el mundo del agua permanente. Ayla puso piedras de cocinar en el fuego; después, ella y Jondalar restregaron a los caballos y a Lobo, para ayudarles a secarse.

Abrieron todos los paquetes y bultos para cerciorarse de que nada había sido dañado por el exceso de humedad; encontraron prendas secas, se cambiaron y se sentaron junto al fuego a beber una infusión caliente, mientras se cocía una sopa, preparada con el alimento comprimido de viaje. Cuando el humo comenzó a ocupar los lugares más altos de la vivienda, perforaron unos orificios en los dos extremos del techo liviano, lo que permitió desalojar el humo y el paso de un poco más de luz.

Les venía bien relajarse. No habían advertido lo cansados que estaban, y antes de que oscureciese por completo, el hombre y la mujer se deslizaron bajo las pieles de dormir, todavía un poco húmedas. Pero fatigado como estaba, Jondalar no pudo conciliar el sueño. Recordó la última vez que había desafiado las aguas rápidas y traicioneras del río llamado la Hermana; en la oscuridad, experimentó un escalofrío de temor ante la idea de tener que cruzarlo con la mujer a la que amaba.

Capítulo 21

Ayla y Jondalar permanecieron en el campamento de verano abandonado los dos días siguientes. La mañana del tercer día, la lluvia finalmente amainó. La espesa capa de nubes grises se diluyó, y por la tarde la luz solar intensa se filtró entre las masas azules rodeadas de algodonosas nubes blancas. Un viento intenso sopló desde una dirección y después desde otra, como si ensayara diferentes posiciones y no se decidiese a establecer una definitiva.

Casi todas las cosas estaban secas, pero Ayla y Jondalar abrieron los extremos de la vivienda para permitir el paso del viento que secaría por completo las últimas prendas de abrigo y permitiría ventilarlo todo. Algunas ropas de cuero se habían endurecido. Sería necesario trabajarlas y estirarlas, aunque el uso constante probablemente bastaría para devolverles la flexibilidad; pero en realidad no estaban dañadas. Sin embargo, los canastos tejidos presentaban otro aspecto. Se habían secado después de perder la forma y estaban deteriorados; también se habían cubierto de moho. La humedad los había ablandado y el peso del contenido había hundido la base, separándose y rompiéndose las fibras.

Ayla llegó a la conclusión de que tendría que confeccionar canastos nuevos, a pesar de que las hierbas secas, las plantas y los árboles del otoño no eran los materiales más sólidos ni los mejores. Cuando se lo comunicó a Jondalar, éste le planteó otro problema.

–De todos modos, esos canastos me inquietan –dijo–. Cada vez que cruzamos un río con profundidad suficiente para obligar a nadar a los caballos, los canastos se mojan si no los retiramos. Con el bote redondo y las angarillas de estacas, no es un problema muy grave. Ponemos los canastos en el bote, y mientras estamos en campo abierto es bastante difícil usar las angarillas. La mayor parte del territorio que hemos de recorrer está formado por pastizales abiertos, pero también habrá algunos bosques y terrenos irregulares. Allí, como en estas montañas, quizá no resulte fácil arrastrar las pértigas y el bote. Tal vez debamos dejar atrás ese bote, pero en ese caso necesitaríamos canastos que no se mojen cuando los caballos atraviesen a nada un río. ¿Puedes confeccionar algo por el estilo?

–Tienes razón –convino Ayla–, se mojan. Cuando confeccioné los canastos, no tenía que cruzar muchos ríos, y los que atravesaba no eran muy profundos. –Frunció el ceño concentrada en el problema; después recordó el canasto que había ideado la primera vez–. Al principio no usaba canastos para transportar cosas. Cuando se me ocurrió cargar algo a lomos de Whinney, preparé un recipiente grande y poco profundo. Quizá pueda confeccionar de nuevo algo por el estilo. Sería más fácil si no montásemos los caballos, pero...

Ayla cerró los ojos, tratando de visualizar la idea que estaba concibiendo en su cerebro.

–Tal vez... podría confeccionar canastos que colocaríamos a lomos del animal, mientras estuviéramos en el agua... Aunque no, eso no serviría si al mismo tiempo tuviésemos que montar..., pero... quizá podría preparar algo que los caballos llevasen sobre las ancas, detrás... –Miró a Jondalar–. Sí, creo que podré confeccionar recipientes que servirán.

Recogieron juncos y hojas de espadaña, ramas de sauce umbrero, largas y finas raíces de abeto, y todo cuanto Ayla vio y le pareció que podía ser utilizado como material para fabricar canastos o cuerdas que permitiesen entretejer recipientes. Ensayando varios métodos y probándolos en Whinney, Ayla y Jondalar trabajaron todo el día. A la caída de la tarde habían confeccionado una especie de canasto tipo albarda que permitía guardar todas las pertenencias y objetos de viaje de Ayla, podía ser transportado por la yegua mientras ella la montaba y se mantendría más o menos seco cuando el caballo nadara. Comenzaron inmediatamente a fabricar otro para Corredor. Trabajaron con mucha más rapidez porque ya habían dado con el método y sabían cómo ponerlo en práctica.

Por la tarde, el viento se acentuó; cambió de curso con un frío hálito norteño que desplazó rápidamente las nubes hacia el sur. Cuando la tarde se convirtió en noche, el cielo estaba casi claro, pero el frío era mucho más intenso. Se proponían partir por la mañana y ambos decidieron revisar sus cosas para aligerar la carga. Los antiguos canastos eran más amplios; en las nuevas albardas era necesario ahorrar espacio. Por mucho que se esforzaran, la cabida era menor. Había que eliminar algunas cosas. Extendieron en el suelo todo lo que ambos transportaban.

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